22 de octubre de 2024
Hoy, mientras revisaba los mensajes que Ana me había dejado en la bandeja de entrada, recordé cómo empezó todo.
¿En serio, Diego? ¿Otra vez esas rosas que no me gustan? se quedó Ana frunciendo el ceño, mirando el ramo. Te lo he dicho cien veces: me gustan las peonías. ¿Entiendes? ¿O es que no me escuchas? ¿Qué escuchas tú?
Yo, Diego, me quedé paralizado en la entrada. Mis mejillas se sonrojaron y en mis ojos apareció esa mezcla de culpa, desconcierto y la voluntad de hacer cualquier cosa por su sonrisa.
Lo siento, cariño. Lo tendré en cuenta. La próxima vez serán peonías, lo prometo.
Ana dejó el ramo sobre la mesa sin olerlo. Las rosas estaban perfectas: abundantes, color burdeos, con pequeñas gotas de rocío en los pétalos
Mi madre, María, nunca olvidó el día en que su hija la trajo a casa por primera vez. Alto, de hombros anchos, rostro abierto y manos curtidas de ingeniero. Yo la miraba a Ana como si fuera la mayor maravilla del mundo. Víctor, mi padre, asentía con aprobación tras su espalda: Un buen chico, serio.
Los primeros dieciocho meses fueron un sueño. Llevaba a Ana a la costa, le regalaba joyas en fechas señaladas y sin señal, escuchaba pacientemente sus interminables historias sobre amigas y compañeras de trabajo. Pero María empezó a notar algo raro: Ana hablaba de mí con tono desdeñoso, a veces con aburrimiento mal disimulado, incluso con desprecioDieguito ha traído un pastel, ¿lo ves? Yo estoy a dieta, o Otra llamada, parece que se pega como chicle. Revisaba mis regalos como si le hubieran impuesto una carga, no como muestra de cariño.
En el segundo año comenzaban las discusiones, pero eran más bien yo el que las provocaba. La aburría la rutina.
¿Me quieres de verdad? preguntaba a menudo, sobre todo por la noche. No lo parece.
Ana, llevo todo el día
¡Exacto! Todo el día ahí fuera y yo aquí sola. ¿Habrá surgido otra?
Yo me justificaba, juraba, pedía perdón. Ella se enfadaba un día, dos, y después perdonaba con benevolencia. Traía flores, el libro que quería, entradas de teatro. Todo volvía a la normalidad hasta la próxima pelea.
Cualquier excusa servía: no dije lo correcto, no miré bien, no le di me gusta a una foto, llegué tarde al trabajo, respondí rápido al móvil¿estás en el móvil en vez de trabajar?o demasiado lento¿me ignoras?.
¡Basta! ¡Terminamos! esa frase resonaba demasiado a menudo.
Y cada vez yo llegaba primero a suplicar. Ana hacía una pausa: un día, tres, una semana. Después, se descongelaba.
Un día, María, con delicadeza, preguntó:
Ana, ¿lo amas de verdad o solo te resulta cómodo?
Yo, con un suspiro, respondí:
Mamá, no me hagas esas preguntas. Claro que lo amo. A veces es pesado, pero no tengo fuerzas.
Cinco años pasaron en ese extraño baile: pasión, escándalo, ruptura, reconciliación. Mi cabello empezaba a encanecer antes de los treinta, perdí peso, sonreía menos, pero seguía. ¿Por qué? María no lo entendía. Tal vez por la esperanza, por la fe de que todo se arreglaría.
En el sexto año, me armé de valor y le propuse matrimonio.
El anillo era sencillo: una banda de oro fino con un pequeño pero puro diamante. Reservé una mesa en un buen restaurante de Madrid, contraté a unos músicos, escribí un discurso que, tembloroso, leí en voz alta.
Ana aceptó sí como quien acepta un postre sin mucho entusiasmo. Lo puso, lo fotografió para Instagram y llamó a sus amigas.
María me abrazó como a un futuro yerno:
Diego, estoy contenta, de verdad.
Víctor estrechó mi mano:
Bienvenido a la familia, oficialmente.
Los preparativos de la boda empezaron de inmediato. Ana tomó el control: el vestido de una boutique de la Gran Vía, el fotógrafo con portafolio de celebridades, orquídeas vivas para las mesas. Yo asentía a todo, entregaba tarjetas, aceptaba cada capricho, deseando que el día fuera perfecto para ella.
Un mes antes, todo se vino abajo.
¿Qué es esto? Ana señaló el menú impreso. La Arcoíris? ¿De verdad elegiste La Arcoíris?
Tiene buena comida, Ana. Lo probamos y te gustó.
¿Te gustó? Yo dije Jardín Blanco, con terraza y vista al río. ¡Me traes una cantina!
No hay plazas para la fecha. Llamé, ya está reservado otro evento.
¡Y qué! ¡Deberías haber negociado! ¡Ofrecer dinero! ¡Pero no haces más que! explotó. ¡Basta! La boda se cancela.
Arrojó el menú al suelo y salió de la sala. El guion habitual: ella esperaría disculpas, yo pediría perdón, ella me daría una patada y luego me perdonaría. Pero esta vez no me disculpé; estaba cansado.
