Si sabes abrir las piernas, puedes. Pero si no eres capaz de asumir responsabilidades, es mejor que renuncies a tener un hijo

Si para abrir las piernas estáis listas, pero para asumir responsabilidades, mejor renunciad al niño.

Lidia y su marido, Javier, esperaban con ilusión a su primer hijo. Durante nueve meses, él la cuidó como un tesoro: la acompañaba a la universidad, la recogía y, sobre todo, en días de helada, le prohibía salir de casa. Pero justo antes del parto, lo mandaron de viaje de trabajo. Podría haberse negado, total, planeaba dejar el empleo en cuanto naciera el bebé. “No está bien eso de irse de faena y dejar a Lidia sola con el niño”, pensaba.

Las contracciones empezaron cuando Javier ya iba en el AVE. No solo eran dolores insoportables, sino que encima, su marido no estaba allí. Vamos, que no era precisamente el recibimiento soñado para su primogénito.

El bebé nació sano, pero a Lidia no le apetecía nada llamar a Javier para contarle la noticia. “Que se entere por otros, total, él se fue”, masculló entre dientes.

Echó un vistazo a la habitación del hospital. Enfrente, una mujer de unos cuarenta años descansaba. En la cama de al lado, una chica joven hablaba por teléfono, y junto a la puerta, otra mujer lloraba con la cara pegada a la pared.

Después del esfuerzo titánico del parto, Lidia se dejó caer sobre la almohada azul con el sello triangular del hospital y se sumió en un sueño profundo, como si el mundo hubiera desaparecido.

¿Vas a darle el pecho? oyó decir entre sueños. Se giró, emocionada.

La enfermera estaba junto a la mujer que lloraba contra la pared.

¿Qué pasa, que no contestas? Cógela al menos, mírala, qué monada es. La mujer no se movió.

Si para abrir las piernas estáis listas, pero para asumir responsabilidades, mejor renunciad al niño. La enfermera, después de un suspiro, salió del cuarto.

Fue Natalia, la mujer de cuarenta años, la primera en hablar. No se mordió la lengua:

¿Tú crees que yo quería este niño? Tengo cuarenta y tres años, mi hijo ya está casado. Pronto seré abuela, y ahora esto ¿Qué hago? Ya está aquí, la criatura no tiene la culpa. Si no la quisieras, no la habrías tenido. ¿Por qué esperaste tanto? ¿Y ahora qué, que crezca en un orfanato? ¿Has pensado en cómo será su vida cuando la abandonen nada más nacer?

Ana rompió a llorar aún más fuerte, sin disimular, como si se hubiera roto un dique.

¿Y llorando qué ganas? insistió Natalia. Coge a la niña, dale de mamar y no seas tonta.

A lo mejor la violaron aventuró Albina, soltando por fin el móvil. O el padre es alguien de la familia, el padrastro o algo así.

Lidia escuchaba la historia de Ana y se sentía culpable, como si fuera suya la responsabilidad. Ella, que tenía un marido que la adoraba, unos padres que la querían, y aún así encontraba motivos para estar de mal humor. Mientras, allí había una persona que no le importaba a nadie. Y otra, recién llegada al mundo, inocente de todo, que ya tampoco le importaba a nadie.

La niña crecería llena de rencor. Porque su madre tenía unos padres borrachos, o porque el hombre en quien confió, el que prometió casarse con ella, las abandonó en cuanto supo del embarazo.

Ni globos para celebrar su llegada, ni flores para su madre. Sin un lugar adonde ir, y menos con un bebé en brazos.

Lidia, entre la vergüenza y la pena, preguntó:

¿Y si tuvieras dónde ir, te la llevarías?

Ana la miró como si estuviera loca:

Claro, pero eso nunca pasará. Lo tomó a burla, volvió a girarse hacia la pared y no dijo nada más.

Unas horas después, Lidia anunció con solemnidad:

Vivirás con tu hija en la residencia universitaria. Mi madre es la conserje. Podrás limpiar los pasillos, y os darán una habitación.

Ay, yo tengo un moisés nuevo interrumpió Albina, apartando el móvil. Llamaré ahora a mi marido. Tenemos dos, ¿para qué queremos tantos?

Yo traeré ropa dijo Natalia. Son de mi hija, no son nuevas, pero están en buen estado. Las lavé y planché. A nosotros no nos hacen falta, mi hijo es varón. Y a los nietos les compran todo nuevo.

Al día siguiente, mujeres de otras habitaciones empezaron a acercarse con ofertas: alguien trajo un cochecito, otra una cuna, otra una mantita.

Ay, yo no tengo nada dijo una joven de otra sala, pero puedo comprar leche de fórmula. Por si acaso no tienes suficiente.

Ana se echó a llorar, esta vez no de desesperación, sino de felicidad ante tanto inesperado apoyo.

Os lo devolveré, trabajaré balbuceaba. Las demás le daban palmaditas en el hombro y decían:

Ayuda a otra que lo necesite, cuando puedas.

Esa noche, al dormirse, Lidia pensó en lo bien que había salido todo. Ana estaría bien. Encontraría a alguien digno.

Y su hija también. Ahora estaría con su madre. ¿Qué más se podía pedir?

¿Os ha pasado alguna vez algo así? ¡Contadme en los comentarios!

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Si sabes abrir las piernas, puedes. Pero si no eres capaz de asumir responsabilidades, es mejor que renuncies a tener un hijo