—Mamá, al final eres mi madre de verdad.
—Mamá, ¿tú también querías ser pintora alguna vez?
Elena estaba sentada a la mesa de la cocina, apretando un pincel fino entre sus dedos. Bajo su mano, sobre el papel de acuarela, nacía una rama de lila temblorosa pero llena de ternura. Los trazos malva vibraban, como si temieran deshacerse.
—Lo quise —sonrió Isabel, junto a la estufa—. Pero tenía nueve años y decidí que sería mejor ser médica, para salvar vidas.
—¿Y luego cambiaste de idea?
Isabel alcanzó la tetera, evitando su mirada. Siempre temía estas conversaciones. Detrás de ellas se escondían demasiadas cosas: sueños viejos, esperanzas rotas, decisiones tomadas con la cabeza y no con el corazón.
—Sí. La vida dio ese giro.
Cuando adoptó a Elena, Isabel tenía treinta y tres años. Para entonces, ya había pasado por mucho: el diagnóstico de infertilidad, un divorcio que dejó un vacío en su alma y los eternos consejos de los demás—”resígnate”, “inténtalo otra vez”, “adopta un niño”. No quería adoptar. No por egoísmo, sino por miedo: ¿tendría suficiente fuerza? ¿Suficiente amor? Pero un día, en el orfanato, vio a Elena: una niña delgada, con trenzas, sentada en un rincón, dibujando flores con un lápiz. Cuando la niña levantó la mirada, sus ojos tenían una tristeza tan adulta que Isabel sintió un pinchazo en el pecho. Un año después, Elena la llamó “mamá”.
Ahora Elena tenía diez. Estudiaba en una escuela normal, donde Isabel daba clases de literatura. Sus colegas y los padres la respetaban—”esa profesora que adoptó a la niña del orfanato”. Pero Isabel no buscaba elogios. Solo quería darle a Elena una vida donde nadie le recordara su pasado.
—Isabel Martínez, si quiere que Elena ingrese en nuestra escuela, deberá rellenar un formulario. Y aportar copias de los documentos. Incluyendo la partida de nacimiento. —La mujer de la recepción del colegio privado la miró con severidad, pero sin malicia. Sus gafas brillaban bajo la luz.
—Claro —asintió Isabel, conteniendo el nerviosismo—. Lo prepararemos todo.
Lo había preparado todo con antelación. El nuevo apellido de Elena—el suyo—estaba escrito con pulcritud en los papeles, sin rastro de adopción. No era un secreto, pero Isabel no quería que el pasado de su hija fuera motivo de preguntas o lástima. Sabía lo crueles que pueden ser los niños, cómo una sola palabra duele más de lo que parece.
Esa tarde hicieron un pastel de manzana. Elena pelaba las frutas con la concentración de un artista: tiras finas de piel caían en el bol, y el azúcar lo espolvoreaba con cuidado, como si temiera romper un orden invisible.
—Mamá, ¿en esa nueva escuela hay clases de arte?
—Sí. Muy buenas. Y teatro. Y piscina.
—¿Y si no me aceptan?
Isabel miró a su hija. Elena no levantó la vista, pero sus dedos se detuvieron sobre el bol.
—Te aceptarán, cariño. Haremos lo necesario.
La llamada llegó un sábado por la mañana. Isabel salió al patio para responder—dentro, el sonido le parecía demasiado fuerte. La voz al otro lado era de mujer, apagada, como si atravesara los años.
—¿Eres Isabel? Soy… la madre de Elena.
El mundo se detuvo por un instante. Isabel se aferró a la barandilla. Lo notó todo: una mota de polvo en su abrigo, una grieta en el asfalto, su propia respiración, que de repente pesaba más.
—¿Qué quiere?
—No… no pido nada. Solo quería saber de ella. ¿Puedo… verla algún día?
—No te recuerda —dijo Isabel con más dureza de la que sentía—. Tiene una vida nueva. No la arruines.
—Lo entiendo. Perdón.
Silencio.
Al volver al piso, no advirtió al principio que Elena estaba al pie de las escaleras. La niña callaba, pero sus ojos estaban alerta, como los de un gatito que escucha un ruido extraño.
—¿Quién era?
—Se equivocaron de número —mintió Isabel, sintiendo la mentira atascarse en su garganta—. Vamos, el desayuno está listo.
Días después, la llamaron del colegio. Elena se había peleado con un compañero—algo inusual en ella. Isabel estaba en la sala de profesores frente a la tutora, mientras Elena esperaba en el pasillo.
—Le dio un golpe a un niño —dijo la maestra, ajustándose las gafas—. Dice que él la insultó.
—¿Cómo? —Isabel apretó el bolso.
—Elena lo explicará. Pero, Isabel, comprenderá… a veces los niños repiten lo que oyen en casa.
Elena estaba sentada en una silla, mirando al suelo. Cuando Isabel se acercó, la niña alzó la cara y susurró:
—Dijo que no tengo una familia de verdad. Que no soy de su nivel. Y también… que tú no eres mi mamá.
—¡¿Quién le dijo eso?!
—No sé. Pero lo sabía.
Esa noche, Isabel no durmió. Yacía en la oscuridad, mirando al techo, y por primera vez sintió que su mentira era como una grieta en un cristal: casi invisible, pero con solo un soplo, todo se rompería. Recordó cuando Elena la llamó “mamá” por primera vez, cuando aprendieron a montar en bicicleta juntas, las noches en que la niña lloraba hasta acostumbrarse a su nuevo hogar. Quería protegerla del dolor, pero la verdad parecía más fuerte.
Al día siguiente, aquella mujer llamó de nuevo. Se llamaba Lucía. Quedaron en verse. Isabel dudó, pero algo—quizá el cansancio de mentir, quizá la intuición—la hizo aceptar.
—Venga. Sin dramas. Y a Elena no le digas nada.
Se encontraron en el parque, bajo unaSe abrazaron en silencio bajo el susurro de las hojas, y al día siguiente, mientras amasaban juntas la masa del pastel, Isabel supo que ninguna grieta podría romper lo que el amor había unido.