Siempre estaré contigo, mamá. Una historia en la que se puede creer
La abuela Consuelo no podía esperar a que anocheciera. Su vecina Lucía, una mujer soltera ya cerca de los cincuenta, le había contado algo tan insólito que todo le daba vueltas en la cabeza.
Y como prueba de sus palabras, incluso la había invitado esa tarde, que fuese a su casa, que le enseñaría algo.
Todo empezó durante una conversación sencilla. Lucía había salido por la mañana, camino del mercado, y pasó por casa de la abuela Consuelo:
¿Necesitas que te compre algo, doña Consuelo? Voy al mercado de la esquina que quiero hacer una empanada, y comprar unas cosillas más.
Qué buena mujer eres, Lucía. Siempre atenta y amable. Te recuerdo siendo una chiquilla. Lástima que no hayas tenido suerte, siempre sola, hija mía. Pero te veo animada, nunca te quejas, no como otras.
¿Y para qué voy a quejarme, doña Consuelo? Si yo a un hombre sí que quiero, pero, por ahora, no podemos vivir juntos. Ya te lo contaré. A ti sí. ¿Sabes qué? Además, tengo algo que enseñarte, que no le mostraría a nadie más.
Porque te conozco, y si acaso lo cuentas, da igual nadie lo va a creer, dijo Lucía riendo. Tú dime, ¿qué te compro? Luego, cuando vuelva, tomamos un té y te cuento cómo es mi vida. Seguro te alegras por mí, y dejas de sentir lástima.
La abuela Consuelo no necesitaba realmente nada, pero la curiosidad pudo más, así que le encargó pan y unos caramelos para el té.
La intriga la devoraba: ¿qué podría tener Lucía para contarle?
Cuando Lucía volvió, le trajo el pan y los caramelos, y la abuela Consuelo preparó una tetera con té recién hecho y se sentó a escuchar.
Doña Consuelo, seguro recuerdas lo que me pasó hace veinte años. Ya estaba cerca de los treinta. Salía con un buen hombre, íbamos a casarnos. No le amaba, pero era buena persona y pensé: ¿qué será de mi vida sin familia ni hijos?. Solicitamos los papeles, él se mudó conmigo.
Me quedé embarazada. En el octavo mes, nació una niña. Vivió dos días y se fue. Yo pensé que me ahogaba en el dolor. Me separé de mi marido, ya nada nos unía. Pasaron un par de meses.
Empecé, poco a poco, a volver a la vida. Dejé de llorar.
Y, de repente
Lucía miró a la abuela Consuelo esperanzada:
No sé cómo decírtelo, pero en el dormitorio tenía preparada la cunita de mi hija.
Dicen que es mal agüero comprar cosas antes de que nazca, pero yo no creía en eso. Ya tenía todo, las sábanas puestas, los peluches.
Y esa noche, me despierta un llanto de bebé. Pensé que estaba perdiendo la cabeza, que era por la pena. Pero no, otra vez el llanto. Me acerqué a la cuna y allí estaba una niña pequeña.
La cogí en brazos y casi no podía respirar de alegría. Me miró, cerró los ojos y se durmió.
Y así comenzó: cada noche, mi hija conmigo.
Le compré hasta leche y biberón, aunque comía poco. Lloraba, la abrazaba, y al mirarme sonreía, cerraba los ojos y dormía.
¿Pero cómo puede ser?, la abuela Consuelo estaba hechizada . ¿Eso es posible?
¡Si yo también pensaba que era imposible! Lucía se ruborizó de la emoción.
¿Y qué pasó luego? la abuela Consuelo, poco convencida, se metió un caramelo en la boca y sorbió el té.
Pues así seguimos Lucía sonreía. Mi niña vive en otro mundo, allí tiene madre y padre. Pero no se olvida de mí. Por las noches viene, sólo un rato, casi cada día.
Hasta un día me dijo:
Yo siempre estaré contigo, mamá. Nos une un hilo invisible, que nunca se rompe.
A veces creo que todo esto es un sueño. Pero es que incluso me trae regalos de ese otro mundo. Aunque aquí se deshacen enseguida, como la escarcha en primavera.
¿De verdad? la abuela Consuelo bebía té como si el relato le secara la garganta.
Por eso quiero que vengas, que lo veas. Que me digas que lo que yo veo, de verdad existe.
Yo lo creo, pero
Más tarde, ya de noche, fue la abuela Consuelo a casa de Lucía. Se sentaron en la penumbra, conversando.
Estaban solas. Y ya les entraba sueño cuando de pronto la habitación se llenó de una luz suave. El aire titiló y apareció una joven encantadora:
¡Hola, mamá! He tenido un día maravilloso y quiero compartirlo contigo. Y aquí tienes un regalo y la joven dejó un ramo de flores sobre la mesa.
Hola, señora al ver a la abuela Consuelo, la joven saludó, casi se me olvida que quería conocerme. Soy Jimena
Poco después, la joven se despidió y desapareció como si fuera aire.
La abuela Consuelo seguía atónita, enmudecida, sin encontrar palabras.
Caramba, Lucía. Parece que es verdad.
Menuda muchacha guapa tienes, hija, y tan parecida a ti.
Me alegro por ti, Lucía. Eres más afortunada de lo que imaginabas, ¡quizás más incluso que los demás!
Vivir para ver, nunca lo habría creído si no lo veo con mis ojos. ¡Qué maravilla todo esto!
Gracias, hija.
Como si me hubieras abierto los ojos. El mundo es enorme, la vida sigue en todas partes. Ahora ya no me da miedo la muerte.
Sé feliz, Lucía.
Las flores sobre la mesa se iban volviendo cada vez más pálidas, diluyéndose, hasta desaparecer del todo.
Pero Lucía, al despedir a la abuela Consuelo, sonreía envuelta en sus pensamientos. Mañana sería otro día, fantástico y lleno de promesas. Se encontraría con Álvaro, aquel a quien quería tanto. Y él también la amaba, Lucía lo sentía.
¿Cómo?
Eso no se explica.
Y algún día, los presentaría.
A las dos personas más queridas para ella: Jimena y Álvaro.







