Secretos del alma: la salvación de una familia

Los Secretos del Alma: Salvando una Familia

Lucía guardaba sus cosas mientras repasaba mentalmente los años de su matrimonio. Quería marcharse en silencio, sin explicaciones—solo dejar una nota y desaparecer. Sería más fácil para ambos, pensaba, doblando la ropa en la maleta. Pero cada objeto, cada detalle, le recordaba el pasado. Ahí estaba el jersey que Víctor le regaló en su segundo aniversario. Ella lo había criticado, diciendo que el color no le favorecía. Él no dijo nada, solo lo guardó en el armario. Y aun así, ella lo usaba a escondidas cuando él no miraba. Y allí seguía, en su ropero.

No sabía qué hacer con esas cosas. ¿Tirarlas? ¿Dejarlas? Decidió guardarlas en una caja y sellarla con cinta, para no abrir viejas heridas. Pero no había cinta a mano. Recordó haber visto un rollo en el despacho de Víctor cuando limpiaba la semana anterior. Entró en su habitación, abrió el cajón del escritorio y se quedó inmóvil. Entre los papeles había un cuaderno—no uno cualquiera, sino un diario. Personal, con la cubierta gastada, como si lo hubiera abierto muchas veces.

Su mano se movió sola hacia él. “Si ya lo estoy traicionando al irme, ¿qué cambia un pecado más?” pensó. La curiosidad se mezcló con la desesperación. Quizás en esas páginas estaba la respuesta. ¿Tal vez tenía otra mujer? ¿O se arrepentía de haberse unido a ella? Lucía abrió el diario, y su mundo se derrumbó.

Él escribía sobre ella. ¡Sobre ella! Página tras página—su nombre, sus costumbres, su sonrisa. Lucía se dejó caer en el sillón, incapaz de apartar la vista. Víctor lo recordaba todo. Incluso aquel jersey que ella había criticado. Describía lo mucho que le dolió que no le gustara el regalo, cómo decidió no regalarle más nada para no decepcionarla de nuevo. “Mamá siempre decía que hacía todo mal. Ahora Lucía piensa lo mismo”, decía una de las anotaciones. Las lágrimas le quemaban los ojos.

Más adelante, hablaba de su infancia. De cómo su madre lo regañaba por reír fuerte, por sus bromas, por sus “palabras de más”. De cómo le reprochaban su sonrisa fea, su forma rápida de hablar. Una vez le llevó un ramo de hojas otoñales, y ella lo apartó: “¿Para qué quiero esta basura? Mejor trae flores bonitas”. Lucía leía, y ante sus ojos aparecía la imagen de un niño pequeño, avergonzado por su sinceridad, por su deseo de alegrar a los demás. Y ella, sin saberlo, había repetido ese mismo guión al regañarle por el jersey.

Pero lo más importante—Víctor escribía que la amaba. Que seguía amándola. Se enorgullecía de sus éxitos en el trabajo, admiraba cómo cocinaba o cómo dormía. Resulta que por las mañanas no se apresuraba a irse, sino que la observaba mientras dormía, temiendo despertarla. Notaba cómo fruncía el ceño, cómo se arropaba mejor. La última anotación, hecha ayer, le partió el corazón. Víctor soñaba con invitarla a una excursión—a navegar en kayak por el río, como en su infancia, cuando era feliz. Pero temía que ella se negara, que se riera de él, como antes. “Probablemente me quedaré callado otra vez”, terminaba la entrada.

Lucía cerró el diario, sintiendo cómo se desmoronaban los muros que ella misma había levantado. Ya no era una traidora. Entendió que, sin esas páginas, jamás habría conocido realmente a su marido. Su matrimonio pendía de un hilo, pero ahora veía el camino para salvarlo.

La puerta chirrió—Víctor había vuelto a casa. Ni siquiera se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado. Él entró, sorprendido al verla todavía allí.

—¿Lucía? ¿No estás en el trabajo? —preguntó, colgando la chaqueta.

Ella salió a su encuentro, sosteniendo el diario. Víctor se quedó paralizado al verlo, pero ella no le dejó hablar.

—Acepto —dijo con firmeza.

—¿El qué? —él estaba confundido.

—La excursión. Los kayaks. Ya estoy preparando las cosas —hizo una pausa, respiró hondo—. Perdóname, Víctor. Encontré tu diario. No pude evitar leerlo. Es… lo más hermoso que he visto. Eres increíble. El mejor. Me da vergüenza haber pensado lo contrario. ¿Empezamos de nuevo? ¿Hablaremos, compartiremos, amaremos… sin miedo?

Él se acercó y la abrazó con tanta fuerza que sintió el calor de su corazón. Hundió la barbilla en su cabeza y susurró:

—No vine solo a comer. He cancelado todo hoy. Quería hablar contigo, pero… tenía miedo de que tú… —su voz se quebró.

—Oye —se separó un poco, mirándola con timidez—, ¿y si vamos a una tienda? ¿Te compramos un jersey nuevo? Es hora de empezar un nuevo capítulo… ¿Qué dices?

Lucía asintió, sintiendo las lágrimas de alegría correr por sus mejillas. Volvió a sus maletas, pero esta vez no para irse, sino para comenzar algo nuevo—con el hombre que, al parecer, apenas empezaba a conocer.

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