Siempre estarás a mi lado…

**Siempre estarás conmigo…**

María removió los trozos de carne que chisporroteaban en la sartén, tapó el recipiente y escuchó por la ventana abierta el sonido de un motor y el crujir de neumáticos sobre el camino de gravilla. Era Víctor, que había llegado antes de lo esperado, y ella no había tenido tiempo de terminar la cena. Revisó la tarta de manzana en el horno, sacó verduras de la nevera y comenzó a lavarlas.

—¡Mari, ya estoy en casa! —gritó Víctor desde el recibidor—. ¡Qué bien huele! —añadió al entrar en la cocina, aspirando el aroma apetitoso que llenaba el aire.

—¿Tienes hambre? —María cerró el grifo y se volvió hacia su marido—. Llegas temprano hoy. Aún no he terminado de preparar la cena.

—No pasa nada, puedo esperar. ¿Habrá postre para después?

—Sí, estoy haciendo la tarta. ¿Puedes aguantar un poco?

—Claro. —Él se dirigió al salón, mientras María comenzaba a cortar las verduras para la ensalada. No le gustaba hacer dos cosas a la vez, y menos cocinar varios platos al mismo tiempo. Siempre terminaba distrayéndose y quemando algo. Pero aquel día todo salió perfecto. Puso la mesa y fue a buscar a Víctor. Lo encontró en el sofá, con los ojos entrecerrados, mientras las noticias murmuraban en el televisor.

—¿Estás cansado? Tienes mala cara… —María movió la cabeza, buscando las palabras adecuadas.

—Un poco. ¿Cenamos? —Se incorporó del sofá y juntos regresaron a la cocina.

—Mmmm. ¡Qué bonita está la mesa! Y el olor… —Víctor admiró el despliegue culinario.

—¿Quieres un poco de vino? Nos queda algo —ofreció María.

—No, hoy no.

A ella le encantaba verlo comer, con hambre pero con cuidado. Lo amaba en todo: cocinar para él, planchar sus camisas, dormir apoyada en su hombro. No era perfecto, pero lo quería tal como era, con sus costumbres y defectos.

***

Se conocieron cuando ambos ya habían vivido el fracaso de un matrimonio. A María no le había sido posible concebir en su primer matrimonio, aunque los médicos no encontraron problemas en ninguno de los dos. “Estas cosas pasan”, decían, “hay que tener paciencia”.

Mientras ella esperaba, su entonces marido no perdía el tiempo y encontró compañía en otra mujer. Una amiga se lo contó: lo había visto en el centro comercial con una mujer embarazada, eligiendo ropa para el bebé. María no lo creyó al principio. Su amiga debía estar equivocada. Su matrimonio era bueno, él jamás… Hasta que unió las piezas y todo encajó.

¿Hacer un escándalo? ¿Cambiaría eso algo? El niño no tenía culpa, no merecía crecer sin padre. Aunque el dolor la destrozaba, decidió no retenerlo. No soportaría verlo ir y venir entre dos hogares. Si había llegado a un embarazo, no era un simple capricho, sino amor. Lo suyo ya no existía.

Él llegó a casa tarde, como siempre. Ella no podía cocinar, ni siquiera mirar la televisión. El corazón le ardía de dolor e injusticia.

—¿Estás enferma? —preguntó él al encontrarla sentada en el sofá, a oscuras.

—No. Estoy bien.

—¿Les pasó algo a tus padres? Dímelo ya. —Se plantó frente a ella, confundido.

—No, a mis padres no. A ti. Tienes otra familia. Esperan un hijo. ¿Cuándo pensabas decírmelo?

—Ya lo sabes, entonces. —Él respiró hondo, evitando su mirada—. ¿Prefieres que me vaya ahora o…?

—Ahora. —La voz de María sonó cortante. Se mordió el labio para no llorar, pero por dentro la desgarraban el dolor y la rabia.

