La tarde llegaba a su fin, y en el piso donde vivían Lucía, su marido Alejandro y su suegra Carmen Soler, solía reinar el silencio. Pero hoy había sido un día complicado desde el amanecer. El pequeño Mateo, de dos años, estaba inquieto, Carmen no dejaba de quejarse por todo, y Lucía se sentía agotada. Hacía lo que podía: preparaba los platos favoritos de su suegra, limpiaba la casa, cuidaba de Mateo. Pero complacer a Carmen era imposible.
Lucía, otra vez has doblado las toallas mal refunfuñaba Carmen al pasar por el baño. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? La esquina hacia dentro, no hacia fuera.
O:
¡No le has puesto la ropa adecuada al niño, Lucía! Hace fresco, y tú lo vistes con una chaquetita ligera. ¡Se va a resfriar!
Lucía suspiraba cada vez. No discutía, aguantaba, esperando que con el tiempo las cosas mejoraran, que Carmen se acostumbrara a ella, a Mateo, a su vida en común. Alejandro, cuando la situación se volvía insoportable, solía callarse. Si Lucía intentaba quejarse, él respondía con indiferencia:
No le des importancia, Lucía. Mamá es mayor, está nerviosa.
Lucía había preparado una sorpresa para su aniversario de boda. Encargó una tarta pequeña, compró a Alejandro un nuevo cinturón de piel que llevaba tiempo deseando. Quería organizar una velada íntima, solo para ellos trescon Mateo, claro.
El día del aniversario, cuando la cena estaba casi lista y Mateo, por suerte, se había dormido, Carmen montó otra escena. Esta vez porque, según ella, Lucía había «echado demasiada sal a la sopa». Aunque la sopa estaba normal.
¡Esto no se puede comer! gritó la suegra, golpeando la cuchara contra la mesa. ¿Quieres envenenarnos? ¡Lucía, no sabes cocinar!
Lucía se quedó junto a la cocina, agarrando el cucharón con fuerza. El aniversario, la tarta, la sorpresa todo se iba al traste. Miró a Alejandro, sentado a la mesa con la mirada baja. Esperaba que, por una vez, dijera algo, que la defendiera, que acabara con aquel absurdo. Pero él callaba.
Alejandro dijo Lucía en voz baja. ¿No vas a decir nada?
Él se levantó, salió lentamente de la cocina hacia el pasillo. Lucía lo siguió.
Mamá tiene razón dijo Alejandro, sin mirarla. Siempre haces algo mal.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Lucía. Era la gota que colmaba el vaso. Lo miraba fijamente, mientras él evitaba su mirada, clavando los ojos en la pared.
¿Sabes siquiera lo que estás diciendo? su voz tembló. ¡Hoy es nuestro aniversario! Yo he preparado todo, me he esforzado ¡Y tu madre!
Alejandro se volvió bruscamente hacia ella. En sus ojos no había ira, solo cansancio y una indiferencia heladora.
Si no te gusta mi madre, vete.
Las palabras sonaron tan frías, tan cotidianas, que Lucía tardó en asimilar su peso. Las dijo como si le diera un consejo, no como una sentencia. Luego dio media vuelta y se fue a la habitación. La cena estaba arruinada. La celebración, arruinada. Todo.
Lucía se sentó en la cama de su dormitorio, abrazando a Mateo, que dormía plácidamente. Las lágrimas se habían secado, dejando huellas saladas en su rostro. Estaba aturdida. Él le había dicho: «Vete». ¿En serio lo decía? Aquel era su hogar. Su familia. ¿De verdad estaba dispuesto a renunciar a ella, a su hijo, tan fácilmente? No hizo las maletas. No podía creer que fuera en serio. Parecía una pesadilla de la que despertaría por la mañana.
Pasó un día. Luego otro. Alejandro no se disculpó. Se mostró frío, distante. Volvía del trabajo, comía en silencio, luego se encerraba en su habitación o se sentaba frente al ordenador. Apenas hablaba con ella. Jugaba con Mateo por obligación, sin el cariño de antes.
Cuando Lucía intentó hablar con él, la cortó en seco.
Mamá está muy dolida. Dice que la insultaste.
¿Yo la insulté? Lucía no daba crédito. ¡Ella me gritó por la sopa!
Da igual cortó él. Depende de ti. Da el primer paso. Pide perdón. Quizá entonces te perdone.
No había reconciliación en sus palabras. Solo un ultimátum. Y Lucía empezó a entender. Aquella no era su casa. Allí era una invitada, tolerada mientras resultara útil, mientras cumpliera con su papel. Pero si dejaba de ser perfecta, la descartarían como un objeto inservible. El miedo que sintió al principio dio paso a una certeza aplastante: aquello no era una familia. Era un juego de lealtades unilaterales. Ella debía ser leal a Alejandro, a su madre, a sus caprichos. Pero ellos no le debían nada.
Miró a Mateo, dormido. Ni él ni ella tenían cabida allí. Aquel hogar, aquel ambiente, la estaban consumiendo. Lenta pero inexorablemente. Y Alejandro, su marido, lo permitía. Más aún, la empujaba hacia el abismo.
Alejandro estaba en una cafetería con su amigo Javier. Hablaba despacio, midiendo cada palabra.
Oye, tío, esto de Leticia bueno, de Lucía se ha complicado.
Javier dio un sorbo a su café.
¿Otra vez? ¿La suegra?
Alejandro asintió.
Sí. Mamá es mayor, tiene sus nervios. Y Lucía es joven, debería adaptarse. Pero no quiere. Siempre hay quejas, resentimientos.
Se sentía cansado de aquel conflicto eterno. Le hartaban las discusiones, las exigencias de su madre, el descontento de Lucía. Quería paz.
Estoy harto de los dramas continuó, abriendo las manos. A estas alturas, quizá sería mejor separarnos. Vivir en tensión constante Con mamá por un lado y ella por otro. ¿Para qué necesito esto?
Javier escuchaba en silencio.
Se lo dije claro: «Si no te gusta mi madre, vete». ¿Qué más podía decir? Mi madre es sagrada. Me crió sola. Y Lucía nunca está contenta.
No había arrepentimiento en su voz. Solo rabia justiciera y ganas de deshacerse del problema. No quería asumir responsabilidades. Quería que Lucía tomara la decisión. Que se fuera por su cuenta. Así su conciencia quedaría limpia. No la «echaba». Ella «elegía» irse.
Que decida ella repitió, como convenciéndose. Estoy harto. Quiero vivir en paz. Llegar a casa y que haya silencio. Sin quejas.
No veía su culpa. Estaba seguro de que Lucía era la problemática, la que no sabía llevarse bien con su madre. No admitía que el problema era su pasividad, su negativa a defender a su esposa. Solo quería que el conflicto desapareciera. Y en su mente, la única solución era que Lucía se marchara.
Al día siguiente, Lucía alquiló un pequeño piso cerca. Lo encontró rápido, por conocidos. Sacó sus cosas en silencio, sin dramas. Alejandro estaba en el trabajo. Un conductor con una furgoneta pequeña hizo varios viajes para llevarse lo esencial: sus cosas, las de Mateo, algunos juguetes, unos cuantos libros. Nada más. Ni gritos, ni peleas, ni lágrimas.
Cuando Alejandro volvió a casa, el piso parecía extrañamente vacío. Entró en el dormitor







