Sencillamente vivir: Un viaje cotidiano por la vida

Juan estaba de pie junto a la inmensa ventana panorámica de su nuevo piso en el vigésimo segundo piso del centro de Madrid. A sus pies, las luces de las avenidas nocturnas fluían como lava incandescente. Cada coche brillaba como una perla, cada semáforo destellaba como un rubí o un esmeralda. Desde esa altura, sentía que planeaba sobre la ciudad como un ave de presa que finalmente había hallado su punto de apoyo.

Todo había conseguido. A lo lejos, el tubo de una fábrica en Getafe, a la que había salvado de la quiebra, enviaba su humo como una señal de victoria. Su nombre resonaba en los círculos de la alta dirección, lo temían y lo respetaban. El piso, el coche, el reloj cuyo valor superaba el de un vehículo importado, todo estaba allí. Todo aquello con lo que había soñado mientras cargaba sacos de harina en los mercados de los años noventa.

La vida parecía un plan de negocio perfectamente trazado, cada acción conduciendo al beneficio. Sin embargo, cada atardecer se acercaba a la ventana y, en lugar de una sensación de triunfo, le golpeaba un silencio enorme, resonante como en una catedral desierta.

Su móvil, el segundo teléfono de trabajo que solo sonaba por asuntos serios, vibró sobre la encimera de cristal. Juan miró la pantalla. Un número desconocido. Casi lo cuelgalos publicistas le habían cansadopero su dedo tembló. ¿Quizá un nuevo cliente? Siempre estaba disponible.

¿Aló? dijo con su voz cansada, pero aún profesional.

Al otro lado se escuchó un suspiro tímido, luego una voz femenina que no había oído en más de veinte años.

¿Juan? Soy soy Lucía. Tu compañera de estudios.

Juan apoyó la frente contra el frío cristal. Lucía, la delgada chica con trenzas que se sentaba a su lado en las clases de análisis matemático, la que se reía de sus ambiciones y le decía que lo importante no era la altura, sino las raíces. Él siempre había contestado con una sonrisa condescendiente. ¿Raíces, cuando lo que se necesita es volar?

Lucía extrajo, sorprendido. ¿Qué haces?

Esperó una petición: dinero, ayuda, un puesto. Pero Lucía le dijo otra cosa.

Estaba desempacando en la casa de mi madre en la sierra. Encontré tus cuadernos viejos y un libro. Los Strugatski, El lunes empieza el sábado. Lo perdiste en la primera semestre. Lo guardé, pero nunca lo devolví. Lo siento, no tuve tiempo.

Juan quedó en silencio. No recordaba aquel lunes. Su mente giraba entre gráficos, cotizaciones y cláusulas de contrato. Sin embargo, surgió de lo más profundo un recuerdo de esa historia de magos normales, aquel sueño de ser científico, inventor, creador.

Pensé vaciló Lucía, quizá quieras recuperarlo. Vendo la casa de mi madre, así que estoy revisando todo. ¿Te importa el recuerdo?

Quiso decir que lo tirara, que no tenía tiempo para chatarra del pasado, pero en vez de eso preguntó:

¿Dónde está la casa?

En la zona de la Serranía de Guadarrama, cerca de la aldea de San Ildefonso. Ya has estado antes, ¿no?

Recordó el arroyo, el olor a leña, Lucía con su sencillo vestido de algodón. Él, joven, pobre, feliz, discutiendo el futuro de la humanidad. Unos compañeros de universidad de visita allí.

Dame la dirección dijo Juan, sorprendiéndose a sí mismo. Iré.

Condujo su todoterreno por caminos de tierra y sentía que no avanzaba en el espacio, sino en el tiempo. Pensó en sí mismo, perfumado con colonia barata y juventud.

La casa era como la recordaba, aunque el cercado estaba torcido y la mitad del terreno cubierto de hierba. Lucía salió al porche, casi sin maquillaje, con un vestido sencillo. Sus ojos, profundos y sabios, mantenían la misma sonrisa de entonces.

Pasa, lo invitó. El té está preparado.

Se sentaron en la cocina, junto a un samovar que había visto mejores días, y ella le contó su vida: contadora en la fábrica local, vive cerca de la casa, crió a una hija, tiene ya un nieto. Su marido falleció hace años en un accidente. Lleva una existencia tranquila, alejada de los rascacielos y los índices bursátiles que él manejaba.

