Si encontraras a un hombre de verdad como Dios manda

¿Cuándo vais a comprar un piso? La voz de María del Carmen sonaba exigente, implacable.

Estaba sentada en el sofá del alquilado estudio donde Lucía y Adrián llevaban viviendo los últimos tres años, y miraba a su hija como si hubiera cometido un crimen.

¿Hasta cuándo vais a estar tirando el dinero en alquileres?

Lucía suspiró y apartó la mirada hacia la ventana. Esas conversaciones habían dejado de ser solo molestas para convertirse en una tortura. Desde que se casó con Adrián, su madre no paraba. Que se había equivocado de hombre. Que Adrián no tenía casa, ni dinero, que no tenía nada. ¿Para qué quería un marido así? Y durante estos tres años, María del Carmen no dejaba de preguntar cuándo comprarían su propio piso, por qué seguían alquilando, si no les daba vergüenza vivir así.

La irritación le hervía bajo las costillas, a punto de estallar.

Estamos buscando algo que se ajuste, mamá dijo al fin Lucía, manteniendo la voz lo más serena posible. Por zona, por precio, por estado. Queremos un piso de segunda mano con reforma, porque no tenemos dinero para hacerla. ¿Lo entiendes?

María del Carmen resopló y puso los ojos en blanco con tal dramatismo que Lucía apretó los puños sin querer.

Claro, claro respondió su madre con sorna. Si hubieras encontrado un hombre de verdad, vivirías como una reina, no buscando pisos baratos. Mirarías en obra nueva. Pero así Te conformas con las sobras.

Lucía se levantó de golpe, conteniendo a duras penas las ganas de gritar.

Tengo que salir, mamá soltó secamente, dirigiéndose hacia la puerta.

María del Carmen dijo algo más, pero Lucía ya no la escuchaba. La acompañó hasta la salida, cerró la puerta y se apoyó contra ella con la espalda. Respiró hondo. Solo entonces se dio cuenta de lo tensa que había estado todo el rato: los hombros le dolían, las mandíbulas le ardían de apretar los dientes. Últimamente, hablar con su madre solo le traía dolores de cabeza. Cada vez que María del Carmen venía, Lucía se preparaba para una batalla. Se defendía, se justificaba, discutía. Y todo para nada.

Fue a la cocina, se sirvió agua de una jarra. Se sentó a la mesa, bebió un par de sorbos, intentando calmarse. Entonces sonó el teléfono.

¡Luci! La voz de Adrián sonaba emocionada. ¡Lo he encontrado! ¡El piso perfecto! Tienes que venir ya a la dirección que te voy a decir. ¡Hay que comprarlo ahora mismo, lo entiendes? ¡Es nuestra oportunidad!

El corazón de Lucía se aceleró. Cogió un boli, apuntó la dirección en un papel y se lanzó a prepararse. Se puso la chaqueta, salió a la calle y encontró un taxi. Durante todo el trayecto no dejó de moverse en el asiento, mirando por la ventana, deseando que el conductor fuera más rápido.

Adrián ya la esperaba frente al portal. Su rostro brillaba, los ojos le ardían.

Vamos, mira dijo, tomándola de la mano y guiándola hacia dentro.

El piso estaba en el tercero. Un dos dormitorios. Pequeño, pero acogedor. La reforma era reciente, luminosa. Las paredes tenían un tono beige suave, el suelo imitaba madera, las ventanas eran de PVC. Los muebles se quedaban: sofá, armarios, cocina equipada. Todo limpio, cuidado.

Mira Adrián la llevó de habitación en habitación, señalando cada rincón. Aquí el dormitorio, aquí el salón. La cocina tiene mucha luz. Y lo mejor: tienes tiendas, paradas de autobús, un colegio cerca. Todo lo necesario. El precio es razonable. Los dueños lo venden rápido, se mudan a otra ciudad. Hemos tenido suerte.

Lucía recorrió el piso en silencio. Pasó de una habitación a otra, tocó las paredes, miró dentro de los armarios. Algo cálido se expandió en su pecho. Este era su hogar. Ya imaginaba cómo lo decorarían, dónde pondrían sus cosas, cómo tomarían el café por las mañanas en esa cocina.

¿Lo cogemos? preguntó Adrián en voz baja, mirándola con esperanza.
Lo cogemos sonrió Lucía, y él la abrazó.

Cerrado el trato con los dueños, salieron de allí felices, emocionados. Adrián no paró de hablar durante el camino, imaginando cómo amueblarían el piso, qué detalles cambiarían. Lucía callaba, pero sonreía. La alegría le hervía por dentro, tan fuerte que le daban ganas de gritar, de saltar, de bailar.

Las semanas siguientes pasaron en un torbellino. Trámites, papeleo, cajas, mudanza. Lucía apenas podía seguir el ritmo. La vida los arrastraba como un remolino, sin darles tregua. Adrián se ocupó de casi todo, y ella le estaba agradecida. Por fin llegó el día: su primer atardecer en su propio hogar.

Lucía se quedó en medio del salón, mirando a su alrededor. Adrián se acercó por detrás, rodeándola con los brazos.

Nuestro piso susurró al oído.
Nuestro hogar respondió ella, y las lágrimas empezaron a caer.

Pero la alegría duró poco. Al día siguiente, alguien llamó a la puerta. Lucía abrió: era su madre. El rostro de María del Carmen era puro descontento.

Hola masculló, entrando sin esperar invitación.

Su madre examinó el piso con lentitud, escudriñando cada esquina. Las cejas fruncidas, los labios apretados. Al final, se detuvo en medio del salón y preguntó con desprecio:

¿Y esto es todo?

Lucía se quedó paralizada.

¿Qué quieres decir?

María del Carmen arrugó la nariz, como si estuviera en un vertedero. Miró las paredes, el techo, las ventanas.

El piso es pequeño y cutre declaró con firmeza. Yo pensaba que os compraríais un tres dormitorios como mínimo. ¿Pero esto? Las habitaciones son diminutas, pegadas. ¡Esto no es un dos dormitorios, es un zulo! ¡Una caja de cerillas! ¿Esto es vivir?

La cara de Lucía ardía. La rabia y la humillación le apretaban el pecho. Adrián apareció en la habitación. Había oído todo. Intentó suavizar la situación.

María del Carmen, es nuestro primer piso dijo con calma. Ahorraremos y quizá nos mudemos a algo más grande. Pero de momento, estamos contentos.

María del Carmen bufó, cogió el bolso y se dirigió a la puerta. Al salir, se volvió y le escupió a Lucía:

Este piso es el reflejo de tu marido. Inútil, gris y miserable. Como él.

La puerta se cerró. Lucía se quedó inmóvil. Las palabras de su madre resonaban en su cabeza, arañándola por dentro. Esperó que Adrián no las hubiera oído. Pero al volverse, vio en sus ojos una sonrisa triste.

No pasa nada susurró él. No le des importancia.

Pero Lucía vio el dolor en la mirada de Adrián, y su corazón se partió.

Con el tiempo, el piso se convirtió en su hogar. Lucía ponía flores en los alféizares, colgaba cuadros, compraba detalles que lo hacían acogedor.

Pero unas semanas después, María del Carmen volvió. Adrián, al oírla, se encerró en el dormitorio. Lucía la recibió en la cocina, puso el hervidor.

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