Silencio al Otro Lado de la Ventana

El silencio tras la ventana

Por primera vez en años, su voz rompió el silencio. Era débil, casi ajena, como un eco de un pasado lejano:

—Buenos días.

Las palabras temblaban, como si temieran alterar la frágil calma. Pertenecian a otra vida, una en la que por las mañanas resonaban risas infantiles, tapas de cacerolas golpeando y manitas tirando de ella hacia la ventana para mostrarle cómo los guisantes trepaban hacia el sol en un viejo tarro.

María abrió los ojos en la penumbra. El techo sobre ella era gris, como el cielo descolorido de un pueblo costero. La habitación estaba cálida, pero una corriente fría movía perezosamente el borde de la cortina; había vuelto a olvidar cerrar la ventana. O quizás la dejó abierta a propósito, como esperando que llegara desde la calle una voz conocida. O unos pasos. O el golpe de una puerta. Permaneció acostada, mirando al techo, intentando encontrar en las grietas una respuesta: cómo salir de aquel vacío. El hambre le punzó el estómago. Entonces se levantó y escuchó: el piso respiraba soledad, tozuda y callada, como si esta se hubiera convertido en su parte antes que ella misma.

En la cocina, todo parecía detenido en el tiempo. Una taza con restos de café estaba en el alféizar, como un testigo mudo del día anterior. Sobre la tabla había media pera, oscurecida, olvidada. María no recordaba cuándo había empezado a cortarla, pero sí recordaba haberse quedado paralizada, como si en ese instante algo se hubiera roto dentro. En la nevera había una foto: un niño de seis años, con un traje de pirata, sonreía como si estuviera a punto de hablar, sus ojos brillando como el mar bajo el sol.

No había tocado la foto en más de dos años. Sus dedos se acercaban, pero se detenían, como temiendo borrar aquella sonrisa. La imagen se sostenía con un imán de la farmacia local: una ironía amarga. Habían ido a revisarle la vista porque decía que las letras en los libros “bailaban”. Pero todo terminó en una carretera que no aparece en los mapas, imposible de trazar incluso en una aplicación.

Junto a la puerta estaban sus zapatillas. Pequeñas, con cordones gastados. El polvo se asentaba sobre ellas como una fina capa de tiempo. Podrían parecer basura olvidada, pero para ella eran reliquias. Las esquivaba conteniendo la respiración, como si una mirada casual pudiera romper el frágil equilibrio de su mañana. Quería guardarlas y no podía. Eran solo zapatos, unos centímetros de tela y goma. Pero contenían un universo entero. Como si alguien pudiera volver y preguntar: “Mamá, ¿dónde están mis zapatillas?”. Y ella tenía que estar preparada, no para él, sino para sí misma.

María preparó un té. Sin azúcar, sin miel, solo agua hirviendo con hojas negras. El líquido sabía amargo, como si hubiera absorbido sus pensamientos. Fuera, el pueblo seguía su vida, indiferente como el mar después de una tormenta, donde bajo la superficie aún hay caos pero en lo alto reina la calma. En cambio, ella estaba paralizada, como si alguien hubiera desconectado su corriente, y solo unos destellos de memoria mantenían una luz tenue.

Antes daba clases de literatura en el instituto local. Le gustaba Cervantes, no por el drama, sino por la verdad. Por saber encontrar vida en los rincones más oscuros. Por los silencios que escondían todo lo que no se podía decir en voz alta. Después de la pérdida, se fue. Cogió una baja y no regresó. Primero no pudo. Luego no vio motivo.

El verano pasado, una amiga la invitó a un grupo de apoyo. María fue tres veces. Recordaba la sala fría con paredes blancas, el olor a café barato de la máquina que ahogaba todo, incluso el débil aroma del colonia de un desconocido, incluso sus propios pensamientos. Recordaba a una mujer en un jersey azul, que había perdido a su hija, hablando con una sonrisa forzada, como disculpándose por su dolor. Y a un chico con sudadera que se quedaba en silencio, jugueteando con la correa de su mochila, como si quisiera desaparecer dentro de ella. Nadie gritaba, pero el aire vibraba como una fina película sobre el fuego. María se marchó. Su dolor le parecía “incorrecto”. Como si no mereciera un lugar entre las demás penas. Como si hubiera perdido algo que solo ella podía ver.

Escribía cartas. No guardadas, escondidas en una carpeta del ordenador llamada “Bocetos”. Le escribía a él. “Ya estarías en segundo de primaria… Seguro que odiarías la avena. Discutiríamos por las mañanas. Yo te ataría los cordones si no hubieras aprendido. Tú, mi pirata. Mi risa en la hierba. Mi ‘mira mamá, un barco’. Mío…”. A veces cortaba la frase a medias. Punto final. Y silencio. Sin continuación, sin correcciones. Solo su aliento frente a la pantalla y el vacío a sus espaldas.

Hoy su voz sonó distinta. Sin angustia, sin melancolía, con una determinación cansada pero firme. Como si algo hubiera cedido dentro, dejando pasar la luz a través de la grieta.

De pronto, María sintió ganas de salir. Pasear por el paseo marítimo. Sin objetivo. Solo respirar. Su cuerpo, entumecido por años de dolor, recordó cómo moverse. Se puso el abrigo, calzó sus botas y se detuvo ante la puerta. El suelo crujió, el reloj marcaba el pulso de la casa. Luego se acercó a la nevera. Cogió la foto. Retiró el imán. Pasó un dedo por la imagen, como si le acariciara la mejilla.

—Vamos, pirata. Es hora de vivir —dijo. Su voz no tembló. Había fuerza en ella. O tal vez esperanza, algo que casi había olvidado.

Salió, cerrando la puerta con suavidad. Y por primera vez en años, cerró la ventana. No por miedo. Solo porque entendió que ahora podía hacerlo.

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