Siempre serás mi madre.

**Diario Personal**

—Mamá, ¿tú también querías ser pintora de pequeña?

Lucía estaba sentada a la mesa de la cocina, agarrando un pincel fino. Sobre el papel de acuarela nacía una rama de lilas, temblorosa pero llena de ternura. Los trazos morados parecían asustarse de desdibujarse.

—Sí —sonrió Marta, junto a la cocina—. Pero a los nueve años decidí que sería mejor ser médica, para salvar vidas.

—¿Y después cambiaste de idea?

Marta alcanzó la tetera, desviando la mirada. Siempre le costaban estas conversaciones. Tras ellas se escondían sueños viejos, esperanzas rotas, decisiones tomadas con la cabeza y no con el corazón.

—Sí. La vida dio ese giro.

Cuando Marta adoptó a Lucía, tenía treinta y tres años. Para entonces, ya había pasado por mucho: el diagnóstico de infertilidad, un divorcio que dejó un vacío en su alma, y los consejos de todos— «resígnate», «inténtalo otra vez», «adopta». No quería adoptar. No por egoísmo, sino por miedo: ¿tendría fuerzas? ¿bastante amor? Pero un día, en el orfanato, vio a Lucía: una niña delgada con trenzas, sentada en un rincón, dibujando flores con un lápiz. Lucía levantó la mirada, y en sus ojos había tanta pena adulta que Marta sintió un pinchazo en el pecho. Un año después, Lucía la llamó «mamá».

Ahora Lucía tenía diez años. Iba a un colegio normal, donde Marta daba clases de literatura. Sus compañeras y los padres la admiraban— «la profesora que adoptó a una niña del orfanato». Pero Marta no buscaba halagos. Solo quería darle a Lucía una vida donde el pasado no se interpusiera.

—Marta López, si quiere que Lucía ingrese en nuestro colegio, deberá rellenar un formulario. Y aportar copias de los documentos. Incluyendo la partida de nacimiento —dijo la secretaria del colegio privado, con gesto serio pero no cruel—. Sus gafas reflejaban la luz del flexo.

—Por supuesto —asintió Marta, conteniendo el nerviosismo—. Lo tendré todo listo.

Lo había preparado con antelación. El nuevo apellido de Lucía—el suyo—estaba escrito con pulcritud, sin rastro de adopción. No era un secreto, pero no quería que el pasado de Lucía generara preguntas ni lástima. Sabía lo crueles que podían ser los niños, cómo una palabra podía doler más de lo imaginable.

Por la noche, hicieron un pastel de manzana. Lucía pelaba las frutas con la concentración de una artista: tiras finas de piel caían en el bol, y el azúcar lo espolvoreaba con cuidado, como temiendo romper un orden invisible.

—Mamá, ¿en el nuevo colegio hay clases de pintura?

—Sí. Muy buenas. Y teatro. Y piscina.

—¿Y si no me aceptan?

Marta miró a su hija. Lucía no alzó la vista, pero sus dedos se detuvieron sobre el bol.

—Te aceptarán, cariño. Haremos lo necesario.

La llamada llegó un sábado por la mañana. Marta salió al patio para responder—dentro, el sonido le parecía demasiado fuerte. La voz al otro lado era femenina, apagada, como si llegara desde otro tiempo.

—¿Es usted Marta? Yo… soy la madre de Lucía.

El mundo se encogió por un instante. Marta se agarró a la barandilla. Lo notó todo: una mota de polvo en su abrigo, una grieta en el asfalto, su propia respiración, que se hizo más pesada.

—¿Qué quiere?

—Yo… no vengo a pedir nada. Solo quería saber de ella. ¿Puedo… verla aunque sea un momento?

—No te recuerda —dijo Marta, más fría de lo que sentía—. Tiene una vida nueva. Por favor, no la arruines.

—Lo entiendo. Perdón.

Silencio.

