Si está destinado a ser

—Vero, ¿qué haces ahí tan enredada? —dijo Miguel cuando ella por fin salió de casa. Estudiaban en la misma clase y ya casi llegaban tarde al instituto.

—Mamá me sirvió el té demasiado caliente, casi me quemo —respondió Vera riendo—. Mejor esperar a que se enfriara. Además, no vamos a llegar tarde, queda cerca.

Vivían uno al lado del otro, separados solo por una valla. Sus padres se llevaban bien, y hasta bromeaban a veces con casarlos algún día, pues eran inseparables desde la infancia.

Miguel era el hijo único de Ana y Antonio. Su madre lo adoraba; para ella, era el más inteligente, guapo y respetuoso. Y la verdad, así era. Vera, en cambio, era callada y modesta, pero con manos hábiles: ya cosía, tejía y cocinaba como una adulta, habilidades que aprendió de su madre.

—Vero sería la mujer perfecta para nuestro Miguel —comentaba Ana mientras planchaba.

—Sí, si se casan, hasta podríamos tirar la valla y vivir todos juntos —bromeaba Antonio.

Todo el pueblo daba por hecho que acabarían juntos. A Miguel le gustaba Vera, pero no con locura; su amistad era fuerte, eso sí. Vera, en cambio, sí albergaba esperanzas.

En segundo de bachillerato llegó una nueva alumna: Mariana. Miguel se enamoró al instante. Era morena, con un hoyuelo en la barbilla y unos ojos tristes que escondían una pena.

Mariana y su madre, Teresa, se habían mudado al pueblo desde la ciudad. La tristeza en sus ojos venía de la pérdida de su padre, que murió salvando a un niño vecino en el río. Lo empujó a la orilla, pero a él el corazón le falló.

—Mamá, no soporto ver al niño que papá salvó —confesaba Mariana—. No puedo evitar pensar en lo que pasó.

Teresa decidió huir. Alquiló su piso en la ciudad y compró una casita en el pueblo, buscando paz.

Vera se hizo amiga de Mariana y, al conocer su historia, la compadeció. Notó que Miguel estaba enamorado de ella, pero no le guardó rencor.

Con el tiempo, Miguel y Mariana empezaron a salir, lo que enfureció a Ana.

—Miguel, no está bien herir a Vero así. Vosotros dos estáis hechos el uno para el otro, y ahora llega esta forastera… Vero es una mujer hecha y derecha, ¿y esa? ¡Ni sabe freír un huevo!

—Mamá, no la conoces. Además, nunca le prometí nada a Vero. Eso lo decidiste tú.

Antonio no solía intervenir, pero esa vez defendió a su hijo:

—Déjalo, Ana. Es su vida.

—¿Su vida? ¡La va a arruinar con esa chica! Y tú, como si no fuera tu sangre. Seguro que es tu madre la que te llena la cabeza.

La rivalidad entre Ana y su suegra era antigua. Desde el principio, su suegra despreció a Ana, llegando a insinuar que Miguel no era hijo de Antonio. Por eso él evitaba meterse en discusiones.

Al terminar el instituto, Miguel y Mariana decidieron casarse. Antonio le pidió que lo pensara bien, pero él se enfadó.

—Padre, déjame en paz. La amo, y solo con ella seré feliz.

Sabía que no podía hablar de esto delante de su madre, así que actuó por su cuenta. Se casaron en el registro civil y, al mes, regresaron como marido y mujer. Ana montó en cólera.

—¡No permitiré que esa intrusa pise mi casa! —gritó, soltando una retahíla de insultos.

Miguel empacó sus cosas y se mudó con Teresa. Ella y su yerno se llevaban bien. Con sus padres, en cambio, cortó todo contacto. Ni siquiera los invitó a su despedida antes de ir a la mili.

—Miguel, iré a verte cuando jures bandera —prometió Mariana, y él sonrió, feliz.

Mariana cumplió su palabra y viajó para la ceremonia.

