Siempre al habla: la historia de cómo una abuela madrileña conectó con su familia en la era digital

Siempre he recordado cómo las mañanas de Doña Mercedes Rueda comenzaban de la misma forma, con la regularidad tranquila de aquellas rutinas que dan cobijo en la vida. Ponía el agua a hervir en la vieja cocina de gas, echaba dos cucharaditas del mejor té que guardaba con mimo en el panzudo hervidor que ya era casi una reliquia familiar, y se quedaba de pie en la cocina mientras la radio murmuraba, informando desde algún estudio lejano. Los locutores de Radio Nacional le eran tan familiares, mucho más que algunos de los rostros que encontraba en la escalera.

En la pared del comedor colgaba aquel reloj con agujas amarillas, regalo de bodas de sus padres. Marcaba las horas con puntualidad militar, pero el familiar repiqueteo del teléfono fijo debajo de él se oía cada vez menos. Años atrás, sonaba cada tarde, y las conversaciones con amigas encima de la telenovela del momento o del bendito colesterol le llenaban la casa de voces. Sin embargo, muchas de ellas ya no estaban: unas enfermas, otras mudadas con sus hijos a otras ciudades, y demasiadas, simplemente, ya no estaban en este mundo.

El teléfono, robusto y con su auricular de baquelita, seguía en su rincón. A veces, al pasar, Mercedes le pasaba la mano, como si de una mascota dormida se tratara, comprobando que seguía vivo, que no desaparecería de la noche a la mañana, sustituyéndose por algún artilugio frío, más propio de estos tiempos.

Los hijos la llamaban por móvil. O, mejor dicho, Mercedes daba por hecho que se comunicaban por móvil, pues en sus visitas era raro verlos sin el aparato entre las manos. Su hijo, Marcos, podía interrumpir una conversación para quedarse absorto frente a la pantalla y mascullar: «Dame un segundo», y enseguida tecleaba en ese rectángulo resplandeciente. La nieta, Inés, una chiquilla muy flaca con una trenza larguísima, no se despegaba nunca de su teléfono: allí estaban sus amigas, sus juegos, los deberes, la música; allí estaba el mundo entero, menos ella.

Mercedes poseía un móvil anticuado, de esos de botones grandes. Lo habían comprado el día que tuvo el primer susto de tensión y acabó en el ambulatorio.

Para que siempre podamos localizarte le dijo entonces Marcos.

El aparato, gris y ya algo rallado, dormía en su funda sobre la mesilla de la entrada. A veces olvidaba ponerlo a cargar; otras se perdía bajo un pañuelo o entre tickets de la compra, sepultado en su bolso. Rara vez sonaba, y cuando lo hacía, Mercedes casi nunca acertaba a tiempo con la tecla verde, y luego se autoculpaba en voz baja de su lentitud.

Aquel día Mercedes cumplía setenta y cinco años. Una cifra casi ajena, que no reconocía en su cuerpo: por dentro, sentía que aún tenía unos años menos, o incluso quince. Pero el carné de identidad, ay, no mentía. La mañana transcurrió según lo acostumbrado: té, radio, una rutina de ejercicios para las articulaciones que le enseñó el médico del centro de salud. Sacó del frigorífico la ensaladilla preparada del día anterior y dejó el bizcocho sobre la mesa. Los hijos prometieron venir a las dos.

Todavía le resultaba curioso que el cumpleaños ahora se comentara en algo llamado chat. Una vez, su hijo le dijo:

Con Teresa lo organizamos todo en el chat familiar. Un día te lo enseño.

Pero ese día nunca llegó. Para Mercedes, la palabra chat sonaba a invento de otro mundo, donde la gente vive en ventanitas y conversa por letras.

Llegaron puntuales. Primero irrumpió su nieto Diego con una mochila y unos auriculares, seguido de la menuda Inés, y después su hijo y la nuera, cargados con bolsas y cajas. El piso, de pronto, se inundó de vida, con olores mezclados a bollería de pastelería, perfume de Teresa y a ese aroma fresco y nervioso que no sabría identificar.

Mamá, felicidades la abrazó Marcos, rápido, casi de paso, como si aún tuviera una prisa invisible.

Dejaron los regalos sobre la mesa, pusieron las flores en un jarrón. Inés, sin perder tiempo, pidió la clave del wifi. Marcos rebuscó una hoja doblada en el bolsillo, murmurando la letanía de números y letras que casi hizo retemblar a Mercedes de confusión.

Abuela, ¿por qué no estás en el chat? le preguntó Diego mientras se descalzaba y se lanzaba a la cocina. Ahí está toda la movida.

¿Qué chat?, hijo mío con este teléfono me basta y me sobra dijo ella, apartando el plato de bizcocho hacia él.

