**Secretos que Destrozaron una Familia**
Lucía preparó unos bocadillos, hizo un café y se sentó en la cocina de su piso en las afueras de Sevilla, esperando a su suegra. Sonó el timbre.
—¡Gracias por venir! —exclamó Lucía al abrir la puerta y encontrarse con Carmen Jiménez.
—¿A qué viene tanta prisa? ¿Qué querías contarme? —preguntó la suegra con desconfianza.
—Pase a la cocina, tengo una sorpresa para usted —sonrió Lucía, disimulando los nervios.
Carmen la siguió.
—Bueno, ¿cuál es la sorpresa? —repitió, sentándose.
—¡Mire esto! —Lucía deslizó un papel frente a ella.
La suegra leyó las líneas y palideció, soltando un grito ahogado.
Lucía estaba en el dormitorio, tapándose los oídos, pero la voz aguda de Carmen traspasaba las paredes. Era como si su suegra le rascara el alma con una cuchara oxidada, vaciándola hasta dejarla solo con dolor y vacío.
Hacía tiempo que Lucía sabía que jamás se entendería con Carmen. Pero, ¿por qué su marido, Javier, no la defendía? ¿No veía cómo su madre humillaba a su esposa? Sabía que él la amaba, pero su silencio le partía el corazón. ¿Qué estaba pasando en su matrimonio?
Carmen sabía presionar. Su pasatiempo favorito era criticar a Lucía por no darle nietos. Llevaban tres años casados y el bebé no llegaba. Y, por supuesto, la culpa era de Lucía, ¿quién si no? ¡Jamás de su precioso hijo!
Desde el primer día, la suegra la había despreciado. Antes de conocerla, ya había decidido que su Javi merecía algo mejor. Cuando él la llevó a la casa —su padre ya había fallecido—, todo se leía en su mirada: labios apretados, tono frío, ni una sonrisa.
Pero Lucía estaba demasiado enamorada para fijarse en esos “detalles”. Todos saben que no hay suegras perfectas. Además, vivían separados, en su acogedor piso en el centro. La boda fue modesta, pero feliz. Lucía y Javier, ya treintañeros, tomaron la decisión en serio. Eran guapos, exitosos, compartían gustos. Su vida parecía ideal.
Decidieron no esperar con los hijos —Lucía rozaba los treinta—. Pero pasaba el tiempo y el embarazo no llegaba. Para ellos no era una tragedia; podían esperar, disfrutando su amor. Pero Carmen no quería esperar.
—¿Llevas un control de tu ciclo? —preguntaba en cada visita—. ¡Hay que estar atenta!
A Lucía le repelía la grosería. Criada en una familia culta, le indignaba la falta de tacto. Quería pararle los pies, pero amaba a Javier, y él adoraba a su madre. Ofender a Carmen era herir a su marido, así que aguantaba.
—¡No pongas esa cara! ¡Me preocupo por vuestro bien! —insistía Carmen—. Casi se me olvida: concerté cita con un especialista, iréis esta semana. Y toma —le dio una bolsa de hierbas—. Infusión de salvia. ¡Te ayudará!
Lucía tomó las hierbas, fue a médicos, se hizo pruebas. Todos decían lo mismo: estaba sana. “Dios no lo ha permitido aún”, le consolaban. Pero Carmen, atea convencida, no aceptaba excusas. Quería nietos —todas sus amigas los tenían— y la envidia la quemaba.
—El sábado vamos a una vidente, ya pagué la señal —anunció un día.
—Mamá, ¿una vidente? —Javier se rio—. ¿Nos va a conjurar un bebé?
—¡No te burles! ¡Hay que intentar todo para no arrepentirse después!
Fueron. La vidente tiró las cartas y les dio un frasquito: “Tres gotas antes del amanecer”. Pero no hubo milagro. Entonces Carmen perdió los modales.
—¡Una mujer debe dar hijos! ¡Y tú no puedes! —le escupió a Lucía.
—Abuela, esta mujer me tiene harta —se quejó Lucía con su abuela de visita.
—¿Qué quiere? —preguntó la anciana.
—Dice que no puedo darle nietos.
—¿Y puedes?
—¡Claro!
—¿Y tu Javier?
Lucía se quedó helada. Nunca se le había ocurrido que Javier no se hubiera hecho pruebas. Era obvio, pero la arrogancia de Carmen la cegó.
—¡En nuestra familia nunca ha habido enfermos! ¡Menos estériles! —repetía Carmen.
—Javi, ¿por qué no te haces análisis también? —propuso Lucía esa noche en la cama.
—¿Para qué? ¡Yo estoy bien!
—¡Yo también! Pero tu madre me culpa. Si tus resultados salen bien, dejará de insistir. No se lo digas aún —¡sorpresa!
Javier accedió a regañadientes. Tenía sentido, y quería callar a su madre.
Los resultados fueron un mazazo para todos. Los espermatozoides mostraban solo un 10% de actividad (lo normal es 58%), y menos del 8% de movilidad (lo mínimo, 32%). Pocos y lentos. La causa: secuelas de una enfermedad infantil que Javier desconocía.
Lucía entró en la cocina, donde Javier servía el café, y dejó el informe ante Carmen.
—Aquí tiene su sorpresa. ¡Disfrútela! —dijo, clavándole la mirada—. No diga que no lo sabía.
Por su expresión, Lucía entendió que Carmen lo sabía, pero prefirió humillarla durante años. ¿Por qué? ¿Por maldad? ¿Aburrimiento? Javier calló, protegiendo a su madre cuando debió pararla.
Él miraba el papel, perdido. Su seguridad se esfumó.
—¿Entonces… no tendremos hijos? —murmuró.
—Tú no. Yo sí, cuando quiera —respondió Lucía, fría—. Tu madre tiene razón: necesitas a otra. Me voy. De ti y de ella.
La victoria no le dio alegría. Solo rabia, dolor y arrepentimiento por años perdidos. ¿Amor? Se había marchitado como un tomate en verano que nunca da fruto. Lucía no era estéril, pero su vida con Javier sí lo fue.
Hizo la maleta mientras suegro y marido seguían aturdidos. Su “inocente” secreto destruyó todo. Lucía se alejó, dejando un matrimonio hecho añicos.
Mientras caminaba por las calles de Sevilla, pensó: si algún día tuviera un hijo, vigilaría su salud. Y jamás sería una suegra como Carmen.