Le tendió el libro encuadernado en cartón. Las páginas estaban amarillentas; en los márgenes aparecían sus garabatos juveniles. Sintió un leve pinchazo en el corazón, como si alguien hubiera tocado una cuerda que llevaba años en silencio.

Gracias por guardarlo dijo con voz apagada.

¿Y ahora? inquirió ella, encogiéndose de hombros. Todo esto parece inservible, pero no puedo tirarlo. Tal vez allí está la sal.

¿No te parece todo una pérdida? le preguntó, con una dureza que ni él mismo comprendía. Lo siento, pero tu vida tranquila, sin sobresaltos, sin escala. ¿No lo lamentas?

Lucía lo miró sin reproche, solo con una leve tristeza.

La escala varía, Juan. Mira la condujo al ventanal donde una vieja manzano se alzaba. Mi abuelo lo plantó. Mi padre levantó aquel granero. Mi hija jugó con muñecas bajo sus sombras. Ahora mi nieto corre allí. Para mí, ese es el mundo. ¿Lamento? No. Simplemente he vivido y sigo viviendo.

Juan contempló el árbol, el granero inclinado, la casa de madera, y una idea afilada lo atravesó: había construido un rascacielos, pero no tenía su propio árbol, nada que guardara el calor de sus manos, nada que recordara su paso a los que vendrían después.

Había alcanzado todas las alturas, pero carecía de raíces.

Se despidió. Esa noche tenía una cena importante con inversores. Subió al coche, dejó el libro en el asiento del acompañante y arrancó. Las luces de la ciudad parpadeaban de nuevo, invitándolo a subir, pero ya no se sentía como un ave de presa, sino como un viajero perdido que había andado en falso todo su vida.

Canceló la cena, algo impensable en él. Regresó al edificio, subió al vigésimo segundo piso, se acercó a la ventana. La vida bulliciosa se extendía abajo, extraña, ajena.

Tomó el libro, recorrió la cubierta áspera con los dedos, lo abrió en una página al azar y leyó: «¡Felicidad para todos, gratis, y que nadie se vaya herido!» Se quedó allí hasta la noche, observando cómo se apagaban las luces de la inmensa ciudad, y por primera vez en años sintió el deseo de no volar más alto, sino de encontrar ese punto único en la tierra donde pudiera plantar su propio árbol.

A la mañana siguiente despertó con la sensación de que algo dentro se había roto, de forma definitiva y permanente.

Miró su apartamento impecable, con muebles mínimos, un par de cuadros caros en las paredes, un orden perfecto. No era un hogar; era sólo una escenografía sin alma.

Cogió el teléfono, casi pulsó el número del conserje, pero cambió de idea. Marcó otro número.

¿Aló, Lucía? Soy yo, Juan dijo después de una pausa, buscando las palabras. ¿Te importaría si paso de nuevo? Tengo algo que preguntar.

Su voz mostró ligera sorpresa, pero aceptó.

Dos horas después su todoterreno rugía otra vez por la carretera polvorienta. Esta vez no apretó el acelerador; avanzaba despacio, absorbiendo los paisajes familiares y olvidados.

Lucía lo esperaba en el mismo porche, con esa sonrisa silenciosa que nunca había perdido.

Pensé que ya estarías en la ciudad dijo. Tienes asuntos.

Los asuntos pueden esperar replicó Juan, sin darle tiempo a dudar. ¿Vendes la casa? ¿A cuánto?

Ella dio una cifra. Para él era una suma de poco valor, unas monedas.

La compro afirmó al instante, pero con una condición.

Lucía lo miró, creciente desconcierto.

¿Qué?

Que vivas aquí. Que seas la dueña, la gestora, como quieras llamarlo. Yo no podré estar siempre, pero quiero saber que este sitio está vivo, que tiene alma, y que pueda volver cuando quiera para plantar aquel árbol.

Hablaba entrecortado, sin la frialdad habitual, tropezando con las palabras. Lucía lo observó, y en sus ojos leía una gama de sentimientos: desconfianza, perplejidad, esperanza.

Juan, ¿estás cuerdo? exhaló al fin. ¿Para qué quieres esta ruina?

Yo tengo rascacielos sonrió amargamente. Pero no tengo un sitio como este. No compro una casa, Lucía. Compro un punto de partida. ¿Qué me dices?

Lucía apartó la mirada, la dirigió al manzano, al sendero que llevaba al arroyo.