Al día siguiente, recogí mis cosas. Ana me observaba mientras doblaba su afeitadora, cargadores y la chaqueta del armario.
¿En serio? no podía creerlo. ¿Te vas así? ¿Me dejas?
Yo cerré la cremallera, la miré largamente, sin saber qué decir.
Sé feliz, Ana. De verdad
Y salí.
Esperé una semana, dos, sin noticias. El teléfono silencioso, sin mensajes, sin llamadas. Cada vez que intentaba abrir el chat, el cursor parpadeaba en la pantalla vacía, pero la dignidad no me dejaba escribir. Siempre pensé que él volvería primero; siempre lo hacía.
Pasó un mes.
¿Y si está enfermo? pensó Ana, paseando por la cocina de los padres. ¿O en un viaje de trabajo? ¿Debería llamarle?
María, sin decir nada, removía el cocido.
Mamá, dime algo.
¿Qué vas a decir, hija? Lo soltaste, se fue.
¡Yo no lo soltó! Simplemente
¿Qué?
Ana se quedó muda, sin respuesta.
Dos meses después, una colega del departamento, Sofía, la sorprendió en la cafetería:
Vi a tu Diego ayer con una chica, bastante guapa, rubia.
Ana dejó caer el tenedor.
¿Con quién?
No lo sé. Era nueva, reían, se tomaban de la mano parecía una película.
Esa noche, Ana husmeó en mis redes sociales. El perfil era público; le había pedido que quitara la privacidad hacía tiempo. No había fotos nuevas, pero aparecía un nombre desconocido: Catalina Soler, con fotos de paisajes y gatitos, retrato de una joven de veinticinco años con una sonrisa suave.
Ana quedó despierta hasta las tres de la mañana, revisando esa cuenta.
Yo, María, observaba cómo mi hija cambiaba. Su confianza desapareció, su mirada se volvió burlona y helada. Ana perdió peso, no de forma saludable, y bajo los ojos aparecieron círculos negros. La irritación rozaba la histeria.
¡Todo es culpa suya! exclamaba contra sus padres. ¡Seis años! ¡Seis años de vida y me abandona por una simple ratoncita!
Tú fuiste quien lo dejó, le recordó María suavemente.
¡Eso no es lo mismo!
¿Entonces en qué es diferente?
Ana no supo contestar.
El año pasó, y yo seguía observando la vida de Diego a través de la pantalla: fotos con Catalina en barbacoas, en conciertos, una foto con la leyenda ¡Nos mudamos!una vivienda compartida. La pareja, la vida que él deseaba. Después apareció una foto del anillo en el dedo de Catalina, con la frase ¡Dije que sí! y tres corazones.
María, sin buscarlo, encontró esa publicación mientras desplazaba el feed. Catalina brillaba; Diego, otra vez sonriente, con la chispa de antes.
Bien hecho, Diego pensó María. Al fin.
Mientras tanto, Ana intentó nuevas relaciones. Igor duró cuatro meses, se fue tras una discusión por llegar tarde al cumpleaños de una amiga. Sergio duró dos, huyó cuando Ana armó una escena en un restaurante con sus compañeros.
¡Todos los hombres son iguales! desahogó a otro ex, sentada en la cocina familiar. ¡Poco fiables, egoístas!
Víctor masticaba su croqueta en silencio. María servía el té, reflexionando sobre lo extraña que es la vida. Ana miraba el móvil, deslizaba la pantalla entre fotos ajenas de felicidad.
María sonrió. Se alegró de que Diego se hubiera liberado de Ana. Sí, era su hija, pero conocía su carácter.
En una cena familiar, Ana volvió a poner una vieja canción.
Al menos Diego era paciente. Y estos ¡no se pueden decir nada sin ofenderse!
Quizá el problema no sean ellos sugirió Víctor en voz baja.
¿De qué hablas, papá?
Él se encogió de hombros:
Es que el tercer novio del año se marcha. Curioso, ¿no?
Ana se encendió:
¿Entonces soy yo la culpable?
Los padres guardaron silencio. A veces el silencio habla más que las palabras.
Más tarde, María pensó en cómo explicarle a su hija lo evidente: el amor no es un juego donde se pulsa guardar para volver a un momento cómodo. La paciencia no es infinita. Las manipulaciones corroen la confianza como el óxido a una hoja de hierro.
Ana, mientras tanto, culpaba al mundo de su injusticia y aguardaba al príncipe de un cuento, aquel que tolerara sus caprichos para siempre.
Yo, mientras lavaba los últimos platos, miré a Ana, clavada en el sofá con el móvil, revisando fotos ajenas. Sé que mi hija vio las imágenes felices de Diego y Catalina, sus rostros enamorados. Yo también las observaba.
Treinta años atrás, sostuve a mi pequeña en brazos y juré protegerla de cualquier daño. Pero Ana se condenó a la soledad por su propia voluntad. Para ser feliz, tendrá que cambiar; si no, nunca sabrá lo que es ser esposa y madre.
**Lección personal:** el amor no se sostiene con promesas vacías ni con el hábito de volver una y otra vez; se construye con respeto mutuo y con la capacidad de soltar cuando ya no hay crecimiento. Solo así se evita quedarse atrapado en un ciclo que solo desgasta al corazón.







