—¡Ay, usted nunca está contenta con nada! — le solté a mi suegra, sin poder contenerme. Y al día siguiente, ella se vengó de la manera más ruin.
Me llamo Javier. Ahora vivo en Sevilla, estoy casado por segunda vez y tengo una familia maravillosa con un hijo pequeño. Pero la herida de mi primer matrimonio sigue abierta, porque ahí quedó mi hija. Y no fue por mi voluntad.
Conocí a mi primera esposa, Lucía, en el segundo año de universidad. Nos acercamos rápido, salimos unos meses. Empecé a notar que mis sentimientos se enfriaban, pero justo entonces ella me dijo que estaba embarazada. Éramos muy jóvenes, y supe en ese momento que todo iba mal. Pero no quise esquivar mi responsabilidad: me casé. Sus padres nos regalaron un piso de soltero como regalo de boda, y los míos nos pagaron un viaje a la playa.
A los pocos meses nació nuestra hija, Martina. La amé desde el primer instante. Pero, la verdad, la armonía familiar brillaba por su ausencia. El mayor problema era mi suegra, Carmen. Vivía en el edificio de al lado y prácticamente se mudó a nuestra casa. No paraba de criticar todo: cómo cargaba a la niña, cómo hablaba con mi mujer, cuánto ganaba. Yo aguanté. Mucho tiempo. Por Lucía y por Martina.
Un día llegué del trabajo, agotado, y me encontré otra escena. Carmen, otra vez descontenta. Y entonces estallé:
—¿Hasta cuándo? ¿Por qué nunca está satisfecha con nada? ¡Ni una sonrisa, ni una palabra amable en su vida!
Ella no dijo nada. Solo giró y se fue. Pensé, por fin. Quizá lo pensará. Pero no sabía que al día siguiente me esperaba una pesadilla.
Al llegar a casa, no pude abrir la puerta. La llave no funcionaba. Junto a la entrada estaban mis dos maletas. No lo entendí al principio. Golpeaba la puerta, llamaba, gritaba. Desde dentro, mi suegra contestó:
—Coge tus cosas y lárgate. ¡No volverás a ver a tu mujer ni a tu hija!
Pensé que era una broma. Pero no lo fue. Lucía ni siquiera salió. A la semana, pidió el divorcio. Sin palabras. Sin oportunidad de explicarme. Me quedé sin nada: sin familia, sin respuestas, sin mi niña.
Pasaron los años. Me volví a casar. Mi segunda esposa, Ana, me dio un hijo. Soy feliz, los quiero, valoro cada minuto con ellos. Pero el corazón me duele por Martina. Pago la pensión religiosamente cada mes. Lucía la acepta, pero no me deja ver a mi hija. Ni fotos, ni llamadas, ni un solo encuentro.
¿Por qué? No lo sé. No fui infiel. No la maltraté. Solo dije la verdad a su madre.
Y por eso, me borraron de la vida de mi propia hija.