Siete motivos para partir

**Siete Razones para Irse**

—¡Basta! ¡Ya está bien! —Valentina arrojó el trapo al fregadero con tanta fuerza que las salpicaduras alcanzaron toda la cocina—. ¡No puedo más! ¿Me oyes, Nicolás? ¡No puedo!

Su marido alzó la vista del periódico y frunció el ceño, molesto.

—¿Qué te pasa ahora? ¿Otra vez los nervios? Toma un poco de valeriana.

—¡Toma un poco de valeriana! —lo imitó ella, poniendo las manos en las caderas—. ¡Treinta años de lo mismo! «Toma valeriana, Valeria. No grites, Valeria. ¿Dónde está la cena, Valeria?» ¿Acaso soy tu criada, Nicolás?

Nicolás dobló el periódico y suspiró hondo. «En la jubilación, todas las mujeres se vuelven locas», pensó. Sin el trabajo, inventaban problemas.

—Valentina Martínez —dijo con tono deliberadamente formal—, ¿qué ocurre? Explícate con claridad.

—¿Qué ocurre? —Se rió, pero su risa sonó quebrada—. Nada, Nico. Solo que he comprendido algo. Tarde, pero lo he comprendido.

Valentina se secó las manos en el delantal, se lo quitó y lo colgó con cuidado en el gancho. Sus movimientos eran lentos, calculados. Nicolás se puso alerta; su esposa actuaba así cuando tomaba decisiones importantes.

—Siéntate —dijo—. Hablamos.

—¿De qué? —Intentó volver al periódico—. Mejor tomamos un té. Prometiste croquetas para la cena…

—Croquetas —repitió Valentina, negando con la cabeza—. Claro, las croquetas. Dime, Nico, ¿cuándo fue la última vez que hice algo por mí? No por ti, no por los niños, no por los nietos. ¿Por mí?

Nicolás se quedó sin palabras. Esas preguntas siempre lo dejaban paralizado. ¿Para qué hacer algo por uno mismo si había familia, hogar, obligaciones?

—No entiendo a qué te refieres.

—No lo entiendes —asintió ella—. Exacto. Jamás lo entendiste. ¿Recuerdas cómo nos conocimos?

—En el baile del club —respondió él, automáticamente.

—Sí. Tenía diecinueve. Quería estudiar Filología. ¿Te acuerdas?

Nicolás recordaba vagamente, pero en aquel momento le pareció una tontería de chica. ¿Para qué quería una mujer estudios superiores si podía casarse bien?

—Algo me suena. ¿Y qué?

—Que no lo hice. Porque tú dijiste: «¿Para qué estudiar si nos vamos a casar? Tendremos hijos, un hogar que mantener». Y yo obedecí. Primera razón.

Valentina se acercó a la ventana, miró el patio donde los niños vecinos jugaban al fútbol. Un día igual de soleado fue cuando pensó por primera vez que la vida se le escapaba.

—Luego nació Lucía —continuó, sin volverse—. Quise trabajar cuando cumplió un año. En la biblioteca. Me encantan los libros, siempre me han encantado. Y tú dijiste: «¿Qué tontería es esa? ¿Quién cuidará de la niña? Quédate en casa, ocúpate de ser madre».

—¡Y hacía bien! —se defendió él—. ¿Un niño sin madre? ¡Un desamparado!

—Hacías bien —asintió—. Segunda razón. Luego vino Javier. Después tu madre se mudó con nosotros, ¿recuerdas? Enferma, delicada. ¿Y quién la cuidaba? ¿Quién lavaba su ropa, compraba sus medicinas, la llevaba al médico?

—Tú. Pero es lo normal, un hombre trabaja…

—Normal. Tercera razón. —Se giró, lo miró fijamente, como si lo viera por primera vez—. ¿Y cuando enfermé? ¿Recuerdas aquella neumonía?

