Siempre seré tu hijo, mamá: la carta que no pude evitar escribir.

Todavía soy tu hijo, mamá: la carta que no pude evitar escribir

Mamá, seguro que a veces te sientas sola en la cocina, repasando aquellas postales navideñas donde todos celebraban mi llegada. Donde sonríen personas que ya no están. Guardas mi primera mantita, el primer diente de leche, un mechón de pelo rubio, como si quisieras atrapar el tiempo en que cabía en tus brazos. Ningún álbum devuelve lo perdido. Y aún así lo conservas todo como reliquias. Porque soy tu hijo.

He crecido. Soy un hombre adulto. Tengo treinta y tantos, un piso en Madrid, hipoteca y responsabilidades que llenarían tres vidas. Pero escucha, mamá: sigo siendo tuyo. El mismo niño que volvía a casa con las rodillas raspadas, un suspenso en matemáticas y el alma hecha trizas. Nunca preguntaste por qué, solo me abrazabas. Sabía que quizá al día siguiente me regañarías, pero esa noche solo existía el amor sin condiciones.

Ojalá supieras que sigo siendo ese crío. Ahora llevo corbata, pago facturas y llamo menos de lo debido. No por olvido, sino por vergüenza de mostrarme cansado, débil, humano. Cuando el peso aprieta, cierro los ojos y vuelvo a nuestro salón con olor a tortilla y tu voz diciendo: «Lo importante es que estés aquí. Lo demás espera».

¿Recuerdas aquel abrigo de cuadros marrones que me compraste en sexto de primaria? Era dos tallas grande y te emocionaste cuando al fin me quedaba bien. Yo armé un drama porque creía parecer un payaso. Hoy tengo uno casi igual, de Loewe, seleccionado por un estilista. Cuesta probablemente lo que todo el mobiliario de aquella época. Pero bajo la lana cara, sigo siendo tu chiquillo.

Guardo nuestra infancia como cimiento, mamá. No son solo recuerdos: son mi identidad. Tú eres la única testigo de mis noches con fiebre, mi miedo a la oscuridad, cómo me escondí bajo la mesa cuando murió Canela. Viviste cada instante a mi lado. Por eso jamás dejaré de ser tu hijo.

A veces el mundo me agota. Exigen que sea impecable: mejor profesional, mejor marido, mejor padre. Solo hay un lugar donde puedo derrumbarme sin máscaras. Tu salón. Donde no juzgas, solo sirves manzanilla, apoyas la mano en mi hombro y murmuras: «Descansa». Ahí sigo siendo simplemente… tuyo.

Nada es seguro en esta vida, mamá. Socios que traicionan, amigos que se marchan, hijos que crecen demasiado rápido. Tú eres mi roca, los cimientos de granito bajo mi frágil edificio. Jamás dudé de tu amor, ni siquiera cuando grité, golpeé puertas o me encerré en silencio.

Tu cariño no es contrato ni promesa. Es faro en la tormenta. Sobrevivió a mis errores, a mis rabietas, a los años. Es mi herencia más valiosa.

Amo a una mujer, mamá. Se llama Lucía. Al principio no la entendías, preguntabas: «¿Qué os une?». Te diré algo: guarda los dibujos de los niños en una caja de galletas, anota sus ocurrencias en un cuaderno, nos envuelve en su calor. Como tú, espera a nuestros hijos tal cual son: heridos, imperfectos, suyos.

Al mirarla, temo menos el futuro. Al recordarte, temo menos quién soy. Porque crecí amado, y ahora transmito ese amor. En eso radica todo.

Gracias, mamá. Por cada calcetín remendado, cada noche en vela, cada «no pasa nada, saldremos adelante». Por hacer que, contra todo pronóstico… siga siendo tu hijo. Siempre lo seré.

Rate article
MagistrUm
Siempre seré tu hijo, mamá: la carta que no pude evitar escribir.