María Dolores secó sus manos húmedas y, quejándose del dolor de espalda, fue a abrir la puerta. Llamaban tímidamente, pero ya era la tercera vez. Estaba limpiando la ventana y no salió inmediatamente al pasillo. Detrás de la puerta se encontraba una chica muy joven, muy linda, pero pálida y con los ojos cansados.
– María Dolores, dicen que podría alquilarme una habitación, ¿es cierto?
– ¡Ay vecinas, siempre enviándoos a mi puerta! No alquilo habitaciones, nunca lo he hecho.
– Pero me dijeron que usted tiene tres habitaciones.
– ¿Y qué? ¿Por qué tengo que alquilar? Estoy acostumbrada a vivir sola.
– Bueno, lo siento. Me dijeron que es usted creyente y pensé…
La joven, ocultando las lágrimas que empezaban a asomarse en sus ojos, se dio la vuelta y comenzó a bajar lentamente las escaleras, con los hombros temblando.
– Chica, ¡vuelve! ¡No te he dicho que no! Estas jóvenes, al mínimo contratiempo, ya están llorando. Vamos, entraremos y hablaremos. ¿Cómo te llamas? ¿Nos tuteamos?
– Carmen.
– “Del Carmen”, ¿verdad? ¿Tu padre, acaso marinero?
– No tengo padre. Soy huérfana. No tengo madre tampoco. Me encontraron buenas personas en el portal y me llevaron a la policía. Ni siquiera había cumplido el mes.
– Bueno, no te ofendas. Vamos a tomar un té y charlaremos. ¿Tienes hambre?
– No, he comprado una empanada.
– ¡Una empanada ha comprado! Ay, juventud, no piensan en uno, y a los treinta ya tienen úlceras de estómago. Siéntate, que la sopa de guisantes aún está caliente. Calentaremos el té. Tengo mucha mermelada. Hace cinco años que murió mi esposo, pero por costumbre sigo preparando para dos. Ahora comeremos, y luego me ayudarás a terminar de limpiar la ventana.
– María Dolores, ¿puede ser que haga otro tipo de trabajo? Estoy mareada y temo caer del alféizar. Es que estoy embarazada.
– ¡Aún mejor! Solo me faltaba eso. Soy de normas estrictas. ¿Lo has engendrado?
– No, ¿por qué pensar eso de inmediato? Estoy casada. Paco es del mismo orfanato que el mío. Lo llamaron al servicio militar y hace poco estuvo en permiso. Cuando la casera se enteró de que esperaba un bebé, me echó enseguida. Me dio una semana para encontrar vivienda. Vivíamos cerca. Pero ya ve las circunstancias.
– Vaya… circunstancias… ¿Y qué hago yo contigo? ¿Llevo mi cama al cuarto de Santi? Bueno, de acuerdo, ocupas mi habitación. No aceptaré dinero de ti, ni lo menciones que me enfado. Ve a recoger tus cosas.
– No tengo que ir lejos. Las cosas de Paco y mías están en la bolsa al pie de la escalera. Se pasó la semana y con las cosas, desde la mañana, ando recorriendo casas.
Así se convirtieron en dos. Carmen estudiaba diseño de ropa ligera. María Dolores llevaba muchos años con una discapacidad tras un grave accidente ferroviario, por lo que se quedaba en casa, tejía servilletas de encaje, collares y zapatitos de bebé, y los vendía en el mercado cercano. Su producto era ingenioso: las servilletas, manteles y collares de encaje eran como espuma de mar, delicados, como si no fueran reales, y por eso se vendían bien. Había dinero en la casa. Parte de ello también provenía de la venta de hortalizas y frutas del huerto. Los sábados trabajaban allí con Carmen. Los domingos, María Dolores iba a la iglesia y Carmen se quedaba en casa, releía las cartas de Pacito y les respondía. No iba mucho a la iglesia todavía, no se había acostumbrado. Se quejaba de que le dolía la espalda y se mareaba.
