Secretos familiares y un nuevo hogar

**Secretos de Familia y un Hogar Nuevo**

—¡Venid a la aldea con tu marido! —rogó la madre a Vera.
—Sí, mamá, iremos —respondió Vera, disimulando el cansancio en su voz—. Cuando Lucía termine los exámenes, iremos todos. Óscar también quiere. Antes iba a ver a su familia, pero desde que murieron, no pone un pie allí.
—¿Cómo es eso? —se sorprendió la madre—. Si tiene hermanos, primos…
—No le gusta hablar de eso —susurró Vera—. Vamos a las tumbas de sus padres, pero solo un día, sin ver a los demás. Óscar les ayudaba mucho, pero después de su muerte… se cerró en sí mismo.

—Vera, ¿por qué cargas tú con todo? —se quejó la madre—. ¿Qué clase de marido es ese? Un hombre sano, y tú lo mimas. ¡Tienes que cuidarte! Lo único que hace es sacar la basura…
—Mamá, ya hablamos de esto. No cargo con nada. Nos queremos, y él trabaja.
—¡No es por el dinero! ¡No te ayuda en casa!
—¿Y qué quiere que haga? El piso es pequeño. Llega y se tumba en el sofá. No hay mucho que hacer.
—¿Y cuándo vais a comprar otro? ¡Dos habitaciones y ya está!
—No lo sé —contestó Vera con tristeza—. Lo planeamos, ahorramos, pero ahora dudamos…

Lucía acababa el instituto y quería estudiar formación profesional. Al año siguiente, sería su graduación. Vera añoraba el pueblo. La ciudad le resultaba fría, por mucho que viviera allí. Salía a la calle y solo veía ancianas murmurando en los bancos, criticando a todo el mundo. En el pueblo también había cotillas, pero al menos el aire era familiar.
—Venid a visitarme —insistió la madre.
—Iremos cuando Lucía termine los exámenes. Óscar vendrá. Antes pasaba todos los veranos con su familia, pero después de lo de sus padres… Ni quiere oír hablar de ellos.
—¿Y eso? Tiene parientes, las tumbas…
—No le recuerdes eso, mamá. Va al cementerio, pero rápido, sin ver a nadie. Se pelearon todos.

Óscar era el menor. Cada verano iba a la aldea cerca de Guadalajara y ayudaba a sus padres: arreglaba la casa, construyó un cobertizo, compraba herramientas para su padre. Ellos le daban dinero, pero a menudo él añadía de su bolsillo. Cuando murieron, sus hermanos se repartieron todo lo de valor. Se llevaron las herramientas diciendo: «Tú en la ciudad no las necesitas». Hasta los recuerdos que Óscar quería guardar desaparecieron del hogar. Hasta el viejo aparador quedó vacío.

Solo quedó una caja oscura con cubiertos de alpaca: cucharas, tenedores, cuchillos… Nadie los quiso. Óscar se los llevó. Vera no dijo nada: eran el último vínculo con sus suegros.
—¿Y la casa? Había que repartirla —preguntó la madre.
—No. Un sobrino ya se mudó. Había testamento. Óscar no discutió, pero casi llegan a las manos. Ahora son enemigos en el mismo pueblo.
—¿Y los cubiertos? ¿Siguen negros?
—Los limpié. Óscar se emocionó como un niño. Dijo que solo los recordaba así de brillantes en su infancia. Alguien se los regaló a sus padres, pero ellos los guardaban, nunca los usaban…

En la aldea de su suegra reinaba la paz. Óscar recorrió el patio, calculando qué arreglar. Nadie le daba órdenes como sus hermanos, que solo mandaban sin mover un dedo.
—Vera, ¿y si ponemos una valla? ¿A tu madre le importará? Tenemos ahorros, no hace falta que ponga ella —preguntó Óscar antes de dormir.
—Le preguntaré.
—Y la cocina de verano necesita arreglos. Y otras cosas…
—¿Y no te quedarás tumbado en el sofá? —sonrió Vera.
—Esto no es la ciudad. Una casa propia es distinto.

La suegra se alegró cuando su yerno arregló la valla. Ni lo esperaba, pensaba que la vieja bastaría. Y cuando empezó a reparar la cocina de verano, floreció de felicidad.
—¿Para qué queréis otro hogar? Aquí lo tenéis, cerca de la ciudad. A mí no me queda mucho, estoy débil…
—Mamá, Lucía está en plena formación. Hay que trabajar.
—Lucía es responsable, siempre con sus libros. No pasa nada si se queda sola. La ciudad está cerca, podéis ir y venir. Hay trabajo. Un granjero nuevo paga bien, tiene invernaderos, tierras…
—No sé. Es un cambio muy grande.
—La casa es amplia, no molestaré. Yo no pido mucho. Solo te tengo a ti. Mi sobrina solo viene por dinero.

—¿Por dinero?
—Arregló el huerto, claro, no gratis. Yo no le pedí nada, pero le pagué. No la dejo entrar, pero le encantaría. Ya la conoces: lo que no está atado, desaparece. Quería registrarse para cobrar por cuidarme. Pero no estoy tan mal, y tampoco soy tan vieja. Tú vienes. Lástima que Óscar no venía antes. Retiro todo lo que dije de él. No os presiono, pensadlo.

—Tía, ¿de dónde sacaste para la valla? ¡Decías que no te llegaba la pensión! ¿Te duele pagarme por ayudarte? —la voz de la sobrina, Laura, resonó en el patio.
—Hablando del ruin… —suspiró la madre.
—Yo me encargo —cortó Vera—. Hola, prima. ¿A qué viene el escándalo?
—Es que…
—¡Pues nada! Ahora vivimos aquí. No necesitamos ayuda.
—Vale, no vuelvo —refunfuñó Laura, y se fue.

Un año después, Óscar esperaba con ansias mudarse. Lucía acabó el instituto y empezó sus estudios. Encontraron trabajo, compraron un coche. Si no les gustaba, podrían volver, pero ni lo pensaban. Se instalaron.

La suegra sugirió guardar los cubiertos de alpaca en el aparador. Había espacio desde que trasladó su vieja vajilla a la cocina. No valía mucho, solo juntaba polvo.

La suegra vivió doce años más. Nadie pensó en testamento: su hija y yerno ya estaban en la casa. Óscar se convirtió en el dueño: arreglaba, mejoraba todo.

Cuando llegó el reparto, apareció un testamento. Vera y Óscar heredaron la mitad cada uno. Una nota decía: *«Perdóname, hija. Es lo justo. Sois un equipo. La vida ya fue dura con él. Sabes a qué me refiero».*

Óscar se conmovió. No esperaba eso de su suegra. En esos años, tuvieron un hijo. Cuando Lucía anunció su segundo embarazo, decidieron ayudarla con una casa. Recordaban lo angosto que era el piso con un solo niño, y no se atrevían a tener otro.

La familia de Lucía visita con frecuencia el pueblo. No tienen más parientes. Los cubiertos de alpaca brillan en el aparador, como recuerdo de los padres de Óscar.

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