Secretos familiares y un nuevo hogar

**Secretos de Familia y un Hogar Nuevo**

—¡Venid al pueblo con tu marido! —insistió la madre de Vera.
—Sí, mamá, iremos —respondió Vera, disimulando el cansancio en su voz—. Cuando Laura termine los exámenes, iremos todos. Luis también quiere. Antes iba cada verano a su aldea, pero desde que sus padres murieron, ni pisarla.
—¿Cómo? —se sorprendió la madre—. Pero tiene hermanos, primos…
—No le gusta hablar de eso —susurró Vera—. Vamos a las tumbas, solo un día, sin ver a nadie. Luis ayudaba siempre a sus padres, reparaba la casa, compraba herramientas… Pero tras su muerte, todo se volvió oscuro.

—Vera, ¿por qué cargas con todo? —protestó la madre—. ¿Qué clase de marido es ese? Hombre fuerte, y tú lo proteges. ¡Debes cuidarte! Él solo saca la basura…
—Mamá, ya hablamos de esto. No cargo con nada. Nos queremos, y él trabaja.
—¡No es el dinero! ¡En casa no hace nada!
—Pero si el piso es diminuto. Llega y se tira en el sofá. ¿Qué va a hacer?
—¿Y cuándo vais a comprar otro? Dos habitaciones, ¡y ya!
—No sé —respondió Vera con melancolía—. Lo planeamos, ahorramos, pero ahora dudamos…

Laura terminaba el instituto, pronto empezaría la universidad. Vera añoraba el pueblo. La ciudad siempre se sintió ajena. Afuera, solo viejas cotilleando en los bancos. En el pueblo también hay chismes, pero el aire es más puro.
—Venid a verme —rogó la madre.
—Iremos cuando Laura acabe los exámenes. Luis vendrá. Antes iba cada verano, pero ahora ni oír hablar de su familia.
—Pero tiene parientes, tumbas que visitar…
—No le menciones eso, mamá. Va al cementerio, rápido, sin detenerse. Todos se pelearon.

Luis era el menor. Cada verano viajaba a la aldea cerca de Toledo: arreglaba techos, levantaba cobertizos, compraba herramientas para su padre. Ponía dinero de su bolsillo. Cuando sus padres murieron, sus hermanos saquearon todo. «Tú vives en la ciudad, no necesitas esto», dijeron. Hasta el viejo aparador quedó vacío.

Solo quedó una caja de cubiertos de alpaca: tenedores, cuchillos, cucharas, oscurecidos por el tiempo. Nadie los quiso. Luis los llevó a casa. Vera no dijo nada—eran su último vínculo con sus padres.
—¿Y la casa? —preguntó la madre—. ¿No la heredaron?
—No. Un sobrino ya se instaló. Hubo testamento. Luis no discutió, pero casi llegan a los golpes. Ahora son enemigos.
—¿Y los cubiertos? ¿Siguieron negros?
—Los pulí. Luis se emocionó como un niño. Dijo que así los recordaba de pequeño. Sus padres los guardaban como tesoro.

En el pueblo de su suegra, todo era paz. Luis recorrió el patio, planeando arreglos. Nadie le daba órdenes, como sus hermanos, que solo hablaban y nunca actuaban.
—Vera, ¿y si ponemos una valla? ¿A tu madre le molestará? Tenemos ahorros —preguntó Luis esa noche.
—Le preguntaré.
—Y la cocina de verano necesita arreglos. Y otras cosas…
—¿Así que no te tirarás en el sofá? —sonrió Vera.
—Esto no es la ciudad. Un hogar propio es distinto.

La suegra se emocionó con la valla nueva. Jamás lo esperó. Y cuando Luis reparó la cocina, floreció de alegría.
—¿Para qué comprar casa? Aquí tienen una, cerca de la ciudad. A mí no me queda mucho…
—Mamá, está Laura. Debemos trabajar.
—Laura es responsable, siempre con libros. Podéis ir y venir. Hay trabajo: el nuevo agricultor paga bien, tiene invernaderos…
—No sé. Es un cambio grande.
—La casa es amplia, no estorbaré. Ya no tengo a nadie… Mi sobrina solo viene por dinero.

—¿Por dinero?
—Arrancó unas malas hierbas y quiso cobrar. No la dejo entrar; ya sabes cómo es. Hasta propuso registrarse como mi cuidadora para cobrar ayudas. Pero tú vienes, y Luis… Me arrepiento de lo que dije de él. No os presiono, pensadlo.

—Tía, ¿de dónde sacaste esta valla? ¡Decías que no llegabas a fin de mes! ¿Ahora sí tienes para pagarme? —gritó la sobrina, Clara.
—Ay, hablando del rey de Roma… —suspiró la madre.
—Yo me encargo —cortó Vera—. Hola, prima. ¿A qué vienes?
—Es que…
—Se acabó. Ahora vivimos aquí. No necesitamos ayuda.
—Entendido —refunfuñó Clara, y se marchó.

Un año después, Luis ansiaba mudarse. Laura terminó el instituto, ingresó en la universidad. Compraron un coche, encontraron trabajo. Si algo salía mal, podrían volver, pero no lo pensaban. Se instalaron en el pueblo.

La suegra sugirió exhibir los cubiertos de alpaca en el aparador. Había espacio tras guardar su viejo servicio de mesa, lleno de polvo.

Vivió doce años más. Nadie habló de testamento—hija y yerno ya habitaban la casa. Luis se convirtió en el dueño: arreglaba, construía, renovaba.

Al repartir la herencia, apareció un papel. Vera y Luis heredaban mitad cada uno. Una nota decía: «Perdón, hija. Es justo. Sois un equipo. A él la vida ya lo privó de mucho. Sabes a qué me refiero».

Luis se conmovió. No esperaba ese gesto. Con los años, tuvieron un hijo. Cuando Laura anunció su segundo embarazo, decidieron ayudarla con una casa. Recordaban lo estrecho que era su piso, y cómo dudaron en tener más hijos.

Ahora, la familia de Laura visita a menudo. No tienen más parientes. Los cubiertos de alpaca brillan en el aparador, recordando a los padres de Luis.

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