Siguiendo sus huellas

—Adrián, ¡pero qué te pasa! ¡Mira tus notas! Lengua, un cuatro; mates, un dos, y literatura ni te molestas en ir… ¿Por qué no estudias y siempre estás escaqueándote? ¡Dime qué hago contigo, criatura! —Laura hojeaba el boletín de notas de su hijo, un adolescente de tercero de la ESO, con el ceño fruncido.

—No sé. —El chico contestó seco, apartando la mirada.

—Laura, ¡déjalo ya en paz! Literatura, biología… Yo también faltaba a clase y mira, ¡he salido un tío normal! —La voz borracha de su marido, Jorge, llegó desde el salón, donde llevaba tirado en el sofá desde hacía horas.

—¡Y se nota! ¿No podrías hablar con tu hijo como un padre? ¡Pero claro, estás demasiado ocupado embriagándote! —gritó ella.

—¿Y qué pasa? ¡Tengo derecho! ¡No es con tu dinero! Además, era el cumpleaños de Pepe, ¡y encima cincuenta años! —Jorge dejó caer la cabeza sobre el cojín y volvió a quedarse dormido.

…Laura había crecido en una familia culta. Sus padres le inculcaron buenos modales y una educación esmerada. Estudió con afán, entró en una carrera prestigiosa. Pero la ironía del destino hizo que conociera a Jorge.

Se vieron en una fiesta universitaria. Laura estaba en cuarto curso; Jorge ya había terminado la FP y trabajaba en una fábrica. A ella le llamó la atención aquel chico guapo, de ojos expresivos, que parecía mayor de lo que era. Aún no sabía cómo ese hombre le arruinaría su vida ordenada.

Empezaron a salir y se casaron ese verano en el que Laura terminó sus exámenes y defendió el proyecto de fin de grado. Al principio no iba mal, pero a ella ya le molestaba que su marido no se perdía ni una celebración. Cualquier excusa, por mínima que fuera, terminaba en botellón.

En algún momento, Laura entendió que se había equivocado: no eran compatibles. Pensó en divorciarse, pero el destino intervino de nuevo—descubrió que estaba embarazada.

No tuvo corazón para abortar, y dejarlo sin padre tampoco era opción. Optimista por naturaleza, Laura pensó que con el bebé, Jorge maduraría. Pero cuando él llegó borracho al hospital, supe que nunca cambiaría.

Y así fue. Jorge bebía demasiado y seguido. Ayudaba en casa a medias, siempre entre resaca o salida con los amigos.

Laura no se quejaba mucho. Llevaba todo el peso: trabajaba duro, ganaba bien, la casa estaba impecable, y dedicaba tiempo a Adrián. Pero, al crecer, el niño se parecía cada vez más a su padre. En él, Laura no se reconocía: estudiaba a regañadientes, se negaba a ir a actividades extraescolares.

Para segundo de la ESO, estaba fuera de control.

—Laura, hable con su hijo. Es irrespetuoso en clase, no atiende, y las notas… Da pena —escuchaba constantemente de la tutora.

Tras cada reunión, volvía a casa reprochándose dónde había fallado.

Al principio, Adrián se justificaba y prometía mejorar. Pero eran palabras vacías.

Terminó la ESO sin opción de seguir. Tendría que hacer un ciclo formativo. Laura veía con horror cómo su hijo seguía los pasos de Jorge, que para entonces ya era un alcohólico. Ella lo sacaba de las borracheras, aguantaba peleas, y hasta iba a la fábrica a rogar que no lo despidieran.

En el ciclo, Adrián tampoco se esforzaba: faltaba, respondía a los profes, discutía con los compañeros. En casa, afirmaba que no le gustaba estudiar.

—Mamá, ¿y si dejo esto y me voy a la fábrica con papá? Al menos ganaré pasta.

—¿Pasta? ¡Qué lenguaje! Hay que formarse, luego siempre puedes estudiar más. ¿De verdad quieres vivir como tu padre?

—¿Y qué? Papá vive bien.

—¡Claro que sí! ¡Vaya ejemplo! —intervino Jorge—. Si quiere trabajar, que trabaje. Además, ahí tenemos enchufe.

Laura logró que terminara el ciclo, rogando a los profes que no lo expulsaran. Pero al graduarse, Adrián insistió en ir a la fábrica. Ella intentó disuadirlo, imaginando el desenlace. Peor aún: el chico era idéntico a su padre—físicamente y en carácter. No le quedaba nada de ella.

Pero, como toda madre, esperaba que reaccionara. El destino le dio la espalda otra vez: Adrián entró en el mismo turno que Jorge y empezaron a beber juntos.

Un día, Laura llegó del trabajo. Al entrar, tropezó con algo en el recibidor. Encendió la luz.

Adrián estaba tirado, inconsciente. Ella se arrodilló, sacudiéndolo:

—¡Adrián! ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? —Estaba a punto de llamar al 112.

—Déjame, mamá… Cansado… —murmuró, apartándola antes de volver a dormirse.

El olor a alcohol lo decía todo. Estaba tan bebido que ni llegó a su habitación. Igual que Jorge años atrás.

Entró en la cocina. Ahí estaba su marido, dormido sobre la mesa. Iba a despertarlo para pelearse, pero desistió.

Salió a la calle sin rumbo. No tenía amigas íntimas a quien contarle su desgracia. Se sentó en un banco del parque. Era una tarde cálida de otoño, la gente paseaba feliz. Ella no entendía qué había hecho para merecer esto.

De pronto, un perro con una pelota roja en la boca se le acercó, sobresaltándola.

—¡Perdona! ¿Te asustó? ¡Toby, aquí! —Un hombre llamó al animal, que obedeció al instante.

—Sí, un poco. No lo vi venir. —Laura secó una lágrima disimuladamente.

—¿Te pasa algo? ¿Necesitas ayuda?

—No, nada… —mintió.

—Me llamo Antonio. ¿Y tú? —preguntó, con intención de seguir hablando.

—Laura.

—¡Vaya nombre bonito! Poco común hoy. Este es Toby, como ves. ¿Quieres tomar un café?

—Sí, vale. —Aceptó, sorprendiéndose a sí misma.

—Genial. Hay una cafetería cerca. Podemos traerlo aquí, que con Toby no nos dejarán entrar.

HabPasaron horas hablando, y por primera vez en años, Laura sintió que volvía a respirar.

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MagistrUm
Siguiendo sus huellas