Separación con mi hija: sombras del pasado

Hace ya dos años que Carmen Martínez no habla con su hija Lucía. Sin motivo alguno, Lucía dejó de contestar sus llamadas hace un año. Cambió las cerraduras de su piso en un pueblo junto al río Tajo y dejó claro que no quería ver a su madre en casa. Carmen aún no acepta esta ruptura, y cada recuerdo de su hija le encoge el corazón de dolor.

«Llevamos dos años sin hablar», suspira Carmen, con la voz temblorosa. «Lucía sigue su vida: sube fotos a las redes, sale con amigas. Pero a mí, ni una llamada, ni un mensaje. Ya es una mujer adulta, con una niña de tres años y un marido. Siempre fui exigente, conmigo y con los demás, también con ella. Creo que un padre debe ser firme. Quería que estudiara, ayudara en casa, que se cuidara».

Carmen mantuvo sus principios incluso cuando Lucía formó su propia familia. La visitaba a menudo, pero cada encuentro era un suplicio. «¿Cómo puedes vivir en este desorden?», se quejaba, ordenando los armarios como si Lucía tuviera diez años otra vez. Señalaba los platos sin lavar, le reprochaba que no atendiera bien a su hija y no dudaba en criticar a su yerno: «¡Miguel no vale para nada, siempre sin un duro!». Carmen pensaba que solo ella podía decirle la verdad a su hija, aunque le doliera.

Hace un año, todo cambió. «La llamé como siempre», recuerda Carmen, con los ojos oscuros de resentimiento. «Le comenté que la hija de mi sobrina ya leía con cuatro años. De repente, Lucía estalló: ‘¿Por qué comparas a las niñas?’. Me sorprendió… ¿cómo no compararlas si la diferencia era clara? Fue nuestra última conversación». Poco después, Carmen descubrió que su hija había cambiado las cerraduras. «Pensé que era un capricho pasajero, que recapacitaría y vendría a disculparse. Pero no vino».

Los meses pasaron y el silencio de Lucía se hizo más pesado. A finales de julio, Carmen cumplió años. Esperó su llamada, pero el teléfono no sonó. «¡Ni siquiera felicitar a su propia madre!», exclama, amargada. Al día siguiente, no aguantó más y llamó desde otro número. «Le dije: si no quieres hablar conmigo, ¡devuélveme mi piso!», recuerda, con la voz temblorosa de rabia.

Resulta que, seis años atrás, antes de la boda de Lucía, Carmen le traspasó su piso. «Miguel, su marido, ganaba cuatro perras», explica. «Quise ayudarles, tenía esa posibilidad. Pero ahora, si me da la espalda, ¡que busque otra casa!». Lucía respondió tajante: el piso estaba a su nombre, los papeles en regla, y nadie podía echarla. «Dijo que era su casa y que no tenía derecho a exigir nada», se indigna Carmen. «¿Dónde queda la justicia?».

Carmen cree que hizo lo correcto. «Si es tan independiente, ¡que lo demuestre!», dice desafiante. «Que encuentre otro sitio si no valora a su madre». Pero, en el fondo, le duele. Recuerda cómo crió a Lucía, cómo le enseñó a ser fuerte, cómo soñó con tener complicidad. «Solo quería lo mejor para ella», susurra, con los ojos llenos de lágrimas. «¿Por qué me rechaza?».

Lucía, por su parte, guarda silencio. Quizá le cansaron los reproches y el control de su madre. Quizá solo quería proteger a su familia de intromisiones que sentía como presión. Pero Carmen no acepta este final. Espera que su hija dé el primer paso, aunque cada día la esperanza se desvanece como la niebla mañanera sobre el río.

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