**Si nos hubiéramos conocido antes…**
Lucía llegó puntual al ambulatorio, recogió su tarjeta en recepción y subió al segundo piso. Frente al consultorio doce, todos los asientos estaban ocupados por personas mayores. Junto a la ventana, apoyado contra el alféizar, un hombre esperaba en silencio.
—¿Todos están para el consultorio doce? —preguntó Lucía con timidez.
—Sí. Usted va detrás de ese señor de ahí —contestó una mujer.
—Pero yo tengo número —replicó Lucía, buscando el papel en el bolsillo.
—Aquí todos tienen número —farfulló un anciano de pelo cano y voz ronca.
Lucía captó la mirada curiosa del hombre junto a la ventana y se acercó.
—¿Usted también tiene cita? ¿A qué hora? —le preguntó.
Él parecía más joven que los demás y transmitía una calma inusual.
—A las nueve y media —respondió amablemente.
Lucía lo miró desconcertada.
—Entonces, ¿por qué está esperando? Su hora ya pasó. ¿Llegó tarde? —preguntó.
—Nosotros llegamos a tiempo, incluso antes. El que llega tarde es el médico —intervino el anciano, y los demás comenzaron a murmurar, quejándose de la injusticia.
—¿Cómo puede ser? ¿Para qué sirven los números si al final es por orden de llegada? —protestó Lucía, dirigiéndose al viejo.
—¿Quiere quejarse? No sirve de nada. Primero pasó un supuesto veterano de guerra, mintiendo descaradamente. Luego la directora metió a una conocida. Así estamos, esperando. Es lo que hay, la sanidad pública —rezongó el anciano.
—A este paso no nos atenderán hasta la noche. ¿Y qué, volver a pedir cita? —exclamó Lucía, buscando apoyo en el hombre de la ventana.
—Tranquila, nos atenderán, aunque sea rápido. El médico también es humano. Él lo sabe, pero no puede hacer nada. El sistema —dijo el anciano, alzando un dedo huesudo—. Su respuesta siempre es la misma: si no les gusta, vayan a un privado.
—Pero esto no está bien… —La indignación de Lucía crecía como el vapor en una tetera.
—Mi consejo es que no se agobie. No cambiará nada, y solo se hará daño —dijo el hombre con filosofía.
Lucía se quedó junto a él, preguntándose si esperar dos horas o marcharse.
—Con el traumatólogo siempre hay problemas. Solo hay uno y somos muchos. Te manda a rayos, y allí otra cola. Luego vuelves con las placas… —El anciano agitó la mano, desesperado.
La fila asintió, murmurando de nuevo.
*¿Y si me voy?*, pensó Lucía, aunque no se movió, esperando un milagro.
—¿No se decide a irse? —preguntó el hombre.
Lucía lo miró sin responder.
—¿Es algo grave? —insistió él.
—Aquí todos tienen algo grave —respondió ella, apartándose del alféizar. Con un último vistazo al consultorio doce, caminó hacia las escaleras.
Oyó pasos detrás y se volvió. El hombre la alcanzaba, cojeando ligeramente.
—¿También se va? —preguntó Lucía, sintiendo un alivio inexplicable al no irse sola.
—¿Ha probado en un privado? —dijo él.
—Allí trabajan los mismos médicos, solo que cobran —respondió él.
Salieron juntos del ambulatorio.
—¿Va en autobús? —preguntó él.
—No, prefiero caminar un rato, calmarme. —Pasó de largo ante la parada.
—Espere, voy con usted —la llamó él.
—Le dolerá caminar. Mejor espere el autobús —dijo Lucía, aminorando el paso. *No me dejará en paz*, pensó.
—La reconozco. El lunes sacamos cita juntos, luego volvimos en el mismo autobús. Vive cerca de mí; bajamos en la misma parada.
—¿Me seguía? —Lucía se ruborizó. *Está loco.*
—No, fue casualidad.
Caminaron un rato en silencio. Lucía adaptó su paso al suyo. Tras dos paradas, tomaron el autobús y bajaron juntos.
—Ahí vivo yo —señaló él un edificio de nueve plantas frente a la parada—. ¿La acompaño?
—¿Le duele la pierna? —preguntó Lucía, evasiva.
—Estoy acostumbrado. Oiga, ¿por qué no viene mañana al Centro Cultural? Tenemos un grupo. Le gustará.
—No me gustan esas cosas. Además, son sus amigos, no los míos —quiso alejarlo.
—Lástima. Yo fui actor. Bueno, casi. Dicen que tenía talento. Sí, no se ría.
—¿Y qué lo detuvo? —preguntó escéptica. *Quiere ligar.*
—El amor. Me enamoré de la chica más guapa de la escuela. Una noche, en un puente, le declaré mi amor.
—¿Y? —Lucía se interesó.
Llegaron a su portal, pero ella quería oír el final.
—Me pidió que demostrara mi amor subiendo a lo alto del puente. Subí como un idiota, pero al bajar, resbalé. Me rompí todo. Desde entonces, cojeo.
—¿Y ella?
—Vino al hospital, se disculpó. Luego se casó con un compañero. Hasta salió en una serie. Yo creé este grupo para perdedores como yo. Cantamos, leemos poesía… ¿Vendrá? —La miró con esperanza.
—¿Mañana? ¿A qué hora?
—A las seis, en el Centro Cultural. Me llamo Javier Márquez. Pregunte por mí.
Lucía dijo que lo pensaría y se despidió. Al entrar en el portal, lo vio aún allí, mirándola.
Al día siguiente, decidió no ir, pero a las cinco se vistió. La curiosidad pudo más.
En el Centro Cultural la guiaron hasta una sala amplia, con una mesa rectangular y una decena de personas. Javier se levantó, la presentó y la sentó a su lado.
Dos hombres tocaban la guitarra, mientras dos mujeres cantaban armoniosamente. Un joven delgado leyó fragmentos de su libro.
Cuando Javier cantó, Lucía se emocionó. Su voz era cálida, llena de sentimiento.
—Sin la cojera, estaría en los mejores escenarios —susurró un hombre—. Tiene talento.
—¿Le ha gustado? —preguntó Javier al salir.
—Mucho. Canta mejor que muchos famosos. Es una pena que no le conozcan más.
—Bah. Si hubiera triunfado, habría sido un engreído. Solo lamento una cosa: que ella no valía la pena.
Comenzaron a pasear juntos. Javier escribía poemas, y Lucía los escuchaba embelesada. Él hablaba de sí mismo sin exigirle reciprocidad.
—Estuve casado. Otra belleza. ¿Para qué quería a un fracasado como yo? Hizo bien en irse. ¿Qué podía ofrecerle? Poesías. No se vive de eso.
Lucía se sentía ordinaria a su lado. Lo compadecía.
En su cumpleaños, Javier impresionó a todos con su canto.
—Mamá, ¿dónde lo encontraste? —preguntó su hija en la cocina.
—En el ambulatorio.
—¿Te duele otra vez la rodilla?
—La verdad, ni me acuerdo —confesó Lucía, ruborizándose.
—Madre, te vas a enamorar. Es imposible no emocionarse con su voz.
—Si nos hubiéramos conocido antes… —susurró Lucía.
—Vamos, mamá. Le gustas. Lo he visto cómo te mira.
Lucía notaba sus miradas. Nunca imaginó que a suY cuando falleció, dejó un vacío en su corazón, pero también la certeza de que, aunque tarde, había conocido un amor verdadero, uno que trascendía el tiempo y las casualidades.