**Siguiendo sus pasos**
—¡Diego, pero ¿qué te pasa? Mira esto: suspenso en lengua, un cero en matemáticas y ni siquiera apareciste en literatura! ¿Por qué no estudias y faltas tanto a clase? ¡No sé qué hacer contigo, calamidad! —exclamó Soledad, hojear el cuaderno de notas de su hijo de segundo de ESO.
—No lo sé —contestó el chico con el ceño fruncido, apartando la mirada.
—Déjalo en paz, Sole. Literatura, biología… ¡Yo también faltaba a clase y mira, soy un hombre hecho y derecho! —gritó desde el sofá su marido Francisco, con la voz pastosa por el alcohol.
—¡Eso se nota! Podrías hablar con tu hijo como un padre, pero estás demasiado ocupado… ¡llevas tres días sin parar de beber! —le espetó Soledad.
—¿Y qué? ¡Tengo derecho! No bebo con tu dinero. ¡Además, era el cumple de Manolo! ¡Cincuenta años, nada menos! —Francisco dejó caer la cabeza sobre el cojín y volvió a dormirse.
…Soledad había nacido en una familia culta. Sus padres le enseñaron buenos modales y le dieron una educación impecable. Era aplicada en el instituto y entró en una facultad prestigiosa. Pero el destino, con ironía cruel, la unió a Francisco.
Se conocieron en una fiesta universitaria. Soledad estaba en cuarto curso; Francisco, que ya había terminado la FP, trabajaba en una fábrica. A ella le llamó la atención su mirada intensa y su aire maduro. No imaginaba entonces cómo arruinaría su vida ordenada.
Empezaron a salir y se casaron ese verano, después de que ella defendiera su trabajo fin de grado. Al principio todo iba bien, pero a Soledad le molestaba que Francisco no dejara pasar ni una celebración. Cualquier excusa era buena para montar una juerga…
Con el tiempo, comprendió que se había equivocado: no eran compatibles. Pensó en divorciarse, pero la vida le tenía otra sorpresa: estaba embarazada.
No tuvo corazón para abortar, y dejar al niño sin padre tampoco era buena opción. Optimista por naturaleza, Soledad creyó que Francisco cambiaría al ser padre. Pero cuando apareció borracho en el hospital, supo que no habría cambio alguno.
Y así fue. Francisco bebía sin control. Ayudaba poco en casa, siempre entre resacas o salidas con los amigos.
Soledad no se quejaba. Llevaba todo el peso: trabajaba duro, ganaba bien, mantenía la casa impecable y atendía a Diego. Pero el chico, al crecer, se parecía cada vez más a su padre. No tenía interés en estudiar ni en actividades extraescolares.
En segundo de ESO, ya estaba fuera de control.
—Señora Martínez, hable con su hijo. Es grosero, no atiende y sus notas son desastrosas… —le decía constantemente su tutora.
Después de cada reunión, Soledad volvía a casa reprochándose no haber sabido guiar a Diego.
Al principio, él prometía mejorar, pero eran palabras vacías.
Terminó la ESO sin opción a bachillerato. Solo le quedaba la FP. Soledad veía con horror cómo seguía los pasos de Francisco, quien ya era un alcohólico. Ella tenía que sacarlo de sus borracheras, soportar sus escándalos y rogar en la fábrica que no lo despidieran.
En la FP, Diego iba igual: faltaba, contestaba mal y discutía.
—Mamá, ¿qué tal si dejo los estudios y voy a la fábrica con papá? Así gano dinero —propuso un día.
—Pero, hijo, ¿qué dices? ¡Necesitas formación! ¿Quieres acabar como tu padre?
—¿Y qué? Papá vive bien.
—¡Claro que sí! Deja al chico en paz, ¿no ves que quiere trabajar? —intervino Francisco.
Logró convencer a Diego de terminar la FP. Iba a hablar con los profesores, rogando que no lo expulsaran.
Al graduarse, insistió en entrar en la fábrica. Soledad intentó disuadirlo, imaginando el desastre. Diego era idéntico a Francisco, como si ella no hubiera aportado nada.
Pero, como toda madre, esperaba que su hijo recapacitara. El destino no fue piadoso: empezó a beber con su padre.
Una tarde, Soledad tropezó en el recibidor con Diego inconsciente.
—¡Diego! ¿Qué te pasa? —Lo sacudió, alarmada.
—Déjame, estoy cansado… —murmuró, volviéndose a dormir.
El olor a alcohol lo delataba. Igual que Francisco años atrás.
En la cocina, encontró a su marido dormido sobre la mesa. Iba a despertarlo para discutir, pero desistió.
Salió a la calle sin rumbo. No tenía amigas íntimas para desahogarse. Se sentó en un banco del parque, observando a la gente feliz, preguntándose por qué la vida le había sido tan cruel.
De pronto, un perro con una pelota roja la sobresaltó.
—Perdone, ¿le asustó? ¡Thor, ven aquí! —llamó un hombre.
—Sí, un poco —dijo Soledad, secándose las lágrimas.
—¿Le pasa algo? ¿Necesita ayuda?
—No, estoy bien…
—Soy Javier. ¿Y usted?
—Soledad.
—¡Vaya nombre bonito! ¿Le apetece un café?
—Sí —aceptó, sorprendida.
Hablar con Javier fue un respiro. Intercambiaron números y empezaron a verse.
Con el tiempo, le contó su vida. Él le ofreció irse a vivir juntos. Ella aceptó.
—¡Mira esta! ¿Ya tiene otro? ¡Mamá nos abandona! —gritó Francisco cuando ella se fue.
—¿En serio te vas? ¿Y nosotros? —preguntó Diego.
—Ustedes están bien solos.
—Pues sí.
—¿Brindamos por la despedida? —dijo Francisco, burlón.
Abajo, Javier la esperaba. Mientras guardaba las maletas, Soledad miró la ventana de la cocina. Sabía que ya estarían bebiendo.
—¿Vamos? —preguntó él.
—Sí, rápido.
Javier era lo opuesto a Francisco. Al principio, su piso ordenado le resultó extraño. Pero se acostumbró a la tranquilidad.
Se divorció y apenas hablaba con Francisco. A Diego solo le pedía dinero. Nunca lo invitaba.
—¿Qué te parece que nos mudemos a Madrid? —preguntó Javier una noche.
—No lo había pensado…
—Me ofrecen un ascenso. Más sueldo, mejor puesto.
—No me importa. Aquí no me queda nada.
Antes de irse, quiso ver a Diego. Llegó borracho.
—¿Qué quieres?
—Hijo, me voy a Madrid. Para siempre.
—¿Con ese tío?
—¿Qué te ha pasado? Podría ayudarte a encontrar otro trabajo…
—¡Déjame en paz! Tengo trabajo. Vete si quieres. Papá y yo venderemos el piso.
—Hagan lo que quieran.
Dos semanas después, volaba a Madrid. Javier le apretó la mano.
—¿En qué piensas?
—En mi juventud. En mis padres, enterrados aquí.
—¿Te arrepientes?
—No. Ni un poco. —Y lo dijo convencida.