Un sábado trabajaban en la parcela. La cosecha ya estaba recogida, preparaban la tierra para el invierno. Carmen se cansaba rápidamente y la tía Lola la mandaba al refugio a descansar, a escuchar los viejos discos que ella y su esposo solían comprar en tiempos pasados. Ese sábado también, después de trabajar con los rastrillos, la futura mamá se tumbó a descansar. María Dolores echaba al fuego estiércol seco, ramas, y miraba pensativa las llamas. De repente, escuchó el grito de Carmen: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Corre!” Con el corazón latiéndole fuerte, olvidándose del dolor en las piernas y la espalda, Lola corría hacia el refugio. Carmen gritaba, sujetándose la barriga. En poco tiempo, María Dolores convenció al vecino y en el coche viejo, un “Seat Panda”, como podía se dirigían al hospital. Carmen gemía continuamente: “Mamá, ¡me duele! Pero todavía es temprano, es temprano. No es hasta finales de enero. Mamá, ¡rezo por mí, tú sabes hacerlo!”. María Dolores lloraba. A través de las lágrimas, rezaba sin cesar.
Desde la sala de urgencias trasladaron a Carmen en una camilla. El vecino de la parcela llevó a la llorosa mujer a casa. Toda la noche oró a la Virgen para que salvase al bebé. A la mañana, llamó al hospital.
– Su hija está bien. Al principio solo lloraba y pedía por usted y Paco, luego se calmó y se durmió. El doctor dice que ya no hay riesgo de aborto, pero tendrá que quedarse un par de semanas aquí. Y tiene bajo el nivel de hemoglobina. Ocúpese de que coma bien y descanse más.
Cuando Carmen fue dada de alta, hablaron largo rato hasta pasada la medianoche. Carmen hablaba de su Paco.
– No es abandonado, como yo. Es huérfano. Estuvimos juntos en el mismo orfanato durante años. Desde la escuela fuimos amigos y luego nos enamoramos. Él me cuida. Eso es incluso más que amor. Así lo entiendo. Ves cómo escribe tan seguido. ¿Quieres que te enseñe su foto? Aquí está, el segundo a la derecha. Sonríe…
– Es guapo… – María Dolores no quería ofender a Carmencita. Hacía tiempo que necesitaba cambiar de gafas. Además, en la foto había muchos soldados, y la imagen era muy pequeña. No veía ni al segundo, ni al tercero, ni al quinto. Solo los contornos… – Carmen, quería preguntarte, en el huerto, ¿por qué me llamaste mamá?
– Es que… Me olvidé por el susto. Costumbre del orfanato. Allí todos los adultos, desde el director hasta el conserje, son papá y mamá. Con mucho esfuerzo me lo quité. Pero todavía me sucede: cuando me preocupo o me pongo nerviosa, todos son mamás. Perdóneme.
– Entiendo… – María Dolores suspiró decepcionada.
– Tía Lola, cuente de usted. ¿Por qué no tiene fotos de su esposo, hijos en ninguna parte? ¿No tuvo hijos entonces?
– Sí, no tuvimos hijos. Hubo un pequeño, pero murió de bebé, no había cumplido ni el año. Y después del accidente, ya no podía tener más hijos. Mi esposo era como un niño para mí. Lo mimaba, lo adoraba. Para mí, como lo es tu Paco para ti, fue la única persona en el mundo. Y cuando lo enterré, quité todas las fotos. Aunque soy una persona creyente, entiendo que él se fue al Señor, pero me era muy difícil sin él. Cuando veía las fotos, me ponía a llorar. Así que las escondí, para no atormentarme sin necesidad. Él ahora necesita mis oraciones, no mis lágrimas. Carmen, podrías pedirle a tu Paco que se haga una foto más grande, y la pondremos en un marco. Tengo unos marcos por ahí.
En vísperas de Navidad, María Dolores y Carmen se preparaban para la celebración, decoraban las habitaciones, hablaban sobre el Niño Jesús y esperaban la primera estrella. Carmen se movía constantemente de un lugar a otro, frotándose la zona lumbar.
– Algo te pasa, chiquilla. Todo lo que digo, te entra por un oído y te sale por el otro. ¿Qué pasa contigo, que no paras quieta?
– Tía Lola, llame a la ambulancia. Estoy de parto.
– ¿Qué dices? Si falta una semana.
– Parece que me equivoqué. Llame rápido, no aguanto más.
A los treinta minutos, la ambulancia ya había llegado al hospital. Y el 7 de enero, día de Navidad, Carmen dio a luz a una niña. Ese mismo día, María Dolores alegró al joven padre con un telegrama.
