Secretos familiares: la sombra del robo en el matrimonio

La sombra del robo: cómo los secretos familiares arruinaron un matrimonio

En un piso oscuro en las afueras del pueblo costero de Marbella, donde la brisa salada del mar se colaba por las grietas de las ventanas viejas, Lucía se quedó frente al refrigerador vacío, presionándose las sienes. La comida desaparecía a una velocidad alarmante, como si se hubiera esfumado en el aire. Justo ayer había preparado la cena, y hoy no quedaba ni un pedazo. Su marido, Javier, se lo había comido todo otra vez, o eso creía ella, y ese pensamiento le carcomía la mente como las olas frías del mar.

Hablar con Javier era como pelear contra un fantasma: cada conversación terminaba en gritos y reproches. Su desempleo, que ya llevaba tres meses, convertía su vida en una pesadilla. Lucía trabajaba hasta el agotamiento para comprar comida que, como por arte de magia, desaparecía. Se había acostumbrado a tomar café amargo sin azúcar y a morder pan duro porque, después del turno, no le quedaban fuerzas para cocinar. Javier, en cambio, parecía vivir en su propio mundo, donde la comida aparecía sola y su esposa debía aguantar todo en silencio.

—Mañana voy a la finca de mi tío, a ayudarle con unas reparaciones —dijo Javier desde el dormitorio, sin apartar los ojos de la televisión.

A Lucía le daba igual. El cansancio y la fiebre la aplastaban contra la cama. Por la mañana, la temperatura había subido y decidió quedarse en casa. Tras tomarse unas pastillas, cayó en un sueño pesado, deseando un poco de paz.

Pero el ruido en la cocina la despertó. Alguien movía platos, abría la nevera y luego, descaradamente, empezó a cantar. Lucía, mareada, se dirigió hacia allí. En la cocina, como si fuera su casa, estaba Carmen, la hermana de Javier, una mujer con la que Lucía evitaba cruzarse. Carmen siempre había creído que su hermano debía mantener no solo a su familia, sino también a ella y a sus hijos. Javier le daba dinero a menudo, arrancándolo del escaso presupuesto familiar, y Lucía lo había tolerado, apretando los dientes. Pero ahora Carmen rebuscaba en su nevera, metiendo comida en recipientes de plástico.

—Hola —dijo Lucía, conteniendo la rabia.

—¡Ay! ¿Y tú qué haces aquí? —Carmen se sobresaltó, casi dejando caer un bote de conservas.

—Estoy enferma. Y tú, parece que te sientes como en tu casa.

—Javier me dio las llaves —respondió Carmen, sin ningún reparo.

—Vaya, así que no era él el que tenía hambre de lobo, sino tú las manos largas —la voz de Lucía temblaba de furia.

—¡Es mi hermano! ¡Tengo derecho a llevarme comida para mis hijos! —Carmen se irguió, como si se defendiera.

—Tu hermano no trabaja, ¿así que yo tengo que mantener a dos familias? ¿Y encima sin saberlo? —Lucía sentía un nudo en la garganta.

—¿Qué pasa, te da pena un trozo de queso? ¡Estoy sola, es difícil! —Carmen alzó la voz.

—Devuélveme las llaves. Ahora mismo. O llamo a la policía. Este piso es mío, y tu hermano aquí no pinta nada —Lucía dio un paso adelante, con los ojos encendidos.

—¿Llamar a la policía por una tontería? ¡Qué mezquina eres! —Carmen tiró las llaves sobre la mesa—. Se lo contaré a Javier, y va a lamentar haberse liado contigo.

—Él lamentará haber encubierto tus robos —respondió Lucía, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

Se dejó caer en una silla, conmocionada. Todo ese tiempo la habían engañado, la habían tomado por tonta. Nadie creería que su cuñada vaciaba su nevera sin pudor, dejando solo migajas, mientras Javier la cubría en silencio, echándole la culpa a su “hambre”. Pero lo peor era saber que él lo sabía y callaba, traicionando su confianza.

Lucía recordó a su suegra, una mujer que tomaba lo que quería sin preguntar. De tal palo, tal astilla, y Javier con Carmen habían heredado ese descaro. Su corazón se encogió de dolor, pero la decisión llegó sola. Con manos temblorosas, marcó el número de su marido.

—Pido el divorcio —dijo, sin dejarle hablar.

—Espera, ya voy, hablamos —balbuceó Javier.

—Se acabaron las conversaciones. Lo tengo claro.

—¡Te arrepentirás, volverás a mí! —gritó él.

Pero Lucía ya no escuchaba. Javier se había convertido en un extraño, una sombra que se desvanecía en el viento frío de Marbella. Solo lamentaba los años perdidos con alguien que no había valorado ni a ella ni a su familia. El divorcio no era el fin, sino la libertad: un paso hacia una vida donde nadie se atrevería a robarle su paz.

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