¿Cuándo vais a comprar un piso? La voz de Dolores resonó exigente y tajante. Estaba sentada en el sofá del pequeño alquiler donde Lucía y Adrián llevaban viviendo los últimos tres años, mirando a su hija como si hubiera cometido un crimen.
¿Hasta cuándo vais a estar pagando a un casero?
Lucía suspiró y miró por la ventana. Esas conversaciones habían dejado de ser incómodas para convertirse en una tortura. Desde que se casó con Adrián, su madre no paraba de atosigarla. Que se había equivocado de hombre. Que Adrián no tenía casa, ni dinero, ni nada. ¿Para qué servía un marido así? Y, durante tres años, Dolores no dejó de preguntar cuándo comprarían un piso, por qué seguían alquilando y si no les daba vergüenza vivir así.
La irritación le hervía bajo las costillas, lista para estallar.
Estamos buscando algo que se ajuste, mamá respondió Lucía con calma forzada. Que esté bien ubicado, a buen precio y con una reforma decente. Queremos un piso de segunda mano porque no tenemos dinero para arreglarlo. ¿Lo entiendes?
Dolores resopló y puso los ojos en blanco con tanto dramatismo que a Lucía le entraron ganas de apretar los puños.
Claro, claro dijo su madre con sorna. Si hubieras encontrado un hombre de verdad, estarías nadando en la abundancia en lugar de rebuscando pisos baratos. Te podrías permitir algo nuevo. Pero no, te conformas con las sobras.
Lucía se levantó de golpe, conteniendo a duras penas las ganas de gritar.
Tengo cosas que hacer, mamá soltó secamente, dirigiéndose a la puerta.
Dolores siguió hablando, pero Lucía ya no la escuchaba. La acompañó hasta la salida, cerró la puerta y se apoyó contra ella con la espalda. Respiró hondo. Solo entonces se dio cuenta de lo tensa que estaba: los hombros le dolían y la mandíbula le ardía por apretar los dientes. Últimamente, cada visita de su madre le dejaba migraña. Era como prepararse para una batalla: defenderse, justificarse, discutir. Todo inútil.
Fue a la cocina, se sirvió agua del jarro y se sentó a la mesa. Bebió un sorbo, intentando calmarse. Entonces sonó el teléfono.
¡Lu! La voz de Adrián sonaba emocionada. ¡Lo he encontrado! ¡El piso perfecto! Tienes que venir ahora mismo a la dirección que te digo. Hay que cerrar el trato rápido, ¿entiendes? ¡Es nuestra oportunidad!
El corazón de Lucía se aceleró. Agarró un boli, apuntó la dirección en un papel y salió corriendo. Se puso la chaqueta, paró un taxi y no dejó de moverse en el asiento durante todo el trayecto, mirando por la ventana como si eso hiciera llegar antes.
Adrián la esperaba en la puerta del edificio. Su rostro brillaba, los ojos le chispeaban.
Vamos, a ver la tomó de la mano y la guió dentro.
Era un piso en el tercero. Un dos ambientes. Pequeño, pero acogedor. Con la reforma reciente, luminoso. Las paredes, de un beige cálido, el suelo de parquet imitación madera, ventanas de PVC. Los dueños dejaban los muebles: sofá, armarios, cocina equipada. Todo limpio y cuidado.
Mira Adrián la llevó de habitación en habitación, señalando cada detalle. Aquí el dormitorio, aquí el salón. La cocina tiene mucha luz. Y lo mejor: hay supermercados, paradas de autobús, un colegio cerca. Todo lo necesario. El precio es razonable. Los dueños tienen prisa por vender, se mudan a otra ciudad. Hemos tenido suerte.
Lucía recorrió el piso en silencio. Pasó de una habitación a otra, tocó las paredes, abrió los armarios. Algo cálido se expandió en su pecho. Era su piso. Ya imaginaba dónde pondrían sus cosas, cómo tomarían el café por las mañanas en esa cocina.
¿Lo compramos? preguntó Adrián en voz baja, mirándola con esperanza.
Lo compramos sonrió Lucía, y él la abrazó.
Cerraron el trato allí mismo. Acordaron los detalles, fijaron la fecha para firmar los papeles. Después, eufóricos, volvieron a casa. Adrián no paró de hablar durante el camino: cómo lo decorarían, qué muebles comprarían, qué cambiarían. Lucía sonreía sin hablar. La alegría le hervía por dentro, tan intensa que le daban ganas de gritar, saltar, bailar.
Las semanas siguientes fueron un torbellino: papeleo, trámites, cajas, mudanza. Lucía apenas podía seguir el ritmo. La vida los arrastraba como una corriente, sin pausa. Adrián se encargó de casi todo, y ella le estaba agradecida. Por fin llegó el día. Llenaron el piso con sus cosas, colocaron los muebles, lo hicieron suyo. Y esa noche, la primera en su hogar, Lucía se quedó de pie en el salón, mirando alrededor. Adrián se acercó por detrás y la abrazó.
Nuestro piso susurró al oído.
Nuestro hogar dijo Lucía, y las lágrimas le rodaron por las mejillas.
Pero la felicidad duró poco. Al día siguiente, llamaron a la puerta. Era su madre. El ceño fruncido, el gesto descontento.
Hola masculló, entrando sin esperar invitación.
Dolores inspeccionó el piso con mirada crítica. Examinó cada rincón, las cejas enarcadas, los labios apretados. Por fin, se paró en medio del salón y preguntó con decepción:
¿Y esto es todo?
Lucía se quedó desconcertada.
¿A qué te refieres?
Dolores arrugó la nariz, como si estuviera en un vertedero. Miró las paredes, el techo, las ventanas.
Es pequeño y cutre declaró. Yo pensaba que compraríais algo mejor, un tres habitaciones al menos. Pero esto… Las habitaciones son diminutas. Más parece un estudio. ¡Hasta una caja de zapatos tiene más espacio! ¿Esto es vivir?
La cara de Lucía se encendió. La rabia y la humillación le apretaban el pecho. Adrián apareció entonces. Había oído todo. Intentó suavizar la situación.
Dolores, es nuestro primer piso dijo con calma. Ahorraremos y quizá más adelante nos mudemos a algo más grande. Pero estamos contentos con esto.
Dolores resopló, cogió el bolso y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se volvió y soltó:
Este piso es el reflejo de tu marido. Inútil, gris y miserable. Como él.
La puerta se cerró. Lucía se quedó inmóvil. Las palabras de su madre resonaban en su cabeza, arañándola por dentro. Esperó que Adrián no las hubiera oído, pero al volverse, lo vio sonreír con tristeza.
No pasa nada dijo en voz baja. No le des importancia.
Pero Lucía vio el dolor en sus ojos. Y su corazón se partió.
Con el tiempo, el piso se convirtió en su hogar de verdad. Lucía puso plantas en las ventanas, colgó cuadros, compró detalles que lo hacían acogedor.
Hasta que, semanas después, Dolores volvió. Adrián, al oírla, se encerró en el dormitorio. Lucía la acompañó a la cocina y puso la tetera.
Sabes empezó Dolores, apenas sentada, cada vez que veo este piso, se me cae el alma a los







