**Si nos hubiéramos conocido antes…**
Valeria llegó puntual al centro de salud, recogió su tarjeta en recepción y subió al segundo piso. Frente a la consulta doce, todos los asientos estaban ocupados por personas mayores. Junto a la ventana, apoyado en el alféizar, había un hombre.
—¿Todos esperan para la consulta doce? —preguntó Valeria con timidez.
—Sí, la doce. Usted puede ponerse detrás de ese señor de la ventana —respondió una de las mujeres.
—Pero yo tengo cita —dijo Valeria, buscando el papel en su bolsillo.
—Aquí todos tienen cita —masculló un anciano de voz ronca y pelo canoso.
Valeria notó la mirada curiosa del hombre junto a la ventana y se acercó.
—¿Usted también tiene cita? ¿Para qué hora? —le preguntó.
Él parecía más joven que los demás y transmitía calma.
—Para las nueve y media —contestó amablemente.
Valeria lo miró desconcertada.
—¿Entonces por qué se ha quedado esperando? Su hora ya pasó. ¿Llegó tarde?
—Nosotros no llegamos tarde, vinimos antes —intervino el anciano canoso—, pero el médico sí se retrasa.
El murmullo de quejas creció entre los presentes.
—¿Para qué sirven las citas si al final es por orden de llegada? —protestó Valeria, dirigiéndose al anciano.
—¿Quiere reclamar? No vale la pena. Primero pasó un veterano de guerra sin esperar, aunque no tiene más de setenta, igual que yo. Luego la directora del centro trajo a una conocida. Estuvieron cuarenta minutos “en consulta”. Así es esto. Medicina pública —rezongó el viejo.
—A este paso no nos atenderán hasta la noche. ¿Y qué, pedir otra cita? —Valeria buscó apoyo en el hombre de la ventana.
—Tranquila, nos atenderá a todos, aunque sea rápido. El médico también es humano. Sabe cómo es esto, pero no puede cambiarlo. El sistema —dijo el anciano, levantando un dedo—. Ellos tienen la última palabra: si no les gusta, que vayan a una clínica privada.
—Pero eso no es justo… —La indignación de Valeria crecía como el vapor de una tetera.
—Mi consejo es que no se altere. No cambiará nada y solo se hará daño —dijo el hombre con tono filosófico.
Valeria se quedó a su lado, dudando entre esperar dos horas o irse.
—Siempre es difícil ver al traumatólogo. Solo hay uno y somos muchos. Nos manda a rayos X, donde hay otra cola, y luego volver aquí con las placas… —El anciano agitó la mano, resignado.
La fila volvió a murmurar, inquieta.
*«¿Me iré?»*, pensó Valeria, pero no se movió, esperando un milagro.
—¿No se decide a marcharse? —preguntó el hombre.
Ella lo miró sin responder.
—¿Es algo grave?
—Aquí todos tienen algo grave —dijo Valeria, alejándose del alféizar. Con un último vistazo a la consulta, caminó hacia las escaleras.
Oyó pasos detrás y se volvió. El hombre, cojeando, la alcanzaba.
—¿También se va? —preguntó Valeria. Se sintió aliviada de no irse sola.
—¿Ha probado en una clínica privada?
—Allí trabajan los mismos médicos, solo que cobran —respondió él.
Salieron juntos del centro.
—¿Va en autobús? —preguntó él.
—No, caminaré un rato para calmarme. —Valeria pasó de largo la parada.
—Espere, voy con usted.
—Le debe doler caminar. Mejor espere el autobús —dijo ella, aminorando el paso. *«No me dejará ir. Ya se ha encariñado»*, pensó.
—La reconocí. El lunes sacamos cita juntos y luego coincidimos en el autobús. Vive cerca de mí, nos bajamos en la misma parada.
—¿Me seguía? —Valeria enrojeció. *«Está loco»*.
—No, fue casualidad.
Caminaron un rato en silencio. Valeria adaptó su paso al suyo para que no le costara. Tras dos paradas, tomaron el autobús y bajaron juntos.
—Este es mi edificio —dijo él, señalando un bloque de nueve plantas—. ¿La acompaño?
—¿Y su pierna? ¿No le duele?
—Estoy acostumbrado. Oiga, ¿por qué no viene mañana al Centro Cultural? Tenemos un club. Le gustará.
—No me entusiasman esas reuniones. Además, son sus amigos, no los míos.
—Qué pena. Yo fui actor. Bueno, casi. Decían que tenía talento. No me mire así, es cierto.
—¿Y qué lo detuvo? —preguntó Valeria, escéptica.
—El amor. Me enamoré de la chica más bonita de la escuela. Una noche, en un puente, le confesé lo que sentía.
—¿Y?
—Me pidió que demostrara mi amor subiendo a lo alto del puente. Era joven e idiota. Corrí por un cable de acero hasta arriba, pero al bajar, resbalé. Me rompí casi todo. Desde entonces cojeo.
—¿Y ella?
—Vino al hospital a pedir perdón. Luego se casó con un compañero. Hasta salió en una serie. Yo monté este club para perdedores como yo. Cantamos, hablamos, nos apoyamos. ¿Vendrá?
—¿Mañana? ¿A qué hora?
—A las seis, en el Centro Cultural. Pregunte por mí: Miguel Ángel de la Fuente. Todos me conocen.
Valeria dijo que lo pensaría y se despidió. Al entrar en su portal, miró atrás. Miguel Ángel seguía allí, mirándola.
Al día siguiente, decidió no ir, pero cerca de las cinco empezó a arreglarse. La curiosidad pudo más.
En el Centro Cultural, la guiaron hasta una sala amplia con una mesa rectangular. Unas diez personas charlaban. Miguel Ángel se levantó, la presentó a todos y la sentó junto a él.
Dos hombres tocaban la guitarra, dos mujeres cantaban a dúo, y un joven delgado leyó capítulos de su libro con voz potente.
Cuando Miguel Ángel cantó, Valeria se emocionó. Su voz era cálida, profunda, y cantaba con el alma.
—Sin su cojera, estaría en los mejores escenarios —susurró un hombre—. Tiene talento.
—¿Le ha gustado? —preguntó Miguel Ángel al volver a casa—. ¿Se arrepiente de venir?
—No. Pensé que sería amateur, pero son profesionales. Y usted canta mejor que muchos famosos. Es una pena que no lo escuchen millones.
—¿Fama? Me habría vuelto insoportable. Solo lamento una cosa: esa chica no valía la caída.
Comenzaron a pasear juntos por el parque. Miguel Ángel escribía poemas, y Valeria los escuchaba con deleite. Él hablaba de su vida sin exigirle confidencias.
—Estuve casado. Otra belleza. ¿Para qué quería a un perdedor como yo? Me dejó. Y hizo bien. ¿Qué podía ofrecerle? Poesía y canciones no llenan el estómago.
Junto a él, Valeria se sentía ordinaria. Y lo compadecía.
Lo invitó a su cumpleaños. Quería presumirlo ante sus amigas y su hija. Él llevó rosas, cantó con la guitarra…
—Mamá, ¿dónde lo encontraste? —preguntó su hija en la cocina.
—En el centro de salud. Esperábamos al traumatólogo.
—¿Otra vez te duele la rodilla?
—La verdad, ya ni me acuerdo —dijo Valeria, ruborizándose.
—Ay, mam”Años después, cada vez que pasaba por el puente, Valeria miraba hacia arriba y sonreía, porque sabía que en algún lugar, Miguel Ángel seguía cantando para ella.”