Siempre conectada: una mañana en la cocina con el viejo teléfono y el nuevo móvil, entre infusiones, recuerdos y mensajes de familia, en el cumpleaños de doña Natividad mientras aprende a encontrar su lugar entre chats, pantallas y esas pequeñas cosas que la acercan, poco a poco, a los suyos

En línea

Las mañanas de Inés Ibáñez transcurren siempre igual. Pone la tetera en la vitrocerámica, echa dos cucharadas de té en su vieja tetera barriguda, la misma que cuida desde aquellos años en que sus hijos eran pequeños y todo parecía estar aún por llegar. Mientras el agua se calienta, enciende la radio en la cocina y escucha las noticias sin prestarles demasiada atención. Las voces de los locutores le resultan más familiares que muchos rostros.

En la pared cuelga un reloj con manecillas amarillas. Éstas avanzan sin descanso, pero el timbre del teléfono fijo bajo ellas suena cada vez menos. Antes, retumbaba por las noches, cuando las amigas llamaban para comentar la serie de la tarde o sus problemas de tensión. Ahora, las amigas están enfermas, se han ido a vivir con sus hijos a otros sitios, o ya no están. El teléfono, pesado y de auricular grande y cómodo, a veces lo acaricia al pasar, como si comprobara que esa vía de contacto aún sigue viva.

Los hijos llaman por móvil. O, mejor dicho, Inés sabe que se comunican, porque cuando vienen de visita no sueltan los móviles ni un instante. Su hijo puede, en medio de una conversación, quedarse callado de repente, mirar la pantalla y murmurar: «Un segundo», para escribir velozmente. La nieta, una chica delgada de larga coleta, ni se despega del aparato: ahí tiene amigos, clases, música, juegos. Todo está allí.

Ella, en cambio, tiene un móvil de teclas, el primero que le compraron cuando ingresó en el hospital por la tensión.

«Para que siempre podamos llamarte», dijo su hijo entonces.

El teléfono, en su funda gris, duerme en la entrada sobre un estante. A veces se olvida de cargarlo. A veces reposa en el bolso, bajo pañuelos y tickets del supermercado. Rara vez suena, y cuando lo hace, Inés muchas veces no acierta a pulsar el botón adecuado y luego se reprocha su torpeza.

Hoy cumple setenta y cinco años. La cifra le parece ajena. Por dentro, se siente diez años más joven. Bueno, quizá quince. Pero el DNI no miente. La mañana transcurre como siempre: té, radio, una rutina corta de ejercicios para las articulaciones, la que le enseñó la médica del ambulatorio. Después saca de la nevera la ensalada que hizo la noche anterior y pone el bizcocho sobre la mesa. Los hijos han prometido venir sobre las dos.

Le sigue sorprendiendo que los cumpleaños ahora se organicen en algo llamado «grupo». Su hijo le dijo un día:

Todo lo de la familia lo hablamos en el grupo de WhatsApp. Ya te enseñaré alguna vez.

Pero nunca lo hizo. Para ella, la palabra grupo suena a otro mundo, uno donde la gente vive en pequeñas ventanitas y habla con letras.

A las dos llegan. Primero, asoma a la entrada su nieto Sergio con la mochila y los auriculares al cuello; detrás, se cuela sigilosa la nieta Clara, y por último entran su hijo y su nuera, cargados de bolsas. El piso se llena enseguida de bullicio y olores: repostería, perfume y un aire fresco y veloz que no acaba de identificar.

Mamá, felicidades dice su hijo, la abraza fuerte y deprisa, como con prisa por seguir adelante.

Dejan los regalos en la mesa. Las flores, en el jarrón. Clara, nada más dejar la mochila, pide la contraseña del wifi. Su hijo, frunciendo el ceño, rebusca el papelito en el bolsillo y se la dicta: una retahíla de letras y números que le zumban a Inés en la cabeza.

Y tú, abuela, ¿por qué nunca estás en el grupo? pregunta Sergio, dejándose caer en la cocina ya descalzo. Si es donde pasa todo.

¿Qué grupo ni grupo? responde Inés, acercándole un trozo de bizcocho. Yo tengo bastante con mi teléfono este.

Mamá interviene su nuera, en realidad… mira a su marido. Bueno, verás, te tenemos un regalo.