Mamá intervino Teresa, cruzando una mirada con su marido, verás esto es justo lo que te traemos de regalo.

Marcos extrajo cuidadosamente una caja blanca, de esas relucientes, con un delicado dibujo metalizado. A Mercedes el corazón le dio un brinco. Ya sabía lo que había dentro.

Un móvil de los buenos anunció él, como si diera un parte médico. Es sencillo, tiene buena cámara e internet. Muy fácil de manejar.

¿Para qué quiero yo eso? intentó mantener firme la voz.

Mamá, ahora podremos hacer videollamadas. El chat familiar, donde mandamos fotos y noticias Y además, hoy día todo es por internet: pedir cita con el médico, ver recibos Tú misma te has quejado de las colas en el ambulatorio.

Ya me las apañaré susurró Mercedes, adivinando el suspiro resignado de su hijo.

Así nos quedamos más tranquilos. Si pasa algo, nos escribes enseguida. Y no tienes que andar buscando el botón verde en el viejo móvil.

Él sonrió. La ternura del gesto no impidió que le doliera el comentario: buscar el botón verde, como si ya no sirviera para nada.

Pues bueno si tanto lo deseáis aceptó, bajando la vista.

Abrieron la caja todos juntos, como antaño, cuando celebraban los Reyes Magos. Solo que ahora los niños eran adultos y ella se sentía examinada, como una alumna mayor entre profesores. Sacaron el móvil, elegante y negro, liso y frío. Sin un solo botón visible.

Todo es táctil explicó Diego. Hay que deslizar el dedo así.

El aparato cobró vida: luces, iconos de colores. Mercedes dio un respingo, convencida de que enseguida iba a pedirle contraseñas o códigos extraños.

Tranquila, abuela le dijo Inés suavemente. Te lo pondremos todo a punto. No pulses nada sola hasta que te expliquemos.

Eso la hirió más que nada: No pulses sola. Como una niña traviesa a la que se prohíbe tocar el jarrón bueno.

Después de comer se arremolinaron en el salón. Marcos se sentó junto a ella en el sofá y le depositó el móvil en el regazo.

Mira: este es el botón de encender. Dejas el dedo aquí. Aparece la imagen, luego deslizas para desbloquear.

Hablaba tan deprisa que todos los conceptos se mezclaban: botón, inicio, contraseña, deslizar. El idioma, aunque era el suyo, sonaba extranjero.

Poco a poco, hijo, que si no, se me borra de la cabeza

No te preocupes, enseguida coges el truco.

Ella asintió, aunque sabía que no sería enseguida. Le haría falta tiempo. Tiempo para aceptar que el mundo estaba aquí, en este rectángulo, y que debía aprender a entrar.

Al atardecer ya tenía guardados los teléfonos de los hijos, nietos, la vecina Doña Carmen y el médico de cabecera. Marcos descargó una aplicación de mensajería, creó su perfil y la añadió al chat familiar. Puso fuente grande, para que no forzase la vista.

Mira le enseñó: este es el chat. Si escribes aquí, lo vemos todos.

Marcó varias teclas y apareció un mensaje propio. Después, uno de Teresa: ¡Bienvenida, mamá! Y luego, de Inés: caritas sonrientes y corazones.

¿Y yo? ¿Cómo escribo?

Tocas aquí Marcos señaló la barra. Sale el teclado y escribes. O mensajes de voz si prefieres: el micro, hablas.

Probó. Los dedos temblaban. Quiso poner gracias y le salió gtracias. Sus hijos y nietos rieron; Teresa disimuló con cariño, Inés envió más emojis.

No te preocupes dijo Marcos. Todos empezamos así.

Ella sonrió, aunque se sintió como si hubiera fallado un examen fácil.

Al irse todos, la casa volvió al silencio habitual. Quedaron la caja blanca, el bizcocho a medio comer y el móvil nuevo, boca abajo. Mercedes lo giró con cuidado; la pantalla negra brilló bajo sus dedos. Pulsó el botón lateral. Luz suave. Una foto de familia en Nochevieja, que su nieta había puesto como fondo. Se vio a sí misma en un vestido azul, con ceja levantada, como si entonces ya dudara de su lugar en el grupo.

Deslizó el dedo y apareció la hilera de iconos. Teléfono, mensajes, cámara Recordó: No pulses nada raro. ¿Pero qué era raro?

Dejó el móvil sobre la mesa y se fue a fregar. Que él solo se acostumbrara a la casa.

Al día siguiente se despertó antes de lo habitual. Miró el móvil. Seguía allí, tan extraño. El miedo fue cediendo. Era un objeto al fin y al cabo; con paciencia, podía aprender, igual que un día perdió el temor al microondas.

