Segunda Oportunidad

Segunda Oportunidad

– Juana, ¿te vas a casa? – Su amiga Lucía golpeó impaciente la mesa con sus uñas recién hechas.

– No, me quedaré un poco más. Mi marido vendrá a recogerme – mintió Juana sin inmutarse.

– Bueno, como quieras. Hasta mañana. – Lucía salió del despacho balanceando las caderas.

Uno a uno, los compañeros abandonaban la oficina. Fuera se escuchaban pasos apresurados y tacones resonando. Juana cogió el móvil y suspiró. *”Seguro que ya se ha tomado sus cervezas, tirado en el sofá como un tronco.”* Marcó el número. Tras tres tonos, escuchó el murmullo de la tele antes de oír la voz de Víctor:

– ¿Sí?

– Viti, está lloviendo y llevo botines de ante. ¿Por qué no vienes a buscarme?

– Juanita, lo siento, no sabía que llamarías. He bebido… Pide un taxi – respondió él.

– Como siempre. No esperaba menos de ti. Por cierto, cuando me pediste matrimonio, juraste que me llevarías en brazos.

– Cariño, es que el partido… – Los gritos de los aficionados ahogaron su voz, y Juana colgó.

Habían terminado los tiempos en que Víctor la esperaba a la salida. Aunque no tenía coche, siempre pasaba a recogerla. Juana apagó el ordenador, se abrigó y salió.

El taconeo rompió el silencio del pasillo vacío. En recepción, el subdirector, Diego Fernández, hablaba por teléfono. Alto, elegante, con un abrigo negro que le daba aire de actor, distaba mucho de ser un oficinista cualquiera. Las compañeras murmuraban que seguía soltero.

Juana solía burlarse: *”Algo raro tiene, siendo tan guapo.”*

– Sale con una modelo. No recuerdo su nombre, pero sale en todas las revistas – dijo Lucía, siempre al tanto de los chismes.

Víctor, en su juventud, no se quedaba atrás: treinta dominadas cada tarde en el parque. Hasta que… se abandonó. La cerveza, la barriga. Y cada noche, el mismo panorama: él en el sofá, con la tele y una lata en el suelo.

Estaba a punto de salir cuando una voz profunda la hizo estremecerse.

– Juana, ¿tan tarde?

– Pensé que mi marido vendría, pero al final no pudo – respondió, volviéndose con una sonrisa.

Diego guardó el móvil en el bolsillo.

– Yo la llevo. – Abrió la puerta, cediendo el paso.

– No, por favor, llamaré un taxi – protestó ella, saliendo a la calle. Se detuvo ante los charcos, mirando sus botines. La primavera traía lluvia sin avisar.

– Considere que el taxi ya está aquí. – Diego la tomó del brazo, guiándola hacia su todoterreno.

¿Cómo negarse? Ojalá las otras lo vieran… No faltaban candidatas para el gallardo subdirector.

Él desactivó la alarma y abrió la puerta. Juana subió con un gracioso *”¡ay!”*, arreglándose la falda. Diego cerró suavemente y se acomodó al volante.

– Llevo tiempo observándola. Exigente pero justa. Creo que podría dirigir marketing.

– ¿Y la señora Carmen? – preguntó Juana, sorprendida.

– Se jubila pronto. Es eficaz, pero las nuevas tecnologías se le resisten.

Juana se removió en el asiento. Carmen le había enseñado mucho. Pero la oferta era tentadora.

– Su nieto se casa, quería ahorrar para él… – dijo con nostalgia.

– Eso no es su problema. Si es lo único, recibirá una buena indemnización. ¿Acepta?

Juana sintió su mirada. Vaciló un instante antes de responder.

– Gire a la derecha. Es ese portal – indicó al pasar su calle.

El coche se detuvo, pero ella no salió. No encontraba las palabras.

– ¿Quizás… podríamos comer juntos algún día? – sugirió Diego.

El corazón le latió fuerte.

– Quizás – respondió, sonriendo coqueta antes de salir.

– Hasta mañana. – Su sonrisa la dejó aturdida.

Al día siguiente, toda la oficina los vio ir a comer juntos. Luego vinieron cenas… Y después…

Basta con decir lo obvio. ¿Qué mujer resistiría a un hombre así? Juana flotaba, rejuvenecida, deseada. Pero cada día, ver a Víctor en el sofá le resultaba más insoportable.

Esa tarde, lo encontró como siempre: tele, cerveza. Le dieron ganas de patear la botella, pero luego tendría que limpiar.

– Has cambiado. Estás… – Él buscaba palabras.

*”Por fin se da cuenta”*, pensó ella, irónica.

– ¿Cómo? Normal – respondió.

– Como cuando nos conocimos. ¿Estás enamorada?

– ¿Y si lo estoy? Tú solo ves la tele.

– Claro que te noto. Has cambiado el peinado.

– Llevo tres años así. – Suspiró. – No salimos nunca. Yo también estoy cansada, pero cocino mientras tú holgazaneas.

– Cocinas mejor que ningún restaurante – él intentó halagar.

Juana lo miró. Ni su voz, ni sus torpes piropos, ni su aspecto le inspiraban ya nada. *”Quizás dejarlo… Pero, ¿adónde ir?”*

– Estás rara – dijo Lucía a solas. – Brillas. ¿Es cierto lo de Diego?

– Ojalá – se encogió Juana.

– Suerte doble: marido y amante. Verónica es más joven, pero él te prefiere.

El corazón de Juana se encogió de celos. Verónica, soltera, guapa…

– Oye, dame la dirección de esa mujer… la de los amarres – pidió en voz baja.

– ¿A quién quieres enredar? ¿A Diego?

– A mi marido. Para *desenredarlo*. ¿Me la das?

Lucía buscó en el móvil.

– Te la mando. ¿Tan mal está?

– Insoportable.

– ¿Te engaña?

– Ojalá.

– Pues no lo entiendo. Diego no te va a pedir matrimonio…

– No es por él. Gracias, tengo trabajo.

Esa misma noche, Juana visitó a la mujer: una señora entradita en carnes, vestida con elegancia. La examinó con mirada penetrante.

– ¿Quieres deshacerte de él?

– No, solo… – Y le contó casi todo.

– Toma. Una gota diaria en su té. *Una sola*, ¿entiendes? Si excedes la dosis, le dará un infarto. Aunque… mejor úsalo con el otro – sugirió.

Juana pagó y salió rápido de aquel piso oscuro, oliendo a incienso.

En casa, escondió el frasquito tras las cajas de té. Ni Víctor ni su hija Natalia entrarían ahí.

Pero esa noche, algo estalló en ella. Quizás el efecto del brebaje, o quizás veinte años de resentimiento.

– Me voy de casa – soltó de pronto.

– ¿Y yo? – preguntó Víctor, desconcertado.

– Sigue tumbado. Natalia decidirá con quién quedarse.

No era cierto que se fuera, pero el frasquito la empujaba a la desesperación. Esperaba que su orgullo lo hiciera reaccionar.

– Ya está, me cansé – dijo, y salió.

Él la siguió, balbuceando:

– Juana, yo te quiero… No puedo… – De pronto, se agarró el pecho.

Ella dio media vuelta.

– No fingas.

Pero Víctor se deslizó por la pared, desplomándose.

– ¡Natalia! ¡Tu padre! – gritó Juana, palpando su cuelloY así, entre lágrimas y promesas, descubrieron que el amor, como el buen vino, a veces solo necesita tiempo para volver a respirar.

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