Su hijo saca de la bolsa una cajita blanca, lisa, con un dibujo brillante. Inés siente una inquietud creciendo dentro: ya sabe lo que es.

Es un smartphone anuncia su hijo, como si declarase un parte médico. Bueno, sin tirar la casa por la ventana, pero tiene cámara, internet, todo lo necesario.

¿Y para qué lo quiero yo? pregunta, procurando que la voz suene natural.

Mamá, mujer, para que hablemos por videollamada apunta la nuera con ese tono rápido y seguro. En el grupo de la familia ponemos fotos, noticias. Y ahora todo va por internet: pedir cita con el médico, ver los recibos. Si te quejaste de las colas en el ambulatorio…

Ya me las arreglo… musita ella, pero ve a su hijo suspirar, paciente.

Mamá, nos quedamos más tranquilos. Si pasa algo, escribes. O nosotros. No tendrás que buscar el móvil de teclas y acordarte de la tecla verde.

Él sonríe, buscando dulcificar lo dicho. Pero Inés siente el pinchazo. Acordarse de la tecla verde. Como si estuviera ya para poco.

Bueno cede, bajando la vista a la caja. Si tanto os empeñáis

La caja la abren entre todos, como en los cumpleaños de los niños. Sólo que esta vez los niños ya son adultos, y ella está en el centro, más aprendiz que anfitriona. Sacan un rectángulo negro y fino, frío y resbaladizo, sin un solo botón a la vista.

Todo es táctil aquí explica Sergio. Solo hay que tocar. Así.

Desliza el dedo por el cristal y la pantalla cobra vida, llenándose de iconos de colores. Inés da un respingo. Le parece un artefacto listo para pedirle contraseñas, usuarios y cosas que no entiende.

No tengas miedo le dice Clara, de pronto suave. Te lo configuramos todo. Solo no toques nada todavía, ¿vale? Hasta que expliquemos.

Esa frase le duele más aún. No toques tú sola. Como a quien temen que rompa un jarrón caro.

Después de comer, la familia se traslada al salón. Su hijo se sienta a su lado en el sofá y le coloca el móvil en las rodillas.

Mira, empieza didáctico este es el botón de encender, se deja pulsado. Sale la pantalla bloqueada. Para desbloquear, deslizas el dedo. Así.

Todo va demasiado rápido. Botón, inicio, bloqueo… Las palabras suenan casi extranjeras.

Espera pide ella. Paso a paso… Que si no, se me va.

Que va, mujer le quita importancia él. Es fácil. Te acostumbras.

Ella asiente, pero sabe que no será tan pronto. Le hará falta tiempo. Tiempo para asumir que el mundo se mete en esas ventanitas y ella debe encajar ahí, como sea.

Por la tarde ya tiene guardados los números de sus hijos, nietos, de la vecina Mercedes y del médico de cabecera. Su hijo le ha puesto WhatsApp, le hizo cuenta y la metió en el grupo familiar. Ajustó la letra grande para que no entorne los ojos.

Mira, le enseña aquí está el grupo. Así hablamos todos. Ahora escribo algo y lo ves.

Teclea veloz. En la pantalla aparece su mensaje. Un segundo después, otro, de la nuera: ¡Bienvenida, mamá!; y luego, de Clara: un montón de emojis de colores.

¿Y yo cómo contesto? pregunta, ¿qué tengo que hacer?

Pulsa aquí su hijo le señala la cajita. Sale el teclado. Escribes. O puedes mandar audio: pulsas el micrófono y hablas.

Ella lo prueba. Los dedos tiemblan. En vez de gracias sale gacias. Todos se ríen. Clara llena el chat de caritas.

No pasa nada le dice su hijo al notar su incomodidad. Al principio todos nos equivocamos.

Ella asiente, pero por dentro se siente mal, como si hubiese fallado un examen fácil.

Cuando se van, la casa vuelve al silencio. Quedan los restos del bizcocho, las flores y la caja blanca del móvil. El móvil descansa, boca abajo. Inés lo gira con cuidado. La pantalla negra. Pulsa el botón lateral, como le enseñaron. Luz suave, y la foto familiar de la pasada Nochevieja: todos, ella de perfil, con un vestido azul, la ceja ligeramente levantada, como si ya dudara de su lugar en esa fila.