Nicolás se rascó la nuca. Lo recordaba vagamente; su esposa estuvo enferma, pero él estaba ocupado: mucho trabajo en la fábrica, los jefes presionaban…

—Claro que lo recuerdo.

—¿Quién me cuidó con cuarenta de fiebre? ¿Quién llamó al médico? ¿Quién fue a la farmacia?

El silencio se prolongó. Nicolás recordó: apenas entraba en el dormitorio, preguntaba cómo estaba y se iba a ver la tele. Ella se las arreglaba sola.

—Yo misma —respondió por él—. Cuarta razón.

Se sentó frente a él, con las manos en las rodillas y la espalda recta. De pronto, Nicolás notó que había adelgazado. Y que tenía más canas. ¿Cuándo había sido?

—¿Qué más? —preguntó, más bajo.

—Luego vinieron los nietos. La pequeña Carla, el niño Pablo. ¿Y a quién los dejaban cuando los padres trabajaban? A mí. ¿Quién les ayudaba con los deberes, les daba de comer, los llevaba al cole?

—Bueno… para eso están las abuelas.

—Las abuelas. Claro. ¿Y los abuelos? —Sonrió con amargura—. En el garaje con los amigos. O de pesca. O viendo la tele. Porque «yo he trabajado toda la vida, ahora toca descansar». Quinta razón.

Nicolás se removió incómodo. La conversación tomaba un cariz desagradable.

—Valeria, ¿no será suficiente? ¿Qué pretendes demostrar?

—Nada. Solo explicarte. —Se levantó, sacó una jarra de zumo de la nevera—. ¿Quieres?

—Sí.

Valentina sirvió dos vasos. Él bebió mientras ella continuaba:

—La sexta razón es simple. No me ves, Nico. En absoluto. Estoy frente a ti, pero no me ves. No sabes cuál es mi vestido favorito, no recuerdas mi cumpleaños sin ayuda. No te importa lo que pienso, lo que leo, lo que temo. Para ti soy parte del mobiliario. Cómoda, habitual, invisible.

—Valeria, ¿qué dices? ¡Claro que te veo! Llevamos treinta años juntos…

—Juntos —asintió—. Uno al lado del otro. Pero no *juntos*. ¿Sabías que llevo seis meses yendo a un taller de teatro?

Nicolás se quedó perplejo. ¿Qué taller? Su esposa siempre estaba en casa…

—No lo sabía —admitió.

—Por supuesto. Pero yo voy. Todos los miércoles. Y sabes qué? Allí hay gente que me escucha. A la que le importa mi opinión. Que recuerda mi nombre. No «mamá», no «abuela», no «esposa». Valentina.

Bebió el último sorbo de zumo y dejó el vaso en la mesa.

—Y la séptima razón, Nico. La más importante. Estoy cansada de ser infeliz. Simplemente, agotada. Cada mañana despierto pensando: otro día, otra vez esta vida. Cocinar, lavar, limpiar. Tu cara de descontento si la comida no está a tiempo. El silencio en la mesa. La soledad en mi propio hogar.

Nicolás sintió un nudo en el pecho. ¿Era todo tan malo? Él no era un monstruo, solo un hombre normal. Trabajó duro, mantuvo a la familia, no bebía, no se iba de juerga…

—Valentina, no exageres. Vivimos bien. Tenemos casa, hijos criados, nietos…

—Bien —repitió—. Ese es el problema, Nico. *Bien* es cuando no sientes nada. Ni alegría, ni tristeza. Solo existes. Tengo sesenta y dos años. Y quiero vivir, antes de que sea tarde.

Valentina abrió el armario y sacó una maleta pequeña. A Nicolás se le heló la sangre.

—¿Qué haces?

—Me voy. A casa de mi hermana, en Valencia. Hace tiempo que me invita. AllY mientras cerraba la maleta con determinación, supo que esta vez, por primera vez en treinta años, estaba eligiéndose a sí misma.

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