**Diario personal**
*Hoy ocurrió algo que no olvidaré jamás.*
Señor, puedo hacer que su hija vuelva a caminar dijo un muchacho que pedía limosna frente a la clínica.
¿Qué quieres decir? pregunté, con la voz áspera pero no enfadada, solo cansada.
El chico dio un paso adelante.
No soy médico. Pero sé hacer algo. No es un milagro. Es un método. Hizo una pausa, como buscando las palabras. Lo aprendí de un anciano en Andalucía. Sanaba a los niños con movimiento, respiración y música. Decía que el cuerpo recuerda lo que la mente no entiende.
Lo miré con escepticismo.
Mi hija tiene parálisis cerebral. Hemos consultado a los mejores especialistas. Probamos de todo: terapias, cirugías, rehabilitación. Dijeron que nunca caminaría.
Tienen razón, si solo miran el cuerpo. Pero yo aprendí a trabajar con algo más Se golpeó suavemente la sien. Con lo que los médicos no ven.
Mi pequeña Lucía entreabrió los ojos. No tenía más de seis años. Lo miró fijamente, sin miedo. De pronto, sus labios temblaron levemente, como si lo reconociera.
Yo lo noté.
¿Has hecho esto antes?
Con tres niños. Uno ahora juega al fútbol en el colegio. Otro simplemente camina. No siempre funciona. Pero si quieren intentarlo, estoy aquí. Sin coste. Sin promesas.
Miré a Lucía, luego a la puerta de la clínica. Dentro había médicos, protocolos, otra terapia más. Todo ya probado.
Suspiré.
Bien dije al fin. Una vez. Solo una.
Nos sentamos en un banco cerca de la entrada. El chico abrió un cuaderno con dibujos sencillos: posturas, ritmos de respiración, figuras. Empezó a enseñarle ejercicios a Lucía: lentos, suaves, casi como un juego.
Pasaron diez minutos. Luego veinte. Lucía sonrió. Por primera vez en semanas.
Y comprendí: tal vez no todo estaba perdido. Quizás este chico de zapatos rotos era la oportunidad que nadie nos había dado.
Media hora después, Lucía aún no caminaba, pero reía. Y sus dedos, aquellos que no respondían desde hacía meses, temblaron, imitando los movimientos del muchacho.
Yo callé. No creía en milagros. Creía en resonancias magnéticas, informes médicos y facturas de clínicas privadas. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo real ocurría.
¿Dónde vives? pregunté de pronto.
En ninguna parte encogió los hombros. A veces en un albergue. Otras, cerca de la estación. No me quejo.
Un guardia se acercó para echarlo, pero lo detuve con un gesto.
No. Este chico no es cualquiera.
Empezamos a vernos cada día. En el mismo banco, a la misma hora. Él le enseñó a Lucía a respirar, a relajarse, a mover los dedos. A las dos semanas, sostenía un juguete. Al mes, dio su primer paso, aunque con ayuda.
En el hospital, los médicos no lo entendían. Sin medicinas, sin tratamientos nuevos. Solo movimiento, palabras, fe. Una fe que hacía tiempo habían perdido.
Dos meses después, volví al hospital. Solo. Busqué al chico. Con el mismo cuaderno, la misma chaqueta. Lo encontré junto a un muro, dibujando con tiza.
Ven conmigo le dije. Ahora tienes un hogar. Una habitación. Clases. Comida de verdad. Me devolviste a mi hija. No puedo pagarte pero puedo darte una oportunidad.
Él me miró largo rato. Finalmente, asintió.
Ahora, en casa hay dos niños. Uno, recuperando lo perdido. Otro, con recuerdos de dolor, pero también con un don inexplicable. Las vecinas susurran: *Ese chico viene de Dios. Es especial.*
Pero él solo dice:
Quería que alguien volviera a creer. Aunque fuera una vez. En mí.