Está bien susurró. Pero con una condición: vas a venir, vas a plantar el árbol, vas a recordar por qué lo haces.

Sellaron el trato sin abogados, con un apretón de manos. Por primera vez en años, Juan sintió que firmaba el acuerdo más importante de su vida.

Regresó a la ciudad, a su torre de vidrio y hormigón. Continuó negociando, firmando contratos, ganando millones. Pero ahora, al caer la noche, se acercaba a la ventana no para sentir su superioridad, sino para transportarse mentalmente a aquel campo donde olía a manzanas y hierba recién cortada.

A veces sacaba su desgastado «Lunes» y releía las frases subrayadas por aquel joven que creía que se podía hacer feliz a todos, sin costo. Empezaba a entender por dónde debía comenzar.

Al principio, Juan visitaba la casa como si fuera una inversión. Anotaba en su tablet caro lo que había que reparar, sustituir, construir. Lucía no lo molestaba; hacía mermelada, cosechaba verduras y, ocasionalmente, se apoyaba en el marco de la puerta para observar al extraño, con botas impecables, que la tierra empapada empezaba a corromper.

Una tarde lluviosa, cuando logró escaparse del trabajo, se sentaron en la cocina, bebiendo té con su mermelada de frambuesa. La conversación no fluía; los temas de negocio se habían agotado y él ponía un muro frente a los personales.

Entonces Lucía, sin mirarlo, preguntó suavemente:

¿Recuerdas cómo debatíamos a Sancho en la clase de literatura? Tú defendías que Hamlet no era cobarde, sino un genial procrastinador. Yo decía que sólo era un chico desgraciado.

Juan levantó la vista de la taza, como si la viese por primera vez. No a la contadora, sino a la niña de ojos encendidos.

Lo recuerdo dijo hoarse. Y sigo creyendo que tenía razón.

Y yo sonrió, y en los bordes de sus ojos surgieron pequeñas arrugas de luz.

Por primera vez, Juan le devolvió una sonrisa genuina, no de negocio, sino de verdad.

Comenzó a ir más a menudo, y cada vez menos con la tablet. Llevaba libros de su apartamento a los estantes que él mismo había reparado. Conversaban mucho, de todo: de lo leído, de lo vivido, de lo que parecía importante entonces y ahora lo es.

Una noche lo encontró leyendo a su nieto. El niño, que a veces acompañaba a Lucía, estaba en la cama, y la luz de la lámpara doraba su rostro. Leía «El principito», y su voz era suave, arrulladora, tan tierna que el pecho de Juan se apretó. Él estaba en la puerta, sin respirar, temiendo romper aquel instante delicado. Comprendió que quería escuchar esa voz el resto de su vida.

Se volvió su ayudante, torpe al principio. Aprendió a cortar leña, a desatascar el fregadero, a atar los tomates. Lucía lo miraba con aprobación, y él dejó de sentirse un fracasado para sentirse un pionero del gran misterio de la existencia.

Llegó la primera Navidad. Llegó en la víspera de Año Nuevo. La casa estaba cubierta de nieve, el humo salía de la chimenea, olía a pino y a manzanas asadas. Lucía puso la mesa para dos. Al observar sus manos colocando los platos, su rostro sereno, Juan comprendió, con una claridad que no admitía réplica: estaba en casa. Por primera vez en años estaba, de verdad, en casa.

Se acercó por detrás, la abrazó por los hombros y apoyó su mejilla en su cabello. Ella se quedó inmóvil, luego se relajó, apoyando su mano sobre la suya.

Quédate susurró, no como petición, sino como una constatación inevitable.

No me iré respondió, y fue la decisión más ligera y firme de su vida.

Hablaron sin cesar, recuperando años perdidos, compartiendo miedos, esperanzas, desnudando viejas cicatrices. Él besaba sus manos cálidas, ella acariciaba sus sienes canosas. No era una chispa, sino una llama constante, que prometía calentarles hasta el final.

A la mañana siguiente despertó bajo la luz del sol que golpeaba la ventana. Lucía dormía a su lado, su rostro reflejaba una paz absoluta. Juan salió al porche; el aire helado y cortante le azotó la cara, la nieve le cegaba. Miró su móviluna decena de llamadas perdidas de socios. Lo sostuvo un instante, y con un gesto definitivo lo apagó.

Ya no era el hombre que planeaba sobre la ciudad. Se había convertido en el hombre que, al fin, echó raíces. Y esa fue, sin duda, su mayor victoria.

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