**Secretos que Destruyeron una Familia**
María había preparado unos bocadillos, puesto el té y se sentó en la cocina de su piso en las afueras de Valladolid, esperando a su suegra. Sonó el timbre.
—¡Gracias por venir! —exclamó María, abriendo la puerta y viendo a Isabel Martínez.
—¿Qué tanta prisa? ¿De qué querías hablar? —preguntó la suegra con recelo.
—Pase a la cocina, tengo una sorpresa para usted —sonrió María, ocultando su nerviosismo.
Isabel la siguió y se sentó.
—Bueno, ¿qué sorpresa es esta? —repitió, impaciente.
—¡Mire esto! —María deslizó un papel frente a ella.
La suegra leyó las líneas y dejó escapar un grito, su rostro se volvió pálido.
María estaba en el dormitorio, cerrándose los oídos, pero la voz aguda de Isabel traspasaba las paredes. Cada palabra era como un cuchillo, arrancándole pedazos del alma hasta dejar solo vacío y dolor.
Hacía tiempo que entendió que con su suegra no habría entendimiento. Pero, ¿por qué Javier, su marido, nunca la defendía? ¿Acaso no veía cómo su madre la humillaba? Sabía que él la quería, pero su silencio le destrozaba el corazón. ¿Qué estaba pasando en su familia?
Isabel sabía presionar. Su pasatiempo favorito era reprocharle a María por no darle nietos. Tres años de matrimonio y ningún hijo. Y, claro, la culpa era de ella—¿quién más? ¡Nunca de su “niño de oro”!
Desde el primer día, la suegra despreció a su nuera. Antes siquiera de conocerla, decidió que su Javier merecía algo mejor. Cuando él la llevó a casa—su padre ya había fallecido—, cada gesto de Isabel lo dejaba claro: labios apretados, tono frío, ni una sonrisa.
Pero María estaba tan enamorada que no veía esas “pequeñeces”. Todos saben que no hay suegras perfectas. Además, vivían separados, en un acogedor piso en el centro de la ciudad. La boda fue modesta, pero feliz. María y Javier, ya pasados los treinta, tomaron la decisión con madurez. Eran guapos, exitosos, compartían intereses. Su vida parecía perfecta.
Sobre los hijos, no quisieron esperar—María rozaba los treinta. Pero el tiempo pasaba y el embarazo no llegaba. Para ellos no era una tragedia—podían esperar, disfrutando su amor. Pero Isabel no tenía paciencia.
—¿Llevas un control de tu ciclo? —preguntaba en cada visita—. ¡Hay que ser más cuidadosa!
María fruncía el ceño. Criada en una familia culta, le repugnaba la falta de tacto. Quería ponerla en su lugar, pero amaba a Javier, y él adoraba a su madre. Ofenderla significaba herirlo, así que aguantaba.
—¡No pongas esa cara! ¡Me preocupo por vuestro bien! —insistía Isabel—. Casi lo olvido: hablé con un médico, iréis esta semana. Y toma—le entregó una bolsa de hierbas—. Toma salvia, te ayudará.
María bebió las infusiones, visitó doctores, se sometió a pruebas. Todos decían lo mismo: estaba sana. “Dios no lo ha permitido aún”, le decían. Pero Isabel, atea convencida, no aceptaba excusas. Quería nietos—todas sus amigas los tenían, y la envidia la consumía.
—El sábado vamos a una echadora de cartas, ya pagué la señal —anunció un día.
—Mamá, ¿para qué? —Javier se rió—. ¿Nos va a conjurar un bebé?
—¡No te burles! ¡Hay que intentar todo para no arrepentirse después!
Fueron. La mujer leyó las cartas y les dio un frasquito: “Tres gotas cinco minutos antes del amanecer”. Pero el milagro no llegó. Entonces, Isabel perdió el control.
—¡Una mujer debe ser madre! ¡Y tú no puedes! —le escupió en la cara a María.
—Abuela, está insoportable —se quejó María cuando su abuela vino de visita.
—¿Qué es lo que quiere?
—Que le dé nietos. Dice que no puedo.
—¿Y puedes?
—¡Claro!
—¿Y tu Javier?
María se quedó helada. De pronto, entendió: Javier nunca se había hecho pruebas. ¿Cómo no se le ocurrió antes? Era obvio, pero los reproches de Isabel la habían cegado.
—¡En nuestra familia nunca hubo enfermos! ¡Menos incapaces de tener hijos! —vociferaba Isabel.
—Javier, ¿por qué no te haces pruebas también? —sugirió María esa noche en la cama.
—¿Para qué? ¡Yo estoy bien!
—¡Yo también! Pero tu madre me culpa. Si los resultados son buenos, nos dejará en paz. Pero no le digas nada—será una sorpresa.
Javier, de mala gana, aceptó. Tenía sentido, y quería callar a su madre.
Los resultados los dejaron atónitos a todos, incluida María. La concentración de espermatozoides era del 10%, cuando lo normal supera el 58%. Movilidad, menos del 8%. Eran pocos y casi inertes. La causa: secuelas de una enfermedad infantil que Javier desconocía.
María entró en la cocina, donde Javier servía té a su madre, y dejó el informe frente a Isabel.
—Aquí tiene su sorpresa. ¡Disfrútela! —dijo, clavándole la mirada—. No diga que no lo sabía.
Por su expresión, María entendió: Isabel lo sabía, pero prefirió culparla durante años. ¿Por qué? ¿Maldad? ¿Aburrimiento? Javier callaba, protegiéndola, cuando debió haberla frenado.
Él tamborileaba el papel, perdido. Su seguridad se esfumó.
—Entonces… ¿No tendremos hijos? —murmuró.
—Tú no. Yo sí, cuando quiera —respondió María, fría—. Tu madre tiene razón: necesitas a otra. Me voy. De ti y de ella.
La victoria no trajo alegría, solo amargura y arrepentimiento por años perdidos. ¿El amor? Se había marchitado, como tomates que nunca dieron fruto. María no era estéril, pero su vida con Javier sí lo había sido.
Hizo las maletas mientras suegro y marido seguían en shock en la cocina. Su “inocente” secreto había destruido todo. María se marchó, dejando atrás un matrimonio en ruinas.
Mientras caminaba por las calles nevadas de Valladolid, pensó: si algún día tuviera un hijo, estaría más atenta a su salud. Y nunca sería una suegra como Isabel.