**Diario de un hombre**
El autobús saltaba en los baches. El conductor maldecía al esquivar los charcos, incluso invadiendo el carril contrario. No había mucha gente, era día laboral.
Ignacio miraba por la ventana la nieve ennegrecida y derretida. Pronto llegaría el verano. En otro bache, el conductor soltó otra palabrota.
—Así nos quedaremos sin ruedas.
Al fin, apareció la verja del cementerio, con filas de lápidas alineadas.
Cada vez que venía, Ignacio sentía el peso de la fatalidad, de lo efímero de la vida. Pensar que algún día descansaría ahí le disgustaba. No venía por voluntad, sino por obligación. La costumbre dicta visitar a los muertos en fechas señaladas. Le remordía su actitud, y suspiró hondo.
El autobús se detuvo. La gente bajó, estiró las piernas y se dirigió a los puestos de flores artificiales junto a la verja. Ignacio caminó despacio, buscando flores frescas. Entre tanto color artificial, al final encontró a una mujer con un cubo de claveles rojos.
Compró cuatro y entró al cementerio. Los senderos estaban encharcados. Evitó los charcos, pero bajo la nieve blanda también había agua. Se arrepintió de llevar sus botas viejas.
Casi al borde del bosque, giró a la izquierda. Encontró la tumba de su mujer por la cruz. «Habrá que poner una lápida. ¿O mejor esperar? Quizá mi hijo la haga para los dos». Alrededor ya no quedaban cruces provisionales. Muchas tumbas nuevas desde su última visita en otoño.
Saltó la pequeña verja y se hundió en la nieve. Notó que los pies se le mojaban.
—Hola, Lidia.
Desde la foto descolorida junto a la cruz, su mujer le sonreía. Amaba esa foto. Así la recordaba, aunque ahí solo tenía treinta y seis.
Recordó su cumpleaños. Él salió temprano por flores, y al volver, Lidia ya estaba vestida con un traje nuevo. Le regaló unos pendientes de oro. Se los puso al instante, radiante. Él capturó ese momento con la cámara. Como si fuera ayer…
—Feliz cumpleaños. Hoy cumplirías cincuenta y seis. —Ignacio buscó dónde colocar los claveles.
La tumba estaba cubierta de flores artificiales clavadas en la tierra. Esas no se marchitaban ni perdían color, como si las hubieran puesto ayer.
Arrancó una ramita de flores amarillas junto a la cruz y la enterró en la nieve al pie de la tumba. En su lugar, dejó los claveles. La tierra estaba helada; los tallos frágiles no la penetraban. La nieve se derretiría, y los claveles caerían. Lucían humildes entre los colores chillones de las flores falsas. Pero al menos eran vivos.
—Te echo de menos. Pero no puedo venir mucho. Perdóname y no te enfades. Yo merecía estar aquí, no tú. La vida es caprichosa…
Habló largo rato, contando novedades mientras miraba el retrato, hasta que los pies se le helaron. El graznido de los cuervos rompía el silencio, añadiendo melancolía.
—Me voy, Lidia. Me puse las botas viejas y se me mojaron los pies. Y ya no hay quien me regañe. Volveré después de Pascua, cuando esté seco. Entonces limpiaré tu tumba y traeré otra foto igual. Estás tan guapa aquí… Perdóname por todo. —Suspiró, saltó la verja y se marchó sin mirar atrás.
En la parada ya esperaban varias personas. Al subir al autobús, apenas sentía los dedos de los pies.
Llegó a casa agotado. Se quitó las botas y los calcetines húmedos, puso la tetera y bebió dos tazas de té con miel. Se puso calcetines de lana, encendió la tele y se tumbó en el sofá. La película le dio sueño…
***
Rosa llegó a la obra recién salida del instituto. Joven, ojos grandes, pecas en la nariz y una sonrisa como el sol primaveral. Ignacio no podía evitar mirarla. Tenía esposa, un hijo en primaria, pero no apartaba los ojos de la muchacha. ¿Qué hacer si se la cruzaba a cada rato? No iba a mirar hacia otro lado.
Poco antes de Navidad, coincidieron en la parada. Rosa se abrigaba en el cuello del abrigo. Las luces de la calle brillaban en sus ojos. Ignacio la miraba de reojo. Cuando llegó el autobús, empujó a los demás y se sentó a su lado.
—Hola, Rosa. ¿A casa? —preguntó para romper el hielo.
—Sí. ¿Y tú?
—Yo también. —Hizo una pausa—. ¿Ya decoraste el árbol?
—No. Mi padre siempre compraba uno natural. Lo teníamos en el balcón. El treinta de diciembre lo decorábamos juntos. ¡Y el olor que llenaba la casa! Todo se volvía alegre.
—Hoy es treinta. ¿Tienes un pino en el balcón? —bromeó Ignacio.
Rosa rio con ganas. A él se le iluminó el rostro.
—Mis padres están lejos, y yo tengo uno artificial. En casa lo armaremos y colgaré caramelos, como hacía mi madre. Luego tomaré té mientras lo admiro. —Volvió a reír.
Ignacio imaginó la escena: la habitación cálida, el árbol, Rosa sonrojada alcanzando una rama alta… La tetera silbando en la cocina…
—¿Puedo ir? A ayudarte —preguntó sin pensarlo.
—¿Para qué? —se sorprendió ella.
—Para decorar. Luego tomaremos té juntos. —Se ruborizó por su atrevimiento. ¿Qué pensaría de él?
Rosa lo miró fijamente.
—Vale, vamos —dijo simplemente.
Montaron el árbol entre risas. Parecía que se conocían de siempre. Notó que ella también disfrutaba su compañía. Bebieron té… Y él se marchó, aunque no quería.
En Nochevieja volvió. No recordaba qué mentira le dijo a Lidia. Bueno, sí lo recordaba. Y cómo ella lo miró, como si lo supiera todo. Pero no podía resistirse. Rosa lo atraía como un remolino. No quería resistir.
Así empezó a visitarla. Rosa nunca preguntaba. A veces veía tristeza en sus ojos. La misma que veía en Lidia al volver a casa.
Un día, decidió confesarlo todo. No aguantaba más. Sabía que Lidia lloraría, gritaría. No importaba, mientras no le quitara a su hijo. Al entrar, ella corrió hacia él llorando.
—¿Qué pasa? —preguntó, sorprendido. Aunque quizá era mejor así.
Lidia le dijo que su madre estaba grave en el hospital. Las confesiones podían esperar.
Luego su madre se mudó con ellos. No podía valerse sola. Lidia aceptó, sabiendo que cuidaría de ella.
Ignacio no podía irse ahora. Contrataron una cuidadora, hasta que Lidia la pilló borracha y la echó.
Decidieron no arriesgar más. Lidia dejó su trabajo para cuidar de su suegra.
Ignacio fue a despedirse de Rosa. Se disculpó por enredarla, por no querer arruinarle la vida. Ella era joven, merecía casarse, tener hijos, no amar a un hombre casado.
En el pasillo, Rosa lo abrazó. Se quedaron así un largo rato, hasta que ella lo apartó.
Camino a casa, se llamó cobarde. En el trabajo, se saludaban con la mirada baja. Una vez vio a Rosa con un becario, guapo y con gafas. Le ardía el pecho de celos. DCon el tiempo, Ignacio aprendió que el remordimiento es un peso más pesado que la soledad, y que los errores del pasado nunca se borran, solo se aprenden a cargar.