Siempre soñé con ser como mi hermano, pero todo cambió pronto

Toda la vida soñé con estar en el lugar de mi hermano, pero pronto todo cambió.

Mi madre quedó embarazada de mí a los dieciocho. Mi padre nos abandonó al enterarse —no quería una familia, solo juergas y amigos. Mis abuelos maternos, furiosos, la echaron de casa en un pueblo cerca de Sevilla. «¡No toleraré una hija irresponsable!», gritó mi abuelo. Ni me imagino su lucha: joven, sola, con un bebé. Pero resistió: estudió a distancia, trabajó sin descanso y nos mudamos a una habitación en una residencia. Crecí rápido: hacía la compra, limpiaba, calentaba la comida. ¿Juegos? No había tiempo. Desde niño fui su apoyo, su único hombre.

Nunca me quejé —me enorgullecía—, hasta que llegó Víctor. Era amable: traía dulces, cuidaba de mamá. Ella floreció y un día anunció: «Nos casamos y nos mudaremos a una casa grande». Yo, feliz, anhelaba un padre. Al principio fue un cuento: tuve mi cuarto, tiempo para leer y escuchar música. Víctor la ayudaba, y ella sonreía.

Luego, mamá dijo que esperaba un bebé. Víctor me ordenó: «Esteban, mudarás a la despensa. Será el cuarto del niño». ¿Por qué a mí, habiendo habitaciones? Mis cosas ya estaban en ese cuartucho sin espacio para respirar. Injusto, pero callé.

Cuando nació Miguel, empezó la pesadilla. Sus llantos me desvelaban, llegaba al instituto exhausto. Las notas caían, los profesores regañaban, y mamá gritaba: «¡Sé un ejemplo! ¡No nos avergüences!». Cargué con más tareas: pasearlo, llevarlo al parque. Los otros niños se burlaban. Lo mejor —juguetes, ropa— era para él. Si pedía algo, Víctor decía: «No hay dinero». Lo llevaba a la guardería, lo alimentaba, limpiaba… Vivía esperando que creciera.

Al entrar en la escuela, mamá me obligó a ayudarle. Era malcriado, se negaba a estudiar. Si le reñía, él se quejaba y ella me reprendía: «Eres el mayor, ten paciencia». Lo cambiaron de colegio, pero suspendía. Al final, lo metieron en uno privado, donde ignoraban sus notas a cambio de euros. Yo entré en un grado medio de mecánica —no por gusto, sino para escapar.

Estudié a distancia, trabajé día y noche, ahorré para un piso. Me casé con Lucía, encontré paz. ¿Miguel? Víctor le regaló un apartamento, pero sigue con mis padres, alquilándolo y malgastando el dinero. No trabaja, vive frente al televisor. Una Nochevieja, en casa de mis padres, oí a su nueva novia, Marina, hablar con Lucía en la cocina:

—Qué suerte tiene Esteban —decía—. Trabajador, responsable. ¿Por qué Miguel no es así? Le pido independizarse, pero se aferra a tu suegra. El alquiler le da dinero, pero no madura.

—Sí —sonrió Lucía—. Déjalo, no te conviene. Nunca será un hombre de verdad.

Me quedé quieto. Miguel cambiaba de novias, pero mamá las echaba —ninguna era digna de su «niño de oro»—. Él no luchaba, anclado en su pereza. Entonces lo entendí: ya no le envidio. Lo que anhelé —ser él— era vacío. La vida me dio pruebas, pero también recompensas: una familia, una esposa que me ama, una hija, una casa que levanté con mis manos. Hoy me enorgullezco. Mi vida es mi victoria, sudada y auténtica.

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Siempre soñé con ser como mi hermano, pero todo cambió pronto