Marta volvió al piso, pero no notó que Lucía estaba al pie de las escaleras. La niña callaba, pero sus ojos estaban alerta, como los de un gatito que escucha un ruido extraño.

—¿Quién era?

—Se equivocaron de número —mintió Marta, sintiendo la mentira atascarse en su garganta—. Vamos, el desayuno está listo.

Días después, la llamaron del colegio. Lucía se había peleado con un compañero—algo fuera de lo normal. Marta estaba en la sala de profesores frente a la tutora, mientras Lucía esperaba en el pasillo.

—Le ha pegado a un niño —dijo la profesora, ajustándose las gafas—. Dice que la insultó.

—¿Cómo? —Marta apretó el bolso.

—Ella lo explicará. Pero Marta López, comprenda… los niños a veces repiten lo que oyen en casa.

Lucía estaba sentada en una silla del pasillo, mirando al suelo. Cuando Marta se acercó, la niña levantó la cabeza y susurró:

—Dijo que no tengo familia de verdad. Que no estoy a su altura. Y también… que tú no eres mi madre.

—¿Quién le dijo eso?

—No lo sé. Pero lo sabía.

Esa noche, Marta no durmió. Yacía en la oscuridad, mirando al techo, y por primera vez sintió que su mentira era como una grieta en un cristal: casi invisible, pero un soplo la partiría en dos. Recordó cuando Lucía la llamó «mamá» por primera vez, cuando aprendieron a andar en bici juntas, las noches en que Lucía lloró hasta acostumbrarse a su nuevo hogar. Quería protegerla del dolor, pero la verdad parecía más fuerte.

Al día siguiente, esa mujer llamó al colegio. Se llamaba Ana. Pedía verse. Marta dudó, pero algo—quizá el cansancio de mentir, quizá la intuición—la hizo aceptar.

—Venga. Sin dramas. Y no le digas nada a Lucía.

Se encontraron en el parque, bajo una arboleda de tilos. Ana era más joven de lo esperado—unos treinta años, con ojos cansados y hombros caídos. Sus manos no dejaban de frotar el borde de su bufanda.

—Sé que no tengo derecho… Pero entonces estaba sola. Y asustada. Nadie me dijo que había otra opción. Pasé tres años en un centro de ayuda. He cambiado. Trabajo, no bebo, no fumo. Tengo casa. Pero… sueño con ella. A menudo. Y pensé que quizá, solo una vez… verla desde lejos.

—¿Y luego qué? ¿Decirle: «Hola, te abandoné, pero ahora quiero abrazos»? —Las palabras salieron solas, aunque Marta no quería ser dura.

—No. Solo verla. Nada más.

Marta calló. Miró a Ana y no vio una enemiga, sino otra mujer cargando con su pasado. Entonces, sin saber por qué, dijo:

—Mañana. A las cuatro. En el banco cerca del colegio. Iré con ella. Pero no te acerques. No le hables. Solo… mírala.

Ana asintió como una niña avergonzada, y Marta sintió lástima.

Volvían a casa cuando Lucía se detuvo y preguntó:

—Mamá, ¿es verdad que tuve otra madre? ¿De sangre?

Marta se paralizó. El corazón le latió fuerte, pero se obligó a sentarse en un banco.

—Cariño… no quería engañarte. Pensé que eras demasiado pequeña.

—No estoy enfadada. Pero necesito saber. Porque a veces los niños dicen cosas raras. Y yo no sé si es verdad.

—¿Quieres que te lo cuente todo?

—Sí.

Estuvieron mucho tiempo en el banco. Marta habló—sin acusar, sin drama. Le contó cómo llegó Lucía a su vida, cómo su madreAl día siguiente, mientras el sol se ponía sobre Madrid, Lucía extendió su mano hacia Marta y sonrió—no había necesidad de palabras, porque el amor, al fin, siempre encuentra su propio lenguaje.

Rate article
MagistrUm
Siempre serás mi madre.