A mediados de diciembre la ciudad de Salamanca está envuelta en una melancolía húmeda y ventosa. La nieve apenas cubre el suelo y la estación de autocarros, con sus corrientes de aire interminables, parece el último refugio de un tiempo detenido. El olor del café del mostrador, la desinfección y el polvo se mezclan en el ambiente. Las puertas de cristal se golpean con el viento, dejando entrar otra ráfaga de aire frío y a los viajeros con la cara ruborizada por el hielo.
Cruz camina deprisa por la sala de esperas, consultando la hora en el reloj de la estación. Está de paso; una pequeña comisión en Ávila ha terminado antes de lo previsto y ahora necesita coger dos trasbordes para volver a su casa. Este autocar es el primero y, sin duda, el más lúgubre.
Los billetes son para el autobús de la noche. Ahora Cruz mata tres horas, sintiendo cómo el aburrimiento gris del sitio se cuela hasta el forro de su caro abrigo. Hace diez años que no visita estos rincones, y todo le resulta reducido, descolorido, lento y extraordinariamente alejado de su vida actual.
Sus tacones resuenan en el suelo de losas. Se siente como un elemento foráneo y demasiado llamativo: una elegante capa de lana color arena, un peinado impecable que ha sobrevivido al viaje y un bolso de cuero al hombro.
Su mirada, acostumbrada a evaluar y filtrar, recorre la sala: la dependienta del kiosco mirando el móvil con sueño, una pareja de ancianos compartiendo un trozo de pan en silencio, un hombre con una chaqueta gastada que mira al vacío.
Percibe las miradas sobre ella no hostiles, solo constatan su extrañeza y mentalmente está de acuerdo. Solo necesita aguantar, cruzar ese espacio y ese tiempo como si fuera un sueño malo. Mañana por la mañana ya estará en su cómoda apartamento de Madrid, con calor, luz y sin esa sensación de melancolía provincial que cala hasta los huesos.
Justo cuando decide dónde sentarse, un hombre le bloquea el paso.
El hombre parece de unos sesenta años, quizás un poco más. Su rostro está curtido, corriente, de esos que no se recuerdan. Lleva una chaqueta vieja pero bien remendada y una boina que ha quitado al entrar, sosteniéndola en la mano. No se le cruza directamente, simplemente aparece en su camino como si surgiera del aire gris de la sala. Y habla con una voz baja, plana, sin entonación.
Disculpe, señorita ¿Me podría indicar dónde se puede beber agua?
La pregunta flota en el aire, tan absurda como la situación. Cruz, casi sin mirarle, señala con la mano el kiosco donde la dependienta bosteza. Detrás del cristal brillan filas de botellas de plástico.
Allí, en el kiosco dice, girándose para rodearlo. Un leve enojo le punza. «Beber». Además, «señorita». Qué arcaísmos. ¿No podía mirar él mismo? Se ve bien.
El hombre asiente y agradece en un susurro: «Gracias», pero no se mueve. Se queda con la cabeza gacha, como reuniendo fuerzas para dar unos pasos. Esa vacilación, esa impotencia ante lo más sencillo, hacen que Cruz, que ya casi lo ha pasado de largo, pause un instante y lo observe.
Ve más allá de la ropa y la edad. Ve gotas de sudor en sus sienes que se deslizan por la mejilla a pesar del fresco del salón. Ve sus dedos apretando y soltando la boina. Ve una extraña palidez en sus labios y una mirada vidriosa que se fija en el suelo sin ver nada.
Todo dentro de ella tiembla. Su prisa, su irritación, su sensación de superioridad se deshacen en un instante, como si su mundo interior, meticulosamente construido, se hendiera. No hay tiempo para pensar; actúa un instinto primitivo.
¿Se siente mal? pregunta, y su propia voz le suena extrañamente suave, sin la habitual dureza metálica. Da un paso hacia él.
Él levanta la vista. No hay petición, solo vergüenza y desconcierto.
Presión, creo Me da vueltas la cabeza murmura, y sus párpados tiemblan como si le costara mantenerse en pie.
En el siguiente instante Cruz actúa en piloto automático. Lo agarra bajo el brazo, con cuidado pero firme.
No se quede allí. Vamos a sentarnos. Por aquí su tono se vuelve bajo pero autoritario. Lo lleva a la banca libre más cercana.
Lo sienta, se agacha a su nivel y se arrodilla sin preocuparse por la apariencia.
Siéntese, recuéntese sobre el respaldo. Respire. Con calma. No se apresure.
Luego se levanta y, a paso rápido, va al kiosco. Regresa con una botella de agua y un vaso desechable.
Aquí, beba despacio, pequeños sorbos.
Con la otra mano saca de su abrigo un pañuelo de papel y lo presiona contra su frente. Todo su ser está ahora centrado en ese hombre, en su respiración entrecortada, en el débil latido que siente en su muñeca.
¡Ayuda! su voz, alta y clara, corta el silencio de la estación. No es un grito de miedo, sino una orden, una convocatoria a la acción. ¡Al hombre le pasa algo! ¡Llame a la ambulancia!
La estación, ese puerto para los que no tienen a dónde ir, cobra vida. La anciana pareja es la primera en reaccionar, la mujer busca un comprimido de valeriana. Un hombre que dormía en un rincón se levanta de un salto y marca el número de urgencias con su móvil. La dependienta del kiosco sale del mostrador. Llegan otros pasajeros, los que antes se fundían con el entorno, ahora forman una pequeña comunidad alrededor de la emergencia.
