Siempre serás mi madre

—Mamá, ¿tú también querías ser pintora de pequeña?

Lucía estaba sentada en la mesa de la cocina, agarrando un pincel fino. Sobre el papel de acuarela, bajo su mano, nacía una rama de lilas insegura pero conmovedora —los trazos morados temblaban, como si tuvieran miedo de deshacerse.

—Sí, quería —sonrió Ana, mientras removía una olla en el fogón—. Pero tenía nueve años y decidí que sería mejor ser médica, para salvar vidas.

—¿Y luego cambiaste de idea?

Ana alcanzó la tetera, evitando su mirada. Siempre le costaban estas conversaciones. Detrás de ellas había demasiado: sueños viejos, esperanzas perdidas, decisiones tomadas con la cabeza y no con el corazón.

—Sí. La vida dio ese giro.

Cuando Ana adoptó a Lucía, tenía treinta y tres años. Para entonces, ya había pasado por mucho: un diagnóstico de infertilidad, un divorcio que dejó un vacío en su alma y los consejos interminables de conocidos —«resígnate», «inténtalo otra vez», «adopta». No quería hacerlo. No por egoísmo, sino por miedo: ¿tendría suficientes fuerzas? ¿Suficiente amor? Pero un día, en el orfanato, vio a Lucía —una niña delgada con trenzas, sentada en un rincón, dibujando flores con un lápiz. Lucía levantó la mirada, y en sus ojos había tanta melancolía adulta que Ana sintió un pinchazo en el pecho. Un año después, Lucía la llamó mamá.

Ahora Lucía tenía diez años. Estudiaba en un colegio público donde Ana daba clases de literatura. Sus compañeras y los padres la respetaban —«esa profesora que adoptó a una niña del orfanato»—. Pero Ana no buscaba elogios. Su único deseo era darle a Lucía una vida donde nadie le recordara su pasado.

—Ana Martínez, si quiere que Lucía ingrese en nuestro colegio, debe rellenar este formulario. Y traer copias de los documentos. Incluyendo la partida de nacimiento —dijo la secretaria del exclusivo instituto con severidad, pero sin malicia. Sus gafas brillaban bajo la luz de la lámpara.

—Por supuesto —asintió Ana, conteniendo el nerviosismo—. Lo prepararemos todo.

Lo había preparado con antelación. El nuevo apellido de Lucía —el suyo— estaba escrito en los papeles con pulcritud, sin rastro de adopción. No era un secreto, pero Ana no quería que el pasado de Lucía fuera motivo de preguntas o lástima. Sabía lo crueles que pueden ser los niños, cómo una palabra puede doler más de lo que parece.

Por la tarde, hicieron un pastel de manzana. Lucía pelaba las frutas con la concentración de una artista: tiras finas de cáscara caían en el bol mientras espolvoreaba el azúcar con cuidado, como si temiera romper un orden invisible.

—Mamá, ¿en ese colegio nuevo hay clases de pintura?

—Sí. Muy buenas. También hay teatro y piscina.

—¿Y si no me aceptan?

Ana la miró. Lucía no levantó la vista, pero sus dedos se detuvieron sobre el bol.

—Te aceptarán, cariño. Haremos lo necesario.

El teléfono sonó un sábado por la mañana. Ana salió al patio para responder —dentro de casa, el sonido parecía demasiado fuerte. La voz al otro lado era femenina, apagada, como si atravesara años de distancia.

—¿Eres Ana? Yo… soy la madre de Lucía.

El mundo se encogió por un segundo. Ana se aferró a la barandilla. Notó todo: una mota de polvo en su abrigo, una grieta en el asfalto, su propia respiración, que se había vuelto pesada.

—¿Qué quieres?

—No… no pido nada. Solo quería saber cómo está. ¿Puedo… verla aunque sea?

—No te recuerda —dijo Ana con más dureza de la que sentía—. Tiene una vida nueva. No la arruines.

—Lo entiendo. Perdón.

