Crecí en un pequeño pueblo en Andalucía, en una casa humilde donde todo giraba en torno a mi madre, Rosa. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía apenas unos meses. Nunca supe nada de él. Para mí, la única familia que existía era mi madre.
Desde que tengo memoria, la vi sacrificarse por mí. Se levantaba antes del amanecer para limpiar casas y oficinas, y cuando terminaba, se iba a trabajar en un pequeño restaurante, fregando platos y sirviendo mesas hasta la medianoche. Volvía a casa agotada, con los pies hinchados y las manos ásperas de tanto trabajar.
A veces, en las noches más frías, cuando creía que yo dormía, la escuchaba llorar en la cocina. Sabía que no quería preocuparme, pero yo entendía todo. Entendía que estaba cansada, que vivíamos al límite, que muchas veces fingía que no tenía hambre para que yo pudiera comer.
Crecí con una promesa grabada en mi corazón: el día que pudiera ganar mi propio dinero, ella nunca volvería a pasar necesidades.
Por eso, desde mi primer sueldo, le enviaba dinero todos los meses. Al principio era poco, pero a medida que fui mejorando en mi trabajo, aumenté la cantidad. Con el tiempo, llegué a darle la mitad de mi salario. No porque ella me lo pidiera, sino porque sentía que era mi deber.
Durante años, nadie cuestionó esta decisión. Vivía solo, mis ingresos me alcanzaban para vivir bien y ayudar a mi madre era lo más natural para mí.
Pero entonces llegó Elena.
Un nuevo amor, una nueva vida y un problema que no esperaba
Elena era una mujer increíble. Fuerte, independiente, hermosa. Trabajaba como abogada en Sevilla y tenía un pequeño apartamento en el centro. Me enamoré de ella profundamente, con la certeza de que era la persona con la que quería compartir mi vida.
Después de dos años juntos, nos casamos y me mudé con ella. Pensé que era el inicio de un capítulo perfecto.
Pero había algo de lo que nunca habíamos hablado en detalle: el dinero.
Elena sabía que ayudaba a mi madre, pero nunca me preguntó cuánto. Creí que lo entendía, que lo aceptaba.
Hasta que un día, la verdad salió a la luz.
La primera gran discusión – “Esto tiene que terminar”
Una noche, después de cenar, Elena se sentó conmigo con una libreta y una calculadora.
– Necesitamos hablar de nuestras finanzas – dijo con seriedad.
Me pareció razonable. Al fin y al cabo, estábamos casados y teníamos que organizar nuestros gastos.
Comenzó a enumerar nuestras obligaciones: el alquiler, los servicios, la comida, el ahorro para la casa, los planes de futuro.
Entonces, me miró fijamente y preguntó:
– ¿Cuánto dinero le envías a tu madre cada mes?
– La mitad de mi salario – respondí sin dudarlo.
El silencio se hizo denso.
– ¿Perdón?
– Le envío la mitad de lo que gano.
Elena dejó la libreta sobre la mesa y cruzó los brazos.
– No puedes seguir haciendo eso.
Sentí que el estómago se me cerraba.
– ¿Por qué no?
Ella suspiró, como si le costara explicarme algo que para ella era obvio.
– Porque ahora tienes una familia. No puedes seguir manteniendo a tu madre como si fuera una niña. Algún día tendremos hijos, necesitamos pensar en nuestro futuro.
Me hervía la sangre.
– ¡Es mi madre! Se sacrificó toda su vida por mí. No la voy a dejar sin nada ahora que es mayor.
Elena negó con la cabeza.
– Puede vender su casa y mudarse a un sitio más pequeño. O buscar un trabajo.
Me quedé helado.
– ¡Tiene 70 años! Trabajó hasta que su cuerpo no pudo más. ¿Ahora quieres que se deshaga de su hogar y busque empleo?
Pero su expresión no cambió.
– No es nuestro problema.
En ese momento entendí que nunca lo aceptaría.
Cuando mi suegra se metió en la conversación, todo empeoró
Días después, Elena le contó todo a su madre.
Durante una comida en casa de mis suegros, la conversación tomó un giro inesperado.
– Miguel – dijo mi suegra, con un tono condescendiente –, ya es hora de que crezcas.
La miré con extrañeza.
– ¿Qué quiere decir?
Colocó su taza de café sobre la mesa y me miró fijamente.
– Tienes esposa. Tal vez pronto hijos. No puedes seguir enviando dinero como si fueras un niño sin responsabilidades.
Apreté los dientes.
– Mi madre es mi responsabilidad.
Suspiró y negó con la cabeza.
– Es adulta. Tiene que aprender a valerse por sí misma.
Busqué la mirada de Elena, esperando que me defendiera. Pero ella se mantuvo en silencio.
Y en ese momento supe que estaba solo en esta lucha.
La decisión que casi destruyó mi matrimonio
No podía darle la espalda a mi madre. Así que busqué una solución: en vez de enviarle la mitad de mi sueldo, solo pagaría sus cuentas y gastos básicos.
Aproximadamente 800 euros al mes.
Cuando Elena lo descubrió, explotó.
– ¡¿Sigues con esto?!
– Sí.
– ¡Esto es una traición!
– ¡Ella es mi madre! – grité.
Elena me miró con frialdad.
– Si no paras…
No terminó la frase.
Pero entendí lo que quería decir.
¿Y ahora qué?
Desde ese día, nada ha sido igual.
Cada vez que envío dinero a mi madre, siento la mirada pesada de Elena. Cada conversación sobre gastos se convierte en una discusión.
Amo a mi esposa. Pero no puedo abandonar a mi madre.
He empezado a trabajar más horas para poder mantener a ambas, pero sé que esto no es una solución a largo plazo.
Y sé que pronto Elena me dará un ultimátum.
Cuando llegue ese momento, ¿qué haré?
Si elijo a mi madre, perderé la familia que estoy construyendo.
Si elijo a Elena, traicionaré a la única persona que siempre ha estado a mi lado.