Desliza el dedo, aparecen los iconos. Llama, mensajes, cámara, más cosas. Recuerda: no pulses nada que no sepas. ¿Y cómo se sabe qué no se debe tocar?

Al final deja el móvil sobre la mesa y se va a fregar los platos. Que se acostumbre la máquina a la casa, se dice.

Al día siguiente despierta temprano. Lo primero, mira el teléfono nuevo: sigue ahí, como un extraño. El miedo es menor. No deja de ser otro aparato y los aparatos se aprenden. Cuando se atrevió con el microondas también creyó que explotaría.

Se hace el té, se sienta y se acerca el móvil. Lo enciende. La mano, sudorosa. De nuevo la foto de la familia. Desliza el dedo. Reconoce el icono del teléfono verde y pulsa.

Aparece la agenda: hijo, nuera, Clara, Sergio, Mercedes, el médico. Elige a su hijo. Pulsa. El teléfono zumba, líneas moviéndose en la pantalla. Ella lo lleva al oído como si fuera uno de toda la vida.

¿Diga? contesta su hijo, algo sorprendido Mamá, ¿todo bien?

Bien, responde Inés, sintiendo un orgullo extraño. Solo estaba probando que funciona.

¿Ves cómo podías? Muy bien, mamá. Pero la próxima llama por WhatsApp, que sale gratis.

¿Y eso cómo? titubea.

Te lo enseño luego. Ahora estoy en el trabajo.

Cuelga, pulsando el botón rojo. El corazón late deprisa, pero por dentro, calor. Ha llamado ella sola, sin pedir ayuda.

Un par de horas después, llega el primer mensaje al grupo familiar: el teléfono suena breve y la pantalla se ilumina. Clara: ¿Abu, cómo vas? Bajo el mensaje, el campo para escribir una respuesta.

Se queda rato mirando. Luego pulsa, sale el teclado. Las letras, pequeñas, pero legibles. Va pulsando una por una. T falla. Sale y. Borra. Lo intenta. Pasa más de diez minutos hasta que escribe: Estoy bien. Tomando té. Se equivoca en bien, pero lo deja. Pulsa enviar.

Al instante, aparece la respuesta de Clara: ¡Qué crack! ¿Lo has escrito tú? Y un corazón.

Inés nota que sonríe. Ella sola, ha escrito. Sus palabras mezcladas entre las de los demás.

Por la tarde, la vecina Mercedes entra con un tarro de mermelada.

Me han contado que te han regalado uno de esos teléfonos listos dice, descalzándose en el recibidor.

Un smartphone corrige Inés, el término aún le suena moderno para su edad, pero lo pronuncia con gusto.

¿Y qué tal? ¿No te muerde? ríe la vecina.

Solo pita. No tiene botones.

El mío pequeño también insiste. Pero yo digo que ya no es edad. Que ellos jueguen con su internet.

Lo de ya no es edad le despierta una punzada. También pensaba así. Pero ahora, aquel aparato en su salón parecía decir lo contrario: no es tarde. Se puede probar.

A los pocos días, su hijo llama y le dice que le ha pedido la cita médica por internet. Ella se asombra.

¿Cómo por internet?

Por Mi Salud. Todo va ahí ahora. Tienes el usuario y contraseña apuntado en el cajón cerca del teléfono.

Abre el cajón: el papel doblado, cifras y letras. Lo toma en la mano como una receta médica. Entendido, pero no sabe cómo se usa.

El día siguiente reúne valor. Enciende el móvil, busca el icono del navegador, como le mostró Sergio. Pulsa. Sale un espacio blanco y una barra arriba. Teclea la dirección despacio, copiando del papel. Cada letra, cuesta. Se equivoca, borra. Por fin, aparece la web, azul y blanca.

Introduzca usuario lee en voz baja. Contraseña.

El usuario lo mete. La contraseña cuesta más; letras y números, teclas que se cambian de sitio. De pronto, borra sin querer todo. Maldice en voz baja, se sorprende de su propio enfado.

Acaba dejando el móvil y toma el fijo. Llama al hijo.

No hay manera protesta. Estos dichosos códigos

Mamá, tranquila él responde. Esta tarde voy contigo y te ayudo.

Siempre vienes y me enseñas se le escapa con voz queda. Luego te vas, y otra vez me quedo sola con esto.