Él recorrió la casa recogiendo sus cosas sin mirarla. Ella oscilaba entre desear que se arrodillara, suplicando perdón, y ansiar que desapareciera de una vez.

El ruido de las ruedas de la maleta se detuvo junto al sofá.

—Mañana vendré por el resto, si no te importa. —María asintió sin levantar la vista.

Minutos después, la puerta se cerró con un clic. Y así terminó todo. Sólo entonces se dio cuenta de que era real, de que estaba completamente sola. Y entonces rompió a llorar. Creía que su vida había terminado, que nunca más tendría familia, amor, felicidad.

No durmió en toda la noche. Caminó descalza por el piso, se ahogó en lágrimas sobre la almohada. Pero al amanecer se levantó y fue al trabajo con los ojos hinchados. Sus compañeros, creyendo que estaba enferma, la mandaron a casa. Al entrar, notó que todas las cosas de él habían desaparecido. Ni siquiera olvidó el cepillo de dientes, ni la camisa sucia en la lavadora. Como si nunca hubiera existido, como si ocho años de matrimonio no hubieran sucedido.

No sabía si era bueno o malo. Al final decidió que era mejor así. No tendría que ver sus cosas por ahí, sanaría más rápido. Al menos su meticulosidad le había servido para algo. Él, que solía dejar ropa tirada y platos sucios por toda la casa.

Era como arrancar una venda de golpe. Doloroso, pero rápido. No tendría que encontrarse con objetos olvidados y romperse de nuevo. Aun así, lloró mucho por su matrimonio perdido.

Un año después, conoció a Víctor. Fue al banco donde ella trabajaba para preguntar por un crédito y luego la invitó a un café.

—¿Para quién es esa casa tan grande? ¿Para sus hijos? —preguntó María.

—Para mí, para mi futura esposa y los hijos que vendrán —respondió él, mirándola como si ya estuvieran viviendo eso juntos.

Ella estuvo a punto de confesar que soñaba con eso: una casa, una familia. Pero se contuvo. Ya era suficiente haber aceptado el café.

Él le contó que, tras el nacimiento de su hija, su esposa había cambiado. Siempre insatisfecha, gritándole si no llamaba lo suficiente. Las quejas crecían como una bola de nieve.

—Sabía que no la ayudaba lo suficiente, pero yo también trabajaba, llegaba cansado. Y ella ni siquiera me dejaba acercarme a la niña. Un día le sugerí que visitara a una amiga en Madrid para descansar. Llamé a mi madre para que cuidara a la pequeña.

Cuando regresó, era otra. Más alegre, renovada. Y entonces lo soltó: había reencontrado a un antiguo compañero de universidad, había revivido el amor, y se iba. Empacó sus cosas, tomó a su hija y se marchó.

Él no la detuvo, aunque el vacío lo mataba. Al principio viajaba a Madrid para ver a la niña, llevarle regalos. Hasta que notó que su hija lo evitaba. Y su ex le dijo claramente: “Tiene un nuevo padre, no la confundas”.

Así se encontraron dos almas solitarias. Y su fuego ardió al instante. Con Víctor todo era fácil, como si lo hubiera conocido siempre. A los seis meses se casaron.

Pero los hijos no llegaban.

—No te preocupes —la consolaba él—. Pañales, biberones… Ya pasé por eso y al final todo se vino abajo. Acabarías agotada, irritada, y nos pelearíamos… ¿Acaso no estamos bien así? Mucha gente vive sin hijos.

Además, todo su dinero iba a la casa. Pero al fin la tenían: grande, cuidada. Las deudas se habían pagado, sólo faltaba un año de la pensión para su hija.Y así, entre recuerdos y silencios, María aprendió que el amor no muere con la última respiración, sino que perdura en cada rincón de la casa que construyeron juntos, en cada baldosa que él colocó con sus propias manos, y en el latido de su corazón, que seguía llevando su nombre en cada latido.

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MagistrUm
Siempre estarás a mi lado…