Cruz, sentada junto al hombre, sigue hablándole con voz apacible, apretando sus fríos dedos en su palma. En ese momento no es ni ejecutiva de éxito ni elemento extraño; es simplemente una persona que está allí. Y eso resulta más que suficiente.
De pronto, el ruido de la calle irrumpe: una sirena corta, un portazo se cierra y dos sanitarios con chaquetas azules y cruces rojas atraviesan la entrada, arrastrando el aliento helado de diciembre.
La llegada de la ambulancia actúa como señal de toque de queda. Los que hace un momento formaban un círculo de ayuda se dispersan, creando un corredor claro hasta la banca. El alboroto se vuelve un respetuoso silencio. Cruz, aún sentada, levanta la mirada y se encuentra con la del enfermero, cansado pero atento.
¿Qué ha ocurrido? pregunta la enfermera, arrodillándose al lado del paciente. Sus movimientos son precisos y económicos.
Cruz informa con la misma claridad de una reunión, pero sin la dureza de siempre: El hombre se ha sentido mareado, débil, sudoroso. Parece presión arterial. Le dimos agua y un comprimido. Su estado se estabiliza.
Mientras habla, el segundo sanitario toma la presión con un tensiómetro portátil y le ilumina los ojos con una linterna. El hombre recupera la conciencia suficiente para responder: nombre, edad, medicación.
La enfermera asiente a Cruz.
Ha reaccionado bien. Le han dado el agua correctamente. Lo llevamos al servicio de urgencias, le ponen una vía.
Ayuda al hombre a ponerse de pie. Él, tambaleándose, se apoya en el hombro del sanitario y, al girarse, busca a Cruz entre la pequeña multitud. Sus ojos la encuentran.
Gracias, hija dice con voz áspera, y en su mirada brilla una gratitud sincera que aprieta el pecho. Me ha salvado la vida.
Cruz no sabe qué responder. Solo asiente en silencio, sintiendo un vacío extraño donde hace un minuto latía la adrenalina. Observa cómo lo llevan, apoyado, hacia la puerta abierta donde se asoma la ambulancia blanca. El aire helado invade la sala y alguien murmura: «¡Cierra, que se cuela el viento!»
La puerta se cierra. La sirena se aleja. La estación vuelve poco a poco a su estado habitual: espera lenta y languideciente. La gente vuelve a sus bancos, recobrando la típica lentitud cansada.
Cruz permanece en el mismo sitio. Baja la mirada a sus manos. En la palma derecha aparecen dos marcas rojas, restos del agarre del bolso. Su peinado perfecto está destrozado, el abrigo arrugado y manchado donde se arrodilló.
Se dirige al lavabo. El agua helada le quema la piel. Se mira en el espejo agrietado: el maquillaje se corre, los ojos cansados, el cabello revuelto. Es un rostro que no había visto en años, no pulido por el éxito, sino humano, con emociones vivas ansiedad, compasión, vacío.
Se seca con una toalla de papel y, sin volver a mirarse, vuelve al salón de esperas. Queda aún más de una hora para su autobús.
En el kiosco compra otra botella de agua, esta vez para sí. Da un sorbo. El agua está fresca y ordinaria, pero en ese instante se siente como la sustancia más importante del mundo. No es solo una bebida; es un vínculo. Un vínculo simple y humano que surge cuando una persona deja de ver al otro como obstáculo o fondo y lo percibe simplemente como ser humano.
Los rostros que la rodean, los de los que respondieron, están ahora rojos de emoción, incómodos, pero auténticos. Cruz nunca había visto caras tan sinceras. Son vivas.
Al observar su reflejo en el vidrio sucio de la estación, con el abrigo revuelto y la mirada preocupada, por primera vez en mucho tiempo se reconoce como una persona real, no como una imagen. No como una foto de portada. Como alguien capaz de escuchar el silencio ajeno y responder.
Vuelve a su banco, coloca la botella a su lado. La pereza familiar vuelve a instalarse, pero algo ha cambiado. Ya no recorre a la gente con irritación distante; ahora nota los detalles: la dependienta que lleva una taza de té caliente a una anciana con bastón, el hombre que ayuda a una madre joven a subir la cochecita.
Esos pequeños gestos forman un nuevo cuadro: no melancólico, sino tranquilo, lleno de sus propias leyes silenciosas de ayuda mutua.
Saca el móvil. Aparece una notificación de su grupo de trabajo: una discrepancia en los informes. Hace unas horas habría sido vital, pero ahora escribe rápido: «Posponemos para mañana. Se resolverá». Silencia el sonido.
Hoy recuerda una verdad simple, casi olvidada. Las máscaras son necesarias para el mundo: la máscara del profesional, la del éxito, la de la inaccesibilidad, son como disfraces para distintas escenas. Se pueden y deben usar, pero da miedo cuando la piel bajo ellas olvida cómo respirar. Si empiezas a creer que solo eres la máscara, pierdes el contacto con la realidad.
En este ventarrón, su máscara se rompe. Por la grieta sale lo que realmente es: la capacidad de temer por otro, de bajar al suelo sucio sin preocuparse por la apariencia, de convertirse por un momento en una simple «chica» que ayuda, no en la «señora García», directora de área.
Seguir siendo humano no implica renunciar a todas las máscaras. Significa recordar siempre lo que hay debajo de ellas. Y, a veces como hoy, permitir que ese ser vulnerable y vivo salga a la luz, aunque sea sólo para extender una mano.







