Secretos que rompieron una familia

**Secretos que Destruyeron una Familia**

Ana preparó unos bocadillos, puso el café y se sentó en la cocina de su piso en las afueras de Burgos, esperando a su suegra. Sonó el timbre.
—¡Gracias por venir! —exclamó Ana, abriendo la puerta y encontrándose con Doña Carmen.
—¿De qué tanta prisa? ¿Qué querías contarme? —preguntó la mujer con desconfianza.
—Pase a la cocina, tengo una sorpresa para usted —respondió Ana, disimulando su nerviosismo.

Doña Carmen la siguió.
—Bueno, ¿cuál es la sorpresa? —repitió, sentándose con rigidez.
—Mire esto —Ana dejó un papel frente a ella.

La suegra leyó las líneas y dio un grito ahogado, palideciendo al instante.

Ana se encerró en el dormitorio, tapándose los oídos, pero la voz cortante de Doña Carmen atravesaba las paredes. Parecía que su suegra le raspaba el alma con una cuchara oxidada, dejándola vacía y dolorida.

Hacía tiempo que Ana entendió que jamás llegarían a un entendimiento. Pero, ¿por qué su esposo, Javier, nunca la defendía? ¿No veía cómo su madre la humillaba? Sabía que él la quería, pero su silencio le destrozaba el corazón. ¿Qué pasaba en su matrimonio?

Doña Carmen sabía cómo presionar. Su pasatiempo favorito era criticar a Ana por no darle nietos. Llevaban tres años casados y nada. Y, por supuesto, la culpable era ella. ¿Acaso no lo sería su “querido hijo”?

Desde el primer día, la suegra había detestado a su nuera. Antes de conocerla, ya había decidido que su hijo merecía algo mejor. Cuando Javier la llevó a casa —su padre ya no vivía—, su desprecio era evidente. Labios apretados, mirada fría, ni una sonrisa.

Pero Ana estaba demasiado enamorada para prestar atención a esos “detalles”. Todos saben que las suegras perfectas no existen. Además, vivían separados, en su acogedor apartamento en el centro. La boda fue modesta pero feliz. Ana y Javier, ambos pasados los treinta, tomaron la decisión con serenidad. Eran guapos, exitosos, compartían intereses. Su vida parecía ideal.

Decidieron no esperar para tener hijos —Ana ya rondaba los treinta—. Pero el tiempo pasaba y el embarazo no llegaba. Para ellos no era un drama, podían esperar. Pero Doña Carmen no.

—¿Llevas bien tu ciclo? —preguntaba en cada visita—. ¡Hay que estar más atenta!

A Ana le molestaba su falta de tacto. Criada en una familia educada, le repugnaban esos comentarios. Quería contestarle, pero amaba a Javier, y él adoraba a su madre. Ofenderla era herirlo, así que aguantaba.

—¡No pongas esa cara! ¡Me preocupo por vuestro bien! —continuaba la suegra—. Ah, casi lo olvido: concerté una cita con un médico. Id la semana que viene. Y toma —le dio una bolsa de hierbas—. Haz infusiones de salvia, te ayudará.

Ana tomó las hierbas, visitó médicos, se hizo pruebas. Todos coincidían: estaba sana. “Dios no lo quiere aún”, decían algunos. Pero Doña Carmen, atea convencida, no aceptaba explicaciones. Quería nietos. Sus amigas ya los tenían, y la envidia la consumía.

—El sábado vamos a una echadora de cartas, ya pagué el adelanto —anunció un día.
—Mamá, ¿para qué? —se extrañó Javier—. ¿Vas a hacernos un conjuro?
—¡No te burles! ¡Hay que intentar todo para no arrepentirse después!

Fueron. La bruja tiró las cartas y les dio un frasco: “Tres gotas antes del amanecer”. Pero el milagro no llegó. Entonces, la suegra perdió los modales.
—¡Una mujer debe ser madre! ¡Y tú no puedes! —le espetó a Ana.

—Abuela, no aguanto más —le confesó Ana a su abuela, de visita ese día.
—¿Qué quiere esa mujer? —preguntó la anciana.
—Dice que no puedo darle nietos.
—¿Y no es así?
—¡Claro que puedo!
—¿Y Javier?

Ana se quedó helada. Nunca se le había ocurrido que él no se hubiera hecho pruebas. Era evidente, pero la arrogancia de su suegra la había cegado.

—¡En nuestra familia nunca hubo problemas así! —proclamaba Doña Carmen.

—Javier, deberías hacerte unos análisis —le propuso Ana esa noche en la cama.
—¿Para qué? ¡Yo estoy bien! —se defendió.
—Yo también. Pero tu madre me culpa. Si te revisas y todo está normal, dejará de insistir. No le digas nada, que sea una sorpresa.

Javier accedió a regañadientes. Sabía que su madre se pasaba, y quería callarla.

Los resultados los dejaron a todos en shock. Los análisis revelaron: movilidad de espermatozoides del 10% (lo normal era 58%), vitalidad por debajo del 8% (la media, 32%). Pocos, lentos, casi inertes. La causa era una enfermedad infantil mal curada.

Ana entró en la cocina, donde Javier servía café a su madre, y dejó los resultados frente a Doña Carmen.
—Aquí tiene su sorpresa —dijo, clavándole la mirada—. No diga que no lo sabía.

Por su expresión, Ana supo la verdad: su suegra lo sabía, pero prefirió humillarla todos estos años. ¿Por qué? ¿Por rencor? ¿Por aburrimiento? Javier callaba, protegiéndola, en lugar de ponerle freno.

Estaba pálido, con el papel temblando en sus manos.
—Entonces… ¿no tendremos hijos? —murmuró.
—Tú no. Yo sí podré, cuando quiera —respondió Ana, fría—. Tu madre tiene razón: necesitas otra. Me voy. De ti y de ella.

La victoria no le dio alegría. Solo rabia, dolor y arrepentimiento por los años perdidos. ¿Amor? Se había marchitado, como tomates que nunca dan fruto. Ana no era estéril, pero su matrimonio con Javier sí lo había sido.

Hizo las maletas mientras suegro e hijo seguían inmóviles en la cocina. Su “inocente” secreto los había destruido. Ana se fue, dejando atrás un hogar hecho trizas.

Mientras caminaba por las calles nevadas de Burgos, pensó: si algún día tuviera un hijo, cuidaría su salud. Y jamás sería una suegra como Doña Carmen.

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