Silencio al otro lado.

Lo sé, mamá al fin contesta. La vida va a mil Te mando a Sergio, que se le dan mejor estas cosas.

Acepta, pero cuelga con una pesadumbre: siente que sin ellos, no vale nada. Una carga a la que siempre hay que explicar.

Por la noche, Sergio se pasa. Se quita las deportivas, se sienta a su lado.

A ver, abu, ¿dónde te atascas?

Vuelve a entrar en la web.

Me cuesta confiesa, con estas palabras, estos botones da miedo tocar algo y romperlo.

No se puede romper nada encoge hombros. Como mucho cierras la cuenta. La volvemos a abrir.

Él va rápido, pero sin prisas. Las manos vuelan, tranquilas. Explica cada botón, cómo cambiar el idioma, cómo ver la cita médica.

Aquí está tu cita. Si no puedes ir, se cancela aquí.

¿Y si cancelo sin querer?

Pues se vuelve a pedir. Sin problema.

Ella asiente. Para él, sin problema. Para ella, un mundo.

Cuando Sergio se va, Inés se queda un buen rato con el móvil en la mano. Siente que esa pantalla diminuta la examina constantemente: si no es la contraseña, es el usuario, o la maldita falla de conexión. Antes, todo era más sencillo: llamar, quedar, acudir. Ahora todo exige habilidad con iconos y palabras.

Pasada una semana, le sucede algo con la cita médica. Amanece revuelta, la tensión alta. Recuerda que tiene cita en dos días y, con ansiedad, entra a la web como le enseñó Sergio. Busca la sección de citas: su apellido no está. Vacío. No tocó nada, o eso cree. Pero recuerda que ayer probó el botón de cancelar.

Se marea. Sin la cita tendrá que esperar horas en el ambulatorio, con gente estornudando, calor y ruido. El pánico asoma.

Lo natural sería llamar al hijo, pero él avisó que esta semana va de cabeza. Se lo imagina crispado: Mi madre otra vez con el móvil. Siente vergüenza.

Respira hondo. Piensa en Sergio, pero está en la universidad; tampoco quiere llamar siempre.

Mira el móvil. El objeto del problema puede ser la solución. Abre el navegador, entra con sus datos. Manos temblorosas, pero concentra los esfuerzos.

En la hoja de citas: vacío. Asume lo ocurrido. Cierra los ojos, inspira, pulsa en pedir cita. Sale la lista de médicos. Escoge a su doctora. Elige día: tres días después, por la mañana. Pulsa confirmar. Espera.

La pantalla parpadea: Cita confirmada. Ve su apellido, la fecha, la hora. Lee varias veces para estar segura. Dentro, alivio. Lo ha hecho sola, sin el hijo ni el nieto.

Para asegurarse, se lanza a un paso más: abre WhatsApp, busca el chat con el médico, que su hijo añadió a los contactos. Duda, luego pulsa el micro.

Hola, soy Inés Ibáñez dice despacio, clara. Tengo la tensión alta. Me he pedido cita por internet para el jueves por la mañana. Si puede, mírelo por favor.

Envía el audio. Pasan minutos; suena un pitido. Mensaje de vuelta, escrito, letras grandes: ESTÁ HECHO. LO VEO EN LA AGENDA. SI EMPEORA, LLAMA.

El cuerpo se destensa. Cita recuperada, doctora avisada. Todo, desde esa pantalla.

Por la noche, escribe en el grupo: He pedido cita médica yo sola. Por internet. Otra vez, un despiste en la ortografía, pero lo deja. Lo importante es el mensaje.

Primero responde Clara: ¡Alucinante! Eres la abuela más moderna. Después la nuera: Mamá, eres una campeona. Qué orgullo. Y por último el hijo: ¿Ves como se puede?

Lee los mensajes y nota cómo algo se ensancha dentro. No es que por fin entienda todos esos emojis o bromas, pero ya hay un hilito claro entre ella y los demás. Si necesita, puede tirar de él; habrá respuesta.

Tras la cita en el ambulatorio, sin sobresaltos, decide probar más cosas. Clara solía contarle que con sus amigas comparten fotos de su comida, de sus gatos, lo que sea. A Inés le parecía una tontería, pero en el fondo envidiaba ese compartir: ellas tienen su ventana común diaria, y ella, solo la radio y su terraza.

