Silencio en el hogar: el impacto inesperado de una máquina de coser

El silencio en casa: cómo una máquina de coser cambió un destino

Por la mañana, Pablo, como siempre, salió a trabajar. Ana se quedó en la penumbra del dormitorio, sentada al borde de la cama, como reuniendo fuerzas para algo importante. En lugar de ir a la cocina, como solía hacer, se dirigió al trastero. Allí, apartando con dificultad una vieja escalera, sacó de un estante alto una máquina de coser cubierta de polvo. Con un suspiro profundo, la llevó a su habitación… Cuando Pablo volvió por la noche, le esperaba una sorpresa. Platos sucios en el fregadero, camisas sin planchar, y Ana, sin mirarle siquiera, encerrada en su cuarto, donde la luz y la música creaban un ambiente de celebración extraña. Pablo se quedó plantado en medio de la cocina, sin entender qué pasaba en su hogar.

—Otra vez las rayas de los pantalones torcidas— refunfuñó Pablo, mirándose en el espejo con su habitual descontento. —Ana, ¿no has visto cómo los has planchado? ¡Esto es un desastre!

Ana estaba detrás de él, cruzada de brazos. Sabía que sus caros pantalones azul marino estaban impecables: las rayas perfectas, ni una arruga, ni una mancha. Pero no discutió. Este ritual matutino frente al espejo ya era habitual, y ella había aprendido a callar.

—Los pantalones están bien, cariño— respondió en voz baja, conteniendo la irritación.

—No me quejo, ¡te señalo un error!— cortó él. —¿Tan difícil es hacerlo como pido? ¿Acaso pido algo imposible?

Se miró una última vez con aire crítico, agarró el maletín y dijo:

—Vale, pasará. Hoy tengo un negocio importante, volveré tarde.

Le dio un beso rápido en la mejilla y salió, cerrando la puerta de un portazo.

Ana apagó la luz del pasillo y se dejó caer en el banco junto al zapatero. Esos momentos de soledad eran su refugio diario, cuando reflexionaba amargamente sobre su vida. ¿Dónde había fallado? ¿Cómo había llegado a esto?

Ana y Pablo se conocieron en la universidad. Ella estudiaba Historia, soñando con ser profesora; él, Ingeniería. Su amor fue como el de los libros: puro, sin dinero, pero lleno de esperanzas. Ese amor les dio el valor de casarse, aunque no tenían un duro y vivían con humildes becas. Sus padres no podían ayudar—ambas familias apenas llegaban a fin de mes.

No hubo boda—solo el registro civil. El dinero que les dieron sus padres se fue en una cama y algunas cosas para su habitación en la residencia. Lo único que Ana llevó al matrimonio fue una vieja máquina de coser de su abuela. No podía rechazarla, aunque no tenía tiempo para coser. La máquina acumuló polvo en el alféizar, cubierta con una toalla descolorida.

En el último año, Pablo consiguió trabajo en una constructora. Ascendió rápido de ingeniero a jefe, mientras Ana empezó a dar clases. Sus lecciones de Historia eran dinámicas, apasionantes—adoraba a los niños y soñaba con ser madre pronto.

—¿Para qué apresurarnos?— la frenaba Pablo. —En esta pocilga no cabemos tres.

Para entonces, ya vivían en un piso de una habitación, y Pablo había cambiado el transporte público por un coche de segunda mano.

—¿Qué haces en ese colegio?— se quejaba. —La casa está hecha un desastre, pasas el día fuera y por la noche corrigiendo exámenes. Te lo dije: quédate en casa, ocúpate del hogar. Cuando haya orden, pensaremos en hijos.

Ana lo hacía todo: limpiaba, cocinaba, planchaba. Pero a Pablo nunca le gustaba nada. Ella salía antes al trabajo, y el desayuno se enfriaba. No tenía tiempo para platos elaborados, y la sopa recalentada o las croquetas del día anterior le hacían poner mala cara. Por las mañanas, exigía camisas recién planchadas, pero Ana solo las planchaba una vez a la semana. Pablo refunfuñaba, criticaba, y sus reproches crecían día a día.