—Miguel, estoy embarazada —le susurró aquel día—. Vamos a tener un bebé.

La alegría lo inundó. Escribió a sus padres para compartir la noticia, pero no respondieron. Cuando nació su hijo, tampoco. Mariana dolía: su suegra la rechazaba y evitaba a toda costa.

Al volver del servicio, Miguel fue primero a casa de sus padres. Los echaba de menos, y pensaba que ellos también.

—¡Hijo mío! —Ana lo recibió con efusividad—. Siéntate, que tu padre está trabajando.

Le sirvió una copa, luego otra. Miguel, que no solía beber, acabó mareado. Aprovechando su estado, Ana soltó la bomba.

—Miguel, ese niño no es tuyo. En cuanto te fuiste, vino un chico a casa de Teresa. Dicen que es primo de Mariana, pero yo no me lo creo.

—¿Qué dices, madre? —rugió, furioso.

—El niño no se te parece en nada. Se parece a ese tipo.

Ebrio y herido, Miguel perdió el control. Sacó la escopeta de su padre y salió corriendo.

Ana, arrepentida, lo siguió gritando. Cuando entró en la casa de Teresa, Miguel ya apuntaba a Mariana y al bebé, mientras Teresa intentaba protegerlos. Ana lo empujó, él apretó el gatillo… pero el arma no estaba cargada.

—¡Hijo, no lo hagas! —lloraba Ana, colgada de su brazo.

Teresa los echó y cerró la puerta. Miguel golpeó con rabia, hasta que su madre lo arrastró a casa.

—¿Por qué me hizo esto? —repetía, hundido.

Teresa abrazó a Mariana.

—Hija, nos vamos. Ana no nos dejará vivir en paz.

Esa misma noche se marcharon sin decir adónde. Ana, en cambio, celebraba su victoria. Organizó una fiesta para celebrar el regreso de su hijo, pero casi nadie fue. Ni siquiera Miguel, que apareció borracho en un banco cerca del bar. Vera tampoco fue.

—Vero, ¿qué te pasa? Ahora es tu oportunidad —le dijo Ana después—. Miguel está herido. Consuélalo y será tuyo.

—¿De verdad cree que lo quiero así? No pienso participar en sus mentiras. Usted arruinó la vida de su hijo. ¿Cree que algún día la perdonará?

Ana palideció. No había pensado en eso.

Miguel cayó en el alcohol. Hasta que un día, su amigo Pablo lo zarandeó contra una pared.

—¡Basta ya! ¿Vas a dejar que tu madre te arruine? Mariana te fue fiel. Ese chico era su primo, vino a ayudar con unas reparaciones. ¡Y tu madre hasta me pidió que le mintiera sobre ella!

Miguel, aturdido, volvió a casa hecho una furia.

—¿Lo sabías, padre? —Antonio bajó la mirada—. Nunca se lo perdonaré.

Se fue para no volver. Dejó la bebida y trabajó como conductor sin descanso, ahogando el dolor.

Un día, se encontró con Vera.

—Me caso con Pablo.

—Enhorabuena. Es un buen hombre.

—Miguel… ve a Pinarillo. Allí está Mariana. Pídele perdón. Ella no tuvo la culpa.

El corazón le dio un vuelco.

—¿Es cierto? —No esperó respuesta. Arrancó el coche y pisó el acelerador.

Teresa estaba en el jardín cuando llegó. Al verlo, se sentó en el escalón, abrazando a su nieto. Mariana salió corriendo. Miguel cayó de rodillas, llevándose una mano al pecho.

—¿Te duele? —preguntó ella, alarmada.

—Moriré sin ti y sin nuestro hijo —susurró él, con lágrimas en los ojos—. Perdóname.

No volvieron al pueblo. Se quedaron en PY, aunque pasaron los años y las heridas nunca cicatrizaron del todo, encontraron en Pinarillo un refugio donde reconstruir su amor, lejos del rencor que una vez los separó.

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MagistrUm
Si está destinado a ser