Una mañana soleada, con los botes de plantas reluciendo en la ventana, Inés abre la cámara del móvil. Ve la cocina dentro de un rectángulo. Acerca el móvil a los botes, pulsa el círculo. Suena un clic discreto.

La foto, un poco borrosa pero digna. Los brotes verdes luchan por la luz; una franja de sol en la mesa. Inés mira y le parece que esos brotes se parecen a ella: buscando la luz, aunque la tierra pese.

Entra al grupo y adjunta la foto. Piensa qué poner. Al final, teclea: Mis tomates ya crecen. Pulsa enviar.

Las respuestas saltan rápido. Clara manda una foto de su cuarto plagado de apuntes. La nuera, un plato de ensalada y el texto: Aprendiendo de ti. El hijo, un selfie desde la oficina, con cara cansada y bromeando: Tú con tomates; yo con informes. ¿Quién gana?

Inés se ríe de verdad. La cocina, de pronto, ya no está sola. Como si al otro lado de la mesa hubiera varios sentados, cada cual en una ciudad, pero juntos.

No todo sale bien siempre. Una vez mandó un audio sin querer al grupo entero: se la escuchaba protestando por las noticias en la tele. Los nietos se partieron de risa, el hijo le puso: Mamá, tienes que tener tu propio podcast. Le dio vergüenza, pero acabó riéndose también. Qué más da. Al menos es su voz.

Otras veces confunde chats y pregunta en público algo para Clara. Una vez preguntó cómo borrar una foto y todos dieron su explicación: Sergio le manda instrucciones, Clara no tengo ni idea, la nuera un sticker: Mamá, eres avance continuo.

Todavía se pierde entre iconos. Le asustan las actualizaciones del móvil: actualizar sistema le suena a que lo cambian todo cuando acaba de aprender. Pero cada día, menos miedo. Ya mira horarios del bus, el tiempo no solo en la radio, también en la pantalla. Una vez halló una receta de bizcocho igual al que hacía su madre. Le costó buscar, pero al ver los ingredientes conocidos, se le humedecieron los ojos.

Eso no lo puso en el grupo. Solo envió la foto del bizcocho con la frase: Receta de la abuela. Muchos corazones en respuesta, exclamaciones, peticiones de receta. Fotografía el papel manuscrito y lo manda.

Un día nota que apenas mira el teléfono fijo. Siguen colgado, pero ya no le parece la única cuerda al mundo. Ahora hay también un hilo invisible, pero firme.

Una noche, mientras anochece y las luces se encienden enfrente, Inés se sienta en el sillón con el móvil, repasando el chat familiar: fotos del trabajo del hijo, selfies de Clara con amigas, bromas de Sergio, mensajes diarios de la nuera. Entre todo, sus pequeñas respuestas: los tomates, una receta, una voz preguntando por la medicación.

De pronto, comprende que ya no se siente mera espectadora tras un cristal. No entiende la mitad de los memes de los nietos, ni domina los emojis como ellos. Pero la leen, le responden. Sus fotos las likean, como dice Clara.

Un pitido. Nuevo mensaje. De Clara: Abu, mañana tengo examen de mates. ¿Puedo llamarte después para desahogarme?

Inés sonríe. Escribe, con calma, cuidando las teclas: Llama. Siempre te escucho. Y envía.

Luego deja el móvil junto a la taza de té. El piso sigue en silencio, pero ese silencio ya no es vacío. Por ahí fuera, entre pisos y calles, hay llamadas y mensajes esperando. No está en la movida de los jóvenes, como Sergio dice, pero ha encontrado su rincón en este mundo de pantallas.

Apura el té, apaga la luz de la cocina y, al pasar al dormitorio, echa un vistazo al móvil. El rectángulo negro descansa tranquilo en la mesa. Sabe que, si quiere, puede tocarlo y llegar a los suyos. Ahora, eso le basta.

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MagistrUm
Siempre conectada: una mañana en la cocina con el viejo teléfono y el nuevo móvil, entre infusiones, recuerdos y mensajes de familia, en el cumpleaños de doña Natividad mientras aprende a encontrar su lugar entre chats, pantallas y esas pequeñas cosas que la acercan, poco a poco, a los suyos