Siempre serás mi madre

—Mamá, ¿tú también querías ser pintora alguna vez?

Lucía estaba sentada en la mesa de la cocina, sujetando un pincel fino. En la hoja de acuarela bajo su mano nacía una rama de lilas temblorosa pero llena de ternura: los trazos morados vibraban como si tuvieran miedo de deshacerse.

—Sí, quería —sonrió Natalia, de pie frente a la cocina—. Pero tenía nueve años y decidí que sería mejor ser médica para salvar vidas.

—¿Y luego cambiaste de opinión?

Natalia estiró la mano hacia la tetera, evitando su mirada. Siempre le costaban estas conversaciones. Había demasiado detrás: sueños viejos, esperanzas perdidas, decisiones tomadas con la cabeza y no con el corazón.

—Sí. La vida dio ese g iro.

Cuando Natalia adoptó a Lucía, tenía treinta y tres años. Para entonces, ya había pasado por mucho: un diagnóstico de infertilidad, un divorcio que dejó un vacío en su alma y los eternos consejos de la gente: “resígnate”, “intenta otra vez”, “adopta un niño”. No quería hacerlo. No por egoísmo, sino por miedo: ¿tendría la fuerza? ¿Tendría amor suficiente? Pero un día, en el orfanato, vio a Lucía: una niña delgada con trenzas, sentada en un rincón, dibujando flores con un lápiz. Lucía levantó la mirada, y en sus ojos había una tristeza tan adulta que Natalia sintió un pinchazo en el pecho. Un año después, Lucía la llamó “mamá”.

Ahora Lucía tenía diez años. Estudiaba en un colegio normal donde Natalia daba clases de literatura. Sus compañeros y los padres la respetaban: “la profesora que adoptó a una niña del orfanato”. Pero Natalia no buscaba elogios. Solo quería darle a Lucía una vida donde nadie le recordara su pasado.

—Natalia, si quiere que Lucía ingrese en nuestro colegio, debe rellenar un formulario. Y traer copias de los documentos, incluida la partida de nacimiento —dijo la secretaria del exclusivo instituto, mirándola con firmeza pero sin malicia. Sus gafas brillaban bajo la luz.

—Por supuesto —asintió Natalia, conteniendo la emoción—. Todo estará listo.

Lo tenía todo preparado. El nuevo apellido de Lucía, el suyo, estaba escrito en los papeles sin rastro de adopción. No era un secreto, pero Natalia no quería que el pasado de Lucía fuese motivo de preguntas o lástima. Sabía cómo los niños pueden ser crueles, cómo una palabra puede doler más de lo que parece.

Esa tarde hicieron un pastel de manzana. Lucía pelaba las manzanas con la concentración de una artista: tiras finas de piel caían en el bol mientras espolvoreaba azúcar con cuidado, como si temiera romper un orden invisible.

—Mamá, ¿en ese colegio nuevo hay clases de arte?

—Sí. Muy buenas. También teatro y piscina.

—¿Y si no me aceptan?

Natalia la miró. Lucía no levantaba la vista, pero sus dedos se detuvieron sobre el bol.

—Te aceptarán, cariño. Haremos lo necesario.

El teléfono sonó un sábado por la mañana. Natalia salió al patio para contestar; en el piso, el sonido parecía demasiado fuerte. La voz al otro lado era femenina, apagada, como si atravesara los años.

—¿Eres Natalia? Yo… soy la madre de Lucía.

El mundo se detuvo un segundo. Natalia se aferró a la barandilla del porche. Notó todo: una mota de polvo en su abrigo, una grieta en el asfalto, su propia respiración, que se volvió más pesada.

—¿Qué quiere?

—No… no pido nada. Solo quería saber de ella. ¿Puedo… verla?

—No te recuerda —respondió Natalia, más dura de lo que sentía—. Tiene una vida nueva. No la arruines.

—Lo entiendo. Perdón.

El tono de llamada.

Al volver al piso, Natalia no notó al principio que Lucía estaba al pie de la escalera. La niña no decía nada, pero sus ojos estaban alerta, como los de un gatito que escucha un ruido extraño.

—¿Quién era?

—Se equivocaron de número —mintió Natalia, sintiendo la mentira atascarse en su garganta—. Vamos, el desayuno está listo.

Días después, llamaron a Natalia al colegio. Lucía se había peleado con un compañero —algo que no era propio de ella. Natalia estaba en la sala de profesores frente a la tutora mientras Lucía esperaba en el pasillo.

—Le pegó a un niño —dijo la profesora, ajustándose las gafas—. Dice que la insultó.

—¿Cómo? —Natalia apretó el bolso.

—Ella misma lo explicará. Pero, Natalia, ya sabe… a veces los niños repiten lo que oyen en casa.

Lucía estaba sentada en una silla del pasillo, mirando al suelo. Cuando Natalia se acercó, la niña levantó la cabeza y susurró:

—Dijo que no tengo una familia de verdad. Que no soy de su nivel. Y… que tú no eres mi madre.

—¡¿Quién le dijo eso?!

—No lo sé. Pero lo sabía.

Esa noche Natalia no durmió. Miraba al techo en la oscuridad y, por primera vez, sintió que su mentira era como una grieta en el cristal: casi invisible, pero un soplo bastaría para romperlo. Recordó cuando Lucía la llamó “mamá” por primera vez, cuando aprendieron a montar en bici juntas, las noches en que Lucía lloraba hasta acostumbrarse a su nueva casa. Quería protegerla del dolor, pero la verdad parecía más fuerte.

Al día siguiente, llamó aquella mujer. Se llamaba Elena. Pedió verse. Natalia dudó, pero algo —quizá el cansancio de mentir, quizá la intuición— la hizo aceptar.

—Venga. Pero sin dramas. Y Lucía no se entera.

Se encontraron en el parque, junto a una vieja hilera de tilos. Elena era más joven de lo que Natalia esperaba —unos treinta años, con ojos cansados y hombros caídos. Sus manos no dejaban de toquetear el borde de su bufanda.

—Sé que no tengo derecho… Pero en aquel momento estaba sola. Y asustada. Nadie me dijo que había otra opción. Pasé tres años en un centro de ayuda. He cambiado. Trabajo, no bebo, no fumo. Tengo un hogar. Pero… la sueño. A menudo. Y pensé que, tal vez, solo una vez… verla desde lejos.

—¿Y luego qué? ¿Decirle “hola, te abandoné, pero ahora quiero abrazos”? —las palabras salieron solas, aunque Natalia no quería ser cruel.

—No. Solo verla. Nada más.

Natalia guardó silencio. Miró a Elena y no vio a una enemiga, sino a una mujer que, como ella, cargaba con el pasado. Entonces, sin saber por qué, dijo:

—Mañana. A las cuatro. En el banco cerca del colegio. Iremos con ella. Pero no se acerque. No hable. Solo… mire.

Elena asintió como una niña culpable, y Natalia sintió lástima de repente.

Volvían a casa cuando Lucía se detuvo y preguntó:

—Mamá, ¿es cierto que tuve otra madre? ¿Una de verdad?

Natalia se quedó quieta. El corazón le latía fuerte, pero se obligó a sentarse en un banco junto al portal.

—Cariño… no quise engañarte. Solo pensé que eras demasiado pequeña.

—No estoy enfadada. Pero necesito saber. Porque a veces los niños dicen cosas raras. Y no sé si son verdad.

—¿Quieres que te lo cuente todo?

—Sí.

Pasaron los años, y aunque aquel encuentro quedó atrás, las tres supieron, cada una a su manera, que el amor no es una posesión, sino un regalo que se construye día a día.

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Siempre serás mi madre