Hizo su té, se sentó, se acercó el móvil. Encendió la pantalla con la ya conocida foto. Buscó el símbolo de auricular verde y lo pulsó.

Salieron los contactos: Marcos, Teresa, Inés, Diego, Doña Carmen. Escogió a su hijo. El móvil vibró, unos segundos y la voz de Marcos al otro lado, algo sorprendido.

¿Mamá? ¿Todo bien?

Todo bien. Quería probar.

¡Eso es! ¡Bravo! Mejor usa el chat, así no gastamos saldo.

¿Eso cómo se hace?

Luego lo vemos, que estoy en el trabajo.

Colgó. Le latía el corazón a toda prisa, pero sentía una alegría íntima: lo había hecho ella sola.

Al poco, un sonido. Mensaje en el chat familiar: Inés: ¿Abu, qué tal?. Bajo el mensaje, el campo para responder.

Mercedes contempló largamente ese campo. Pulsó. El teclado surgió, las letras pequeñas pero reconocibles. Muy despacio, escribió: Bien. Tomando té. Falló en bien, lo dejó tal cual. Pulsó enviar.

Enseguida apareció su primer mensaje. Inés respondió al minuto: ¡Eres una crack! ¿Tú sola lo escribiste? Y un corazón.

Se sorprendió sonriendo para sí. Sus palabras, no las de otros, estaban allí.

Por la tarde pasó Doña Carmen, la vecina, con un tarro de mermelada.

Me han dicho que la juventud te ha regalado uno de esos ¿cómo lo llaman? móviles listos dijo mientras se descalzaba.

Un smartphone, me han dicho. Es muy moderno para mi gusto, pero bueno.

¿Y no muerde?

De momento solo pita y botones, pocos.

Mi nieto insiste en que me ponga al día. Pero yo ya estoy mayor, que se apañen ellos con internet. Ya a mí que me dejen con el teléfono de toda la vida.

Mayor. Qué punzante sonaba. Mercedes también lo pensó a menudo, pero ahora ese aparato nuevo le susurraba otra cosa: nunca es demasiado tarde para intentarlo.

Unos días después, Marcos la llamó para decirle que le había pedido cita con el médico, por internet.

¿Por internet? se asombró ella.

Claro, por Mi Salud. Y puedes hacerlo tú. Te lo he apuntado en la libreta del cajón.

Allí encontró el papel con letras y números. Lo cogió como quien toma una receta: comprensible en teoría, pero misteriosa en los detalles.

Otra mañana, se armó de valor. Buscó el icono del navegador, tecleó dirección, letra a letra, como si despachara cartas manualmente. Tardó, se equivocó, borró y lo intentó de nuevo. Por fin, la web apareció: azules y blancos, botones y recuadros.

Leyó: Introduzca usuario. Luego, Contraseña. El usuario lo escribió, el password era imposible, con mayúsculas, minúsculas y cifras. Probó una vez, dos, tres. Al equivocarse, borra todo el campo. Maldijo entre dientes, sorprendida de escucharse enfadada.

Dejó el móvil y levantó el auricular del fijo. Llamó a Marcos.

No soy capaz. Metéis contraseñas imposibles.

No te agobies, mamá. Esta tarde paso con Diego, él te ayuda.

Pero colgó con un priurito incómodo, sensación de depender, de molestar.

Por la tarde vino Diego. Se sentó a su lado, revisaron juntos la web, paciente y tranquilo.

No te preocupes, abuela. No hay nada que puedas romper. Si sale, genial; si no, lo volvemos a intentar.

Le explicó paso a paso, marcando la diferencia entre sesiones, introducir datos, cancelar citas.

Si cancelas por error, vuelves a pedirla.

Para ti es fácil. Para mí, esto es un mundo.

Diego sonrió, entendiendo. Para él, no era nada. Para ella, era un mundo nuevo.

Cuando se fue, Mercedes se quedó un rato mirando el móvil con recelo. Parecía mirar hacia ella, retándola con cada actualización, con cada error de conexión. El mundo antes se recorría con llamadas, pasos, palabras; ahora requería navegar entre botones y mensajes.

Días después, tuvo cita médica y quiso comprobar la hora. Accedió como le enseñó Diego pero su nombre no estaba entre las citas. ¿La habría cancelado sin querer? ¿Habría tocado donde no debía? Sentía el sudor y el desaliento. Un momento de pánico y vergüenza.

Pensó en llamar a Marcos, pero no quería interrumpirle en la oficina ni sentir la fatiga de un otra vez, mamá, con el móvil.

Se serenó. Volvió a entrar a la web, temblorosa, y localizó el botón Pedir cita. Seleccionó a su médico, eligió día y hora, lo confirmó. Un mensaje apareció: Ha reservado correctamente. Su nombre, la fecha, la hora. Se le aflojaron los hombros. Lo había hecho sola.

