«Siempre hay tiempo para encontrarle a mi hijo una buena novia», dijo mi suegra. Aquel día entendí que entre nosotras nunca habría verdadera armonía.

—No pasa nada, aún tendré tiempo de encontrarle a mi hijo una mujer decente! —declaró la suegra. Y ese día entendí que entre nosotras nunca iba a haber una verdadera paz.

Cuando Marina se casó con Andrés, estaba segura de que, tarde o temprano, encontraría un entendimiento con su madre. Sí, era una mujer difícil. Sí, le gustaba mandar. Pero el tiempo todo lo cura, pensaba. Además, con Andrés se amaban profundamente, luchaban juntos por un futuro mejor, ahorraban, se esforzaban y se apoyaban mutuamente.

Tres años después de la boda, por fin compraron un piso. Suyo. No heredado, ni alquilado. Aunque fuera con una hipoteca, aunque estuviera vacío, era su hogar. Marina soñaba con elegir los azulejos del baño juntos, con ver a Andrés montando los muebles de la cocina los fines de semana, con tomar café por las tardes en su propio balcón. Los sueños la reconfortaban, pero la reforma les consumía todas las energías. Por eso, apenas notó la ausencia de llamadas y visitas de su suegra. Hasta pensó: “Bueno, por fin las cosas se calman. Quizá me ha aceptado. Quizá ha dejado de entrometerse”. Pero se equivocaba.

Aquel día, Andrés llegó tarde. Ya había anochecido y él no aparecía. Marina empezó a preocuparse. Al fin contestó el teléfono:

—Ahora llego. Tenía que recoger a la hija de una amiga de mi madre. Está sola con el niño y mi madre me lo pidió; no podía decir que no.

Cuando entró en casa, Marina ya hervía de rabia.

—Perdona, ¿desde cuándo eres taxista? ¿O ahora rescatas a todas las mujeres que tu madre te ordene?

Andrés, cansado pero calmado, intentó explicarse. Que aquella mujer le había ayudado años atrás con unos papeles de la universidad. Que acababa de separarse, que estaba sola con el niño, que no tenía a nadie más… Que su madre se lo había pedido…

Marina apretó los puños. Claro, el dolor ajeno no era cosa menor. Pero no precisamente esa noche, cuando habían quedado en elegir el papel pintado para el dormitorio. Ni esa semana, en la que ella cargaba sola con los albañiles, las reuniones con los contratistas y las compras en la ferretería. Aún así, calló. Le creyó. Pensó: “Bueno, será esta vez. Cosas que pasan”.

Dos días después, Ana, su amiga y compañera de trabajo —que coincidía en la misma empresa que su suegra— la llamó.

—Marina, prométeme que no dirás que fui yo —susurró—. Pero escuché una conversación. Tu suegra le contaba a la jefa que su amiga había criado a una hija espectacular. Lista, guapa, con un niño, pero de lo más respetable. Y lo mejor: que Andrés ya había empezado a hablar con ella. ¿Te lo imaginas?

Marina sintió un vacío en el estómago.

—Y eso no es todo —continuó Ana—. Tu suegra dijo claramente: «No pasa nada, aún tendré tiempo de encontrarle a mi hijo una mujer decente». ¡Lo soltó así, delante de la jefa!

De pronto, todo cobró sentido. Por qué esa mujer «no tenía a nadie» que la recogiera. Por qué su marido se había convertido de repente en un buen samaritano por orden de su madre. Todo estaba planeado. Todo era una jugada calculada.

Esa noche, Andrés tampoco estaba en casa. Marina lo llamó, y él contestó con el mismo tono de siempre:

—Sí, otra vez la he llevado… Con el niño lo tiene difícil…

Marina colgó sin decir nada. Las lágrimas asomaban, pero sabía que llorar no servía de nada. Su matrimonio ya no era cosa de dos, sino de tres: ella, él… y su madre. Y su madre había decidido que era hora de «renovar» a la esposa de su hijo por una que cumpliera sus exigencias: sin pasado complicado, sin defectos, y sobre todo, «agradecida y manejable».

¿Por qué la suegra manipulaba a su hijo con tanta facilidad? Marina se hacía esa pregunta cada noche. Quizá porque siempre supo hacerlo sentir culpable. Porque desde pequeño le repetía: «Yo sé lo que te conviene». Y él aprendió a obedecer. Y seguía obedeciendo.

Marina se quedó sentada en silencio mucho tiempo. Solo una pregunta giraba en su cabeza: «¿Y yo? ¿Dónde queda mi respeto? ¿Dónde están los límites? ¿Dónde está el mínimo reconocimiento de que soy su esposa, y no un simple pasajero en su vida?».

Sabía que se avecinaba una conversación difícil. Quizá más de una. Y tal vez tendría que tomar una decisión que marcaría el resto de su vida. Pero algo tenía claro: si no ponía un punto final ahora, viviría en un eterno suspenso. Y esa decisión ya no estaría en sus manos.

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MagistrUm
«Siempre hay tiempo para encontrarle a mi hijo una buena novia», dijo mi suegra. Aquel día entendí que entre nosotras nunca habría verdadera armonía.