—¿Cuándo vas a dejar ese trabajo y ocuparte de verdad de tu marido y tu casa?— le soltaba. —Tu sueldo no sirve para nada, podemos vivir sin él.

Tras tres años, Ana cedió. Dejó el colegio, decidida a centrarse en el hogar. Pero, sobre todo, en Pablo, porque los hijos nunca llegaron. Para entonces, Pablo tenía un puesto alto en otra empresa y trabajaba hasta tarde.

—¿Hijos, Ana?— se irritaba. —Llorarán, no dejarán dormir, no podré trabajar. ¿Quieres que me despidan? ¡Tú no ganas nada, todo depende de mí!

La casa se convirtió en un campo de batalla. Limpiaba cada día, cocinaba platos complicados que Pablo exigía recién hechos. Despreciaba la comida a domicilio, prohibiendo pedirla. Ana pasaba horas buscando recetas, perfeccionando su cocina, pero él siempre encontraba algo: poco sal, mucho pimentón, la carne demasiado dura.

Al principio, intentó defenderse, pero pronto calló. Discutir era inútil—nada le gustaba.

—Hoy las croquetas están mejor que la última vez— decía— pero las especias no son las correctas.

—La próxima vez usaré otras— respondía Ana. —¿Cuáles prefieres?

—¿Cómo voy a saberlo? Eres la mujer de la casa, piensa tú.

Antes hablaban de su trabajo, sus proyectos, y Ana daba buenos consejos. Ahora, las comidas eran en silencio. Pablo se enfrascaba en el móvil y luego se encerraba en su despacho. Vivían en un piso amplio, pero Ana lo sentía vacío—vacío como su corazón.

La máquina de coser de la abuela les siguió en cada mudanza. Pablo amenazó con tirarla varias veces, pero ella se mantuvo firme:

—Tú no coses, ¿para qué la quieres?— gruñía él.

—Es un recuerdo. Un regalo. Déjala.

—¿Y esta basura?— señalaba una bolsa con patrones.

—No es basura, son patrones. Déjalos.

Era curioso, pero en esto Ana no cedía. Pablo se encogía de hombros y dejaba el tema.

…Aquella mañana, tras la salida de Pablo, Ana permaneció mucho rato en la oscuridad. Luego, decidida, fue al trastero. Sacó la máquina y los viejos patrones, encontró un trozo de algodón comprado hacía años y nunca usado. Lo desplegó frente al espejo, notando cómo el verde esmeralda realzaba su pelo castaño. Y empezó a crear.

Ese día, Pablo se quedó sin cena. Al llegar, se quedó petrificado en la puerta. Platos sucios, camisas mojadas, y Ana, ignorándole, encerrada en su habitación con música y luz.

Pablo empezó a protestar, pero ella ni se volvió. Estaba cosiendo, absorta en su trabajo. Primero para sí misma, luego para amigas. Pronto compró una máquina nueva, se apuntó a cursos online y devoraba conocimientos. Seguía ocupándose de la casa, pero a Pablo su nueva pasión le resultaba insoportable.

Primero fueron comentarios sarcásticos, luego burlas sobre sus creaciones, y finalmente, rabia. Esperaba que Ana se cansara y volviera a la rutina. Pero ella se fue—no de la costura, sino de él. Sin gritos, como había vivido los últimos años.

Ana alquiló un piso pequeño en las afueras de Toledo. Soleado y acogedor, era perfecto para coser. Pablo intentó recuperarla: llamadas, mensajes, visitas. Pero ella no cedió. Estaba harta de vivir para él, olvidándose de sí misma.

Pablo, seguro de que recapacitaría, no insistióY años más tarde, mientras llevaba a su hijo al parque, Ana vio a Pablo desde lejos, cansado y solo, recordando que lo único que él nunca pudo coser fue su propia felicidad.

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