Silencio.

Ana regresó al piso, pero no notó de inmediato que Lucía estaba al pie de las escaleras. La niña callaba, pero sus ojos estaban alerta, como los de un gatito que escucha un ruido ajeno.

—¿Quién era?

—Se equivocaron de número —mintió Ana, sintiendo cómo la mentira le raspaba la garganta—. Ven, el desayuno está listo.

Días después, llamaron a Ana al colegio. Lucía se había peleado con un compañero —algo que no era propio de ella. Ana estaba en la sala de profesores frente a la tutora mientras Lucía esperaba en el pasillo.

—Le pegó a un niño —dijo la maestra, ajustándose las gafas—. Dice que la insultó.

—¿Cómo? —Ana apretó el bolso.

—Lucía lo explicará. Pero, Ana Martínez, comprenderá… a veces los niños repiten lo que oyen en casa.

Lucía estaba sentada en una silla del pasillo, mirando al suelo. Cuando Ana se acercó, la niña levantó la cabeza y susurró:

—Dijo que no tengo una familia de verdad. Que no estoy a su nivel. Y también… que tú no eres mi madre.

—¿Quién le dijo eso?

—No lo sé. Pero lo sabía.

Ana no durmió esa noche. Yació en la oscuridad, mirando al techo, y por primera vez sintió que su mentira era como una grieta fina en un cristal. Casi invisible, pero con solo un soplo, todo se rompería. Recordó cuando Lucía la llamó mamá por primera vez, cuando aprendieron a montar en bici juntas, las noches en que Lucía lloró hasta acostumbrarse a su nuevo hogar. Quería protegerla del dolor, pero la verdad parecía más fuerte.

Al día siguiente, aquella mujer llamó al colegio. Se llamaba María. Pedía verse. Ana dudó, pero algo —quizá el cansancio de mentir, quizá la intuición— la hizo aceptar.

—Venga. Sin dramas. Y no le digas nada a Lucía.

Se encontraron en un parque, bajo una hilera de tilos. María era más joven de lo que Ana esperaba —unos treinta años, con ojos cansados y hombros caídos. Sus manos no dejaban de juguetear con el borde de su bufanda.

—Sé que no tengo derecho… Pero entonces estaba sola. Y tenía miedo. Nadie me dijo que había otra opción. Estuve tres años en un centro de ayuda. He cambiado. Trabajo, no bebo, no fumo. Tengo un hogar. Pero… sueño con ella. A menudo. Pensé que quizá, aunque fuera de lejos… verla.

—¿Y luego qué? ¿Decirle «hola, te abandoné, pero ahora quiero abrazos»? —Ana no quiso ser cruel, pero las palabras salieron solas.

—No. Solo verla. Nada más.

Ana calló. Miró a María y no vio una enemiga, sino a una mujer que, como ella, cargaba con el peso del pasado. Entonces, sin saber por qué, dijo:

—Mañana. A las cuatro. En el banco cerca del colegio. Iré con ella. Pero no te acerques. No hables. Solo… mírala.

María asintió como una niña avergonzada, y Ana, de pronto, sintió lástima por ella.

Volvían a casa cuando Lucía se detuvo y preguntó:

—Mamá, ¿es verdad que tuve otra madre? ¿Una de verdad?

Ana se quedó inmóvil. Su corazón latía con fuerza, pero se obligó a sentarse en un banco frente al portal.

—Cariño… no quise engañarte. Es solo que… pensé que eras muy pequeña.

—No me enfado. Pero quería saber. Porque a veces los niños dicen cosas raras. Y yo no sé si son verdad.

—¿Quieres que te lo cuente todo?

—Sí.

EstAl día siguiente, mientras la brisa otoñal meciía las hojas de los tilos, las tres mujeres se encontraron en silencio, unidas por un amor que había superado el tiempo y el dolor, y Lucía, entre ellas, sonrió como solo puede hacerlo quien sabe que tiene dos madres que la aman.

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Siempre serás mi madre