Oye, te cuento esta historia que me dejó pensando…
—Adrián, ¿pero qué te pasa? ¡Mira las notas! Castellano, un suspenso; mates, otro; y de literatura ni te presentaste… ¿Por qué no estudias y te pasas el día de pellas? ¡No sé qué hacer contigo, hijo mío! —Laura hojeaba el boletín de su hijo, desesperada.
—No lo sé —murmuró el chico, volviéndose hacia la pared.
—Laura, ¡déjalo en paz! Literatura, biología… Yo también faltaba a clase de joven y mira, aquí estoy, hecho un hombre —gritó Borja desde el sofá, con la voz pastosa de tanto vino.
—¡Y se te nota! En vez de hablar como un padre, pasas la borrachera… ¡Llevas tres días sin parar!
—¿Y qué? ¡Tengo derecho! ¡Con mi dinero hago lo que quiero! ¡Era el cumple de Manolo! ¡El cincuenta, nada menos! —Borja apoyó la cabeza en el cojín y se quedó dormido.
…Laura nació en una familia culta. Sus padres le dieron buenos modales y una educación impecable. Sacaba buenas notas, entró en una universidad prestigiosa… Pero la vida, con su ironía cruel, la juntó con Borja.
Se conocieron en una fiesta universitaria. Ella estaba en cuarto de carrera; él, que había dejado los estudios, trabajaba en una fábrica. Borja le gustó al instante: guapo, ojos expresivos… Aunque parecía mayor de lo que era. No sabía entonces cómo ese hombre le arruinaría su vida ordenada.
Se casaron cuando ella terminó la carrera. Al principio no iba mal, pero a Laura ya le molestaba que Borja no se perdiera ni una celebración. Cualquier excusa era buena para beber.
Con el tiempo, entendió que se había equivocado: no tenían nada en común. Quiso divorciarse, pero entonces supo que esperaba un hijo. No tuvo corazón para abortar, ni quería criarlo sola. Optimista como era, pensó que la paternidad lo cambiaría… Hasta que él llegó borracho al hospital. Ahí supo que nada cambiaría nunca.
Y así fue. Borja bebía sin parar. Ayudaba en casa a medias, siempre entre resacas y juergas. Laura, sin quejarse mucho, lo llevaba todo: trabajo estable, casa limpia, tiempo para Adrián… Pero él, al crecer, se parecía más a su padre cada día. No estudiaba, no quería actividades extraescolares…
Para segundo de la ESO, ya era incontrolable.
—Laura, hable con su hijo. Es maleducado, no atiende en clase y las notas… Dan pena —le decían en cada reunión.
Laura volvía a casa reprochándose no haber sabido educarlo. Adrián prometía mejorar, pero eran palabras vacías.
Al terminar la ESO, ni hablar de bachillerato. Tocaba un ciclo formativo. Laura veía con horror cómo seguía los pasos de Borja, que para entonces ya era un alcohólico. Ella lo sacaba de los peores tragos, aguantaba peleas y hasta iba a la fábrica a rogar que no lo despidieran.
En el ciclo, Adrián iba igual: faltaba, respondía a los profes, se peleaba…
—Mamá, ¿y si dejo esto y me voy a la fábrica con papá? Así gano mi dinero —dijo un día.
—¿Qué dices, hijo? ¡Hay que terminar los estudios! ¿Quieres acabar como tu padre?
—¿Y qué? Él vive bien.
—¡Claro, muy bien! Déjalo, mujer. Si quiere trabajar, que trabaje. Además, en la fábrica hay plaza —intervino Borja.
Laura logró que terminara el ciclo, rogando a los profes que no lo expulsaran. Pero luego Adrián insistió en ir a la fábrica. Ella intentó disuadirlo, imaginando el final. Y es que se parecía a Borja en todo: físico, carácter… Nada de ella había en él.
Pero, como toda madre, esperó hasta el último momento. Y la vida, otra vez, le falló: Adrián entró en el mismo turno que su padre… Y empezaron a beber juntos.
Una noche, Laura volvía del trabajo. Al entrar, tropezó con algo en el recibidor. Encendió la luz…
Adrián, inconsciente, tirado en el suelo.
—¡Hijo, despierta! ¿Te pasa algo? —intentó reanimarlo, pensando en llamar a urgencias.
—Déjame, madre… Estoy cansado… —murmuró, apartándola.
El olor a alcohol lo delató. Igual que hacía Borja años atrás.
Entró en la cocina. Allí estaba su marido, dormido sobre la mesa. Iba a despertarlo para otra pelea, pero se contuvo.
Salió a la calle sin rumbo. No tenía amigas a quién contárselo, ni donde quedarse. Llegó a una plaza y se sentó en un banco. Era una noche cálida, la gente paseaba feliz… Ella no entendía por qué la vida le había dado esto.
De repente, un perro con una pelota roja en la boca se le acercó.
—¡Perdona! ¿Te asustó? ¡Tango, ven aquí! —llamó un hombre. El perro obedeció.
—Sí, un poco… —Laura se secó las lágrimas.
—¿Te ocurre algo? ¿Puedo ayudar?
—No, no… Nada.
—Soy Daniel. ¿Y tú?
—Laura.
—¡Vaya nombre bonito! Hoy no se escucha mucho. Y este es Tango. ¿Te apetece un café? —propuso.
—Sí, vale —aceptó, sorprendida.
—Genial. Hay una cafetería cerca. Lo tomamos aquí, que con Tango no nos dejan entrar…
HabPasaron la tarde entera charlando, y por primera vez en años, Laura sintió que algo en su vida podía cambiar.