Siempre creí que la primera gran ilusión se desvanecía con el tiempo, que la rutina y la velocidad de la vida la borraban por completo. Sin embargo, no es así; existen amores que el corazón atesora aunque pasen decenios.
Tenía diecisiete años cuando cruzó mi camino Miguel, un joven del barrio contiguo, alto y esbelto, siempre cargando un cuaderno o un libro bajo el brazo. Sus ojos cálidos me daban la impresión de que realmente me escuchaba, como si yo fuera lo único que importara. Podíamos permanecer en silencio durante horas y, para mí, ese mutismo valía más que cualquier palabra.
Por las tardes recorríamos los alrededores del río, en aquellos veranos interminables de mi juventud. Compartíamos sueños: él anhelaba ser ingeniero y levantar una casita blanca con un patio repleto de limoneros; yo, riendo, le confesaba que deseaba abrir una panadería para que la gente acudiera cada mañana por pan recién horneado. Creíamos que la vida era tan simple como desear algo y esperar que sucediera.
Pero los padres tienen otros planes. Mi madre no lo aprobaba: Es pobre, no tiene futuro, te llevará a la ruina. Yo era demasiado joven y dependía de ella. Poco después, su familia se mudó a otra ciudad por trabajo. Nos despedimos en la estación de tren de Sevilla, abrazados y entre lágrimas. Él me susurró: Te escribiré, espérame. Asentí, sin imaginar que aquel adiós sería definitivo.
Al principio las cartas llegaban. Me relataba cómo había ingresado a la universidad, cómo compartía una habitación diminuta y cómo deseaba que yo me uniera a él. Yo respondía, con el corazón en un puño. Pero mis respuestas nunca le alcanzaban; mi madre las ocultaba o las destruía delante de mí. Es una ilusión de niña, olvídalo. Piensa en tu futuro. Lloraba de rabia, pero no hallaba la fuerza para rebelarme. Así, poco a poco, el silencio nos fue separando.
Pasaron los años. Me casé con el hombre adecuado, tuve hijos y trabajé. Llevé una vida corriente, con pequeños gozos y grandes penas. Sin embargo, a veces, en medio de la noche, soñaba con su rostro juvenil y su risa clara. Me despertaba con un vacío en el pecho y me repetía: Eso ya quedó atrás.
Décadas después, tras el fallecimiento de mi madre, al revisar su viejo armario encontré una caja. Dentro había decenas de sobres amarillentos con su caligrafía. Era Miguel. Mis manos temblaban mientras abría cada misiva.
Amor mío, sé que tu madre se opone, pero no me rendiré. Haré todo lo posible por nosotros. Solo espérame.
Hoy conseguí trabajo y ya alquilé una habitación pequeña. Me imagino los dos aquí, iniciando nuestra vida.
No respondes, pero sigo creyendo. Si nunca volvemos a vernos, recuerda: solo te he amado a ti.
Lloré como una niña en el suelo, rodeada de esas cartas que nunca llegaron a mis manos. Sentí que me habían arrebatado una vida entera.
Quise hallarlo. Pregunté por él en Granada, donde había vivido tantos años. Sus antiguos vecinos me dijeron la verdad: Miguel había muerto recientemente. Nunca se casó. Nunca formó familia. Relataban que solía sentarse en la plaza del barrio, con un libro en las manos, y repetía: Una vez conocí al amor de mi vida. Con eso me basta para siempre.
Aquellas palabras me atravesaron como una navaja. Él me amó hasta el final. Y yo viví, pero nunca dejé de recordarlo.
A veces regreso al paseo junto al río de mi juventud. Cierro los ojos y escucho su voz en mi memoria. Me convierto otra vez en esa chica de diecisiete años que no se atrevió a luchar por lo que sentía. Y sé que el amor verdadero no muere; permanece oculto, como una herida que nunca cicatriza.
Y me pregunto ¿ustedes también tuvieron un amor que la vida les arrebató y que nunca lograron olvidar?






