Los secretos que destrozaron una familia
Marisol preparó unos bocadillos, puso el agua para el té y se sentó en la cocina de su piso en las afueras de Burgos, esperando a su suegra. Sonó el timbre.
—¡Gracias por venir! —exclamó Marisol al abrir la puerta y encontrarse con Adela Martínez.
—¿Qué tanta prisa? ¿De qué querías hablar? —preguntó la suegra con recelo.
—Pase a la cocina, tengo una sorpresa para usted —sonrió Marisol, ocultando su nerviosismo.
Adela la siguió.
—Venga, ¿cuál es la sorpresa? —repitió, sentándose.
—¡Mire esto! —Marisol deslizó un papel frente a ella.
La suegra leyó rápidamente y dio un grito ahogado, palideciendo al instante.
Marisol se sentó en el dormitorio, tapándose los oídos, pero la voz cortante de Adela atravesaba las paredes. Era como si le arañara el alma con una cuchara oxidada, vaciándola de todo menos del dolor y la soledad.
Hacía tiempo que Marisol sabía que con su suegra no había entendimiento posible. Pero, ¿por qué su marido, Javier, nunca la defendía? ¿Acaso no veía cómo su madre humillaba a su esposa? Sabía que él la quería, pero su silencio le partía el corazón. ¿Qué pasaba en su familia?
Adela sabía presionar. Su pasatiempo favorito era culpar a Marisol por no darle nietos. Llevaban tres años de matrimonio y aún no había hijos. Y, claro, la culpa era de Marisol, ¡nunca de su adorado hijo!
Desde el primer día, Adela había despreciado a su nuera. Antes incluso de conocerla, decidió que Javier merecía algo mejor. Cuando él la llevó a casa—su padre ya había fallecido—, se notaba en cada mirada: labios apretados, tono frío, ni rastro de una sonrisa.
Pero Marisol estaba demasiado enamorada para fijarse en esos “detalles”. Todos saben que no hay suegras perfectas. Además, vivían separados, en su acogedor piso en el centro de la ciudad. La boda fue modesta, pero feliz. Marisol y Javier, ambos rozando los treinta, habían tomado la decisión con madurez. Eran guapos, exitosos, compartían aficiones. Su vida parecía perfecta.
Sobre los hijos, no quisieron demorarse—Marisol casi tenía treinta. Pero pasaba el tiempo y el embarazo no llegaba. Para ellos no era una tragedia—podían esperar, disfrutando de su amor. Pero Adela no tenía paciencia.
—¿Llevas un control de tu ciclo? —preguntaba severamente en cada visita—. ¡Hay que ser más responsable!
A Marisol le repateaban esas preguntas. Criada en una familia culta, le horrizaba la falta de tacto de su suegra. Quería ponerla en su lugar, pero amaba a Javier, y él adoraba a su madre. Ofenderla sería herirlo, así que se mordía la lengua.
—¡No pongas esa cara! ¡Solo me preocupo por vuestro bien! —continuaba Adela—. Casi se me olvida: concerté una cita con un médico, iréis esta semana. Y toma—le entregó una bolsa de hierbas—. Hierve salvia, tómala. ¡Ayudará!
Marisol bebió las infusiones, fue a médicos, se hizo pruebas. El diagnóstico siempre era el mismo: estaba sana. “Dios no lo ha querido todavía”, decían. Pero Adela, atea convencida, no aceptaba esas excusas. Quería nietos—todas sus amigas los tenían, y la envidia la consumía.
—El sábado vamos a una echadora de cartas, ya he dejado una señal—anunció un día.
—Mamá, ¿para qué? —objetó Javier—. ¿Nos va a conjurar un niño?
—¡No te burles! ¡Hay que intentar todo antes de arrepentirse!
Fueron. La echadora de cartas les dio un frasco con una poción: “Tres gotas antes del amanecer”. Pero el milagro no llegó. Entonces, Adela dejó de contenerse.
—¡Una mujer debe dar hijos! ¡Y tú no puedes! —le escupió a Marisol.
—Abuela, no aguanto más—se quejó Marisol con su abuela, de visita aquel día.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó la anciana.
—Dice que no puedo darle nietos.
—¿Y puedes?
—¡Claro!
—¿Y tu Javier?
Marisol se quedó helada. De pronto, cayó en la cuenta: Javier nunca se había hecho pruebas. ¿Cómo no lo había pensado? Era obvio, pero la actitud de su suegra la había cegado.
—¡En nuestra familia nunca hubo enfermos! ¡Menos de los que no pueden tener hijos! —insistía Adela.
—Javier, ¿por qué no te haces unos análisis también? —propuso Marisol esa noche, ya en la cama.
—¿Para qué? ¡Yo estoy bien! —se encogió de hombros.
—¡Yo también! Pero tu madre cree que la culpa es mía. Si te haces las pruebas y todo está bien, nos dejará en paz. No se lo digas aún—será una sorpresa.
Javier accedió de mala gana. Tenía sentido, y le gustaría callar a su madre.
Los resultados los dejaron atónitos a todos, incluso a Marisol. Mostraban que la concentración de espermatozoides era del 10% (lo normal, más del 58%), y su movilidad, inferior al 8% (cuando la norma supera el 32%). Pocos, y casi inmóviles. La causa: secuelas de una enfermedad infantil que Javier desconocía.
Marisol entró en la cocina, donde Javier servía el té a su madre, y dejó el informe sobre la mesa.
—Aquí tiene su sorpresa. ¡Disfrútela! —dijo, clavando la mirada en Adela—. No diga que no lo sabía.
Por su expresión, Marisol comprendió: su suegra lo sabía, pero llevaba años culpándola a ella. ¿Por qué? ¿Por maldad? ¿Por aburrimiento? Javier callaba, apoyando a su madre aunque debió haberla parado hacía tiempo.
Él estaba allí, hojeando el papel, desconcertado. Su seguridad se esfumó.
—Entonces… ¿no tendremos hijos? —murmuró.
—Tú no. Yo podré ser madre cuando quiera —respondió Marisol, fría—. Tu madre tiene razón: necesitas a otra. Me voy. De ti y de ella.
La victoria no le dio alegría. Solo amargura, rabia y lamento por los años perdidos. ¿Amor? Hacía tiempo que se había marchitado, como un tomate que nunca dio fruto. Marisol no era estéril, pero su vida con Javier sí lo había sido.
Hizo las maletas mientras suegro y marido seguían en la cocina, estupefactos. Su “inocente” secreto había destruido todo. Marisol se marchó, dejando atrás un matrimonio en ruinas.
Mientras caminaba por las calles nevadas de Burgos, pensó: si algún día tuviera un hijo, vigilaría su salud. Y nunca sería una suegra como Adela.