“Señor, puedo hacer que su niña vuelva a caminar”, dijo el pequeño mendigo. El millonario giró y quedó PETRIFICADO…
“¿A qué te refieres?” interrogó el hombre. Su tono era tenso, mas no airado, más bien agotado.
El chico dio un paso adelante.
No soy doctor. Pero… sé algo. No es magia. Es… una técnica. Hizo una pausa, escogiendo las palabras. Un viejo del sur me enseñó. Sanaba a niños con movimiento, respiración y sonidos. Decía que el cuerpo guarda memorias que la razón ignora.
El padre lo escrutó, incrédulo.
Mi hija tiene parálisis cerebral. Visitamos a los mejores médicos. Probamos todo: terapias, operaciones, rehabilitación. Dijeron que jamás andaría.
Tienen razón. Si solo miras el cuerpo. Pero yo trabajo con otra cosa… El niño señaló su frente. Con lo que los doctores no perciben.
La pequeña abrió los ojos lentamente. No tendría más de seis años. Observó al chico, fijamente, sin temor. De pronto, sus labios temblaron levemente. Como si lo recordara.
El padre lo advirtió.
¿Has logrado esto antes?
Tres veces. Uno ahora juega fútbol en el colegio. Otro solo camina. No siempre funciona. Pero si quieren intentarlo… estoy aquí. Sin costo. Sin garantías.
El hombre miró a su hija, luego a las puertas de la clínica. Dentro aguardaban médicos, protocolos, otra sesión inútil. Todo lo ya intentado.
Resopló.
Bien aceptó al fin. Una vez. Solo una.
Se sentaron en un banco cercano. El niño abrió un cuaderno con bocetos: posturas, ritmos de respiración, formas. Le mostró a la niña movimientos lentos, casi como un juego.
Pasaron diez minutos. Luego veinte. La pequeña sonrió. Por primera vez en semanas.
Y el padre comprendió: quizá no todo estaba perdido. Quizá este chico de zapatos rotos era la única posibilidad que nadie les había ofrecido.
Tras media hora, la niña aún no caminaba, pero reía. Sus dedos, inertes por años, se movían levemente, siguiendo los gestos del niño.
El hombre observaba en silencio. No creía en milagros. Creía en resonancias, diagnósticos y facturas de clínicas privadas. Pero por primera vez en años, sintió algo real.
¿Dónde vives? preguntó de pronto.
En ningún sitio el chico se encogió de hombros. A veces en un albergue. Otras, en la estación. No me quejo.
El padre guardó silencio. Un guardia se acercó para expulsar al niño, pero él lo detuvo con un gesto.
No. Este chico no es cualquiera.
Volvieron cada día. Mismo banco, misma hora. El niño le enseñó a respirar, a relajarse, a mover los dedos. Tras dos semanas, ella sostenía un juguete. Tras un mes, dio su primer paso, aunque tambaleante.
En el hospital, los médicos no lo entendían. Sin medicinas. Sin tratamientos. Solo… movimiento, palabras, fe. Una fe que ellos habían olvidado.
Dos meses después, el padre regresó al hospital. Solo. Buscó al chico: mismo cuaderno, misma chaqueta. Lo halló junto a una pared, dibujando con tiza.
Ven conmigo dijo el hombre. Ahora tienes hogar. Cuarto. Estudios. Comida decente. Me devolviste a mi hija. No puedo pagarte… pero puedo darte una oportunidad.
El niño lo miró largo rato. Finalmente, asintió.
Ahora había dos niños en su casa. Uno, volviendo a caminar. Otro, cargando un pasado doloroso y un don extraño. Los vecinos murmuraban: “Ese niño… parece enviado del cielo. Es especial.”
Pero el chico solo decía:
Solo quería que alguien creyera. Una vez. En mí.