Se animó a escribir en el chat del centro de salud, contacto que Diego le había guardado. Respiró y grabó un mensaje de voz:

Buenos días, soy Mercedes Rueda. Me he dado de alta en la cita para pasado mañana. Si pudiera confirmarme, se lo agradecería.

A los minutos, llegó respuesta: De acuerdo, la tengo anotada. Si empeora, llame enseguida.

El miedo cedía. Ella misma, sin ayuda, había gestionado todo.

Por la noche, compartió en el chat de la familia: Me he pedido cita médica yo sola, por internet. Se equivocó en una palabra, pero la dejó así. Lo importante era el mensaje.

Primera contestó Inés: ¡Eres una campeona! Luego Teresa: Mamá, qué orgullosa estoy. Y finalmente, Marcos: ¿Ves cómo puedes?

Leyó esas palabras sintiendo cómo algo cálido le brotaba dentro. No era parte de los memes ni las bromas, pero ahora podía abrir ese hilo y obtener respuesta.

Tras la visita al médico, quiso aprender algo más. Inés contaba que compartía fotos de comidas, mascotas y gastos del día. Le parecía banal pero intuyó la belleza de esa convivencia diaria a distancia.

En una mañana de luz intensa, Mercedes se atrevió a abrir la cámara, encuadrando las macetas donde el tomate comenzaba a brotar. Pulsó el gran círculo blanco. Salió una imagen algo borrosa, pero propia: tallos verdes entre tierra oscura, un rayo de sol sobre la mesa.

La mandó al chat: Mis tomates crecen.

Llegaron respuestas como una ola. Inés envió una foto de su cuarto lleno de libros. Teresa, una ensalada con Aprendo de usted. Marcos, un selfie en la oficina con sonrisa cansada: ¿Quién tiene mejor día, los tomates de mamá o mis informes?

Rió de forma alegre. La cocina ya no parecía tan solitaria: sentía reunidos a todos, aunque dispersos por Madrid, Sevilla o Barcelona.

A veces erraba: una vez grabó un audio para ella y lo envió al chat grupal, quejándose del telediario. Los nietos se partieron de risa; Marcos: Mamá, te veo presentando el programa de la noche. Acabó riéndose también. ¿Y qué? Sonaba a vida, no a distancia.

Aún se liaba con chats, enviaba dudas donde no tocaba. Un día preguntó sin querer a todo el grupo cómo borrar una foto. Respuestas múltiples: explicación técnica de Diego, yo tampoco sé de Inés, y un sticker de Teresa: Mamá, eres nuestro avance.

Temía aún los avisos de actualizar el sistemaya le parecían palabras de amenazas, como si alguien fuese a trastocarlo todo de nuevo. Pero el miedo se desvanecía.

Poco a poco descubrió que podía consultar horarios de autobús, buscar la meteorología de la semana, encontrar recetas de aquellos dulces que hacía su madre. Busco, encontró uno, y cuando vio los ingredientes conocidos, los ojos le brillaron.

No lo contó. Simplemente horneó el bizcocho y mandó la foto al chat: Esta receta es de la abuela. Llovieron corazones, exclamaciones y súplicas de receta. Mandó la hoja escrita a mano.

Casi sin darse cuenta, dejó de mirar tanto el teléfono fijo. Seguía en la pared, pero ya no era la única ventana al mundo. Ahora tenía ese lazo invisible que la unía a los suyos, de una manera leve y continua.

Una tarde, cuando caía la noche y se iluminaban ventanas al otro lado de la calle, se sentó Mercedes en su sillón favorito, móvil en mano, repasando el chat familiar. Fotos del trabajo de Marcos, selfies de Inés, bromas rápidas de Diego, mensajes cariñosos de Teresa sobre cualquier cosa doméstica. Entre todo eso, sus mensajes ya no eran tan tímidos: una imagen de sus tomates, un audio con una receta, una pregunta sobre medicamentos.

De pronto se dio cuenta: ya no observaba desde el cristal, sino que participaba. No comprendía la mitad de los emoticonos, ni usaba las caritas con la soltura de los nietos, pero respondía; le respondían; la leían.

El móvil vibró. Mensaje de Inés: Abuela, mañana tengo examen de mates. ¿Te puedo llamar a desahogarme luego?

Mercedes sonrió. Escribió despacio, sin querer errar: Llama cuando quieras. Yo aquí te escucho. Y lo envió.

Dejó el móvil junto a la taza. La casa seguía en silencio, pero esa quietud ya no era soledad. Sabía que, si hacía falta, bastaba un toque de su dedo para sentir a los suyos cerca.

Y, en aquel rincón cálido y sencillo, eso bastaba.

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