Enero fue agitado. La pequeña les daba alegrías pero también mucho trabajo. Con el acuerdo de Paco, Carmen llamó a la niña Lolita. María Dolores se conmovió hasta las lágrimas. Ahora la pequeña Lola les daba guerra. Insomnio, infecciones, caprichos y llantos difíciles de entender. Pero eran problemas felices. María Dolores incluso padecía menos sus múltiples dolencias.
…El día era inusualmente cálido para el invierno. María Dolores aprovechó el buen clima para hacer unas compras. Al regresar, encontró en el portal a Carmen con el carro de bebé; la joven mamá había decidido sacar a pasear a la pequeña.
– Seguiremos paseando, ¿de acuerdo, tía Lola?
– Pasead con Dios, yo comenzaré a preparar la comida.
Al entrar en la habitación, María Dolores echó un vistazo a la mesa y vio una foto de su esposo en un marco. Sonriendo, pensó: “Lo ha encontrado después de todo. Y ha elegido la foto de su juventud. A los jóvenes no les atrae mirar a ancianos”.
El puchero ya hervía sabroso en la olla cuando Carmen trajo a Lolita a casa. El vecino joven trajo el carrito. Desplegaron con cuidado a la bebé. La nariz, botón, respiraba dulcemente. Salieron a la sala mayor en puntillas.
– Carmen – sonrió María Dolores -, ¿cómo supiste dónde estaban las fotos de Santi?
– No entiendo de qué habla.
– ¿Esto? – María Dolores señaló la fotografía.
– ¿Eso? Me pidieron que Paco se hiciera una foto más grande. Fue a un estudio especialmente. Y el marco lo encontré en la estantería.
Con las manos temblorosas, María Dolores cogió la foto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no era su esposo. Un joven sonriente miraba travieso al fotógrafo. La mujer se sentó en el sofá, pálida, con la mirada ausente, viendo el vacío. Cuando volvió la vista hacia Carmen, ella lloraba desconsolada, sosteniendo una bola de algodón impregnada de alcohol para reanimarla.
– Mamá, ¡mírame, por favor! ¡Mírame a los ojos! ¿Qué le pasa, mamita? – Carmen lloraba.
– Carmen, abre el ropero, en el estante superior están las fotos. Tráelas todas.
Carmen trajo varios álbumes y unas fotos enmarcadas. En la de arriba… ¿Era Paco?
– ¡Dios! ¿Quién es este? ¿Es Paco? No, la foto es antigua. ¿Quién es, mamá?
– Es mi esposo, Santi. Carmen, querida, ¿dónde nació Paco?
– No lo sé. Lo llevaron a nuestro orfanato desde Madrid. Y allá fue tras un accidente ferroviario. De mayor le dijeron que sus papás fallecieron.
– ¡Dios, qué error tan terrible! Miquelito, mi niño, me mostraron un cadáver y lo identifiqué como mío. Porque la camisita era como la tuya. Pero el rostro no se veía. Mi niño, mi querido Miquelito. ¡Estás vivo! Tu esposa e hija viven en mi casa y yo sin saberlo. Dios, fuiste tú quien trajo a Carmen a mí. Hija, pasa la foto.
Carmen, completamente confundida, no entendía lo que ocurría. Le pasó la foto en el marco. María Dolores la besaba, bañada en lágrimas: “¡Miquelito, sol, mi niño!”
– Paco, – corrigió tímidamente Carmen.
– Que sea Paco, pero es mi hijo, Carmen – ¡mi hijo! Mira la foto de su padre ¡si son igualitos!
La joven aún tenía dudas.
– Carmen, ¿y el lunar? ¿Tiene un lunar arriba del codo derecho? Parece una estrella. Identifiqué al niño en aquel accidente como mío, solo porque el tamaño encajaba y la camisita era como la de Miquel. Pero su brazo estaba aplastado, y no vi el lunar. ¿Por qué no dices nada? ¿Hay lunar?
– Hay. Parece una estrella. Mamá, querida, ¡hay un lunar!
Las dos mujeres, abrazadas, lloraban, sin prestar atención al quejido de la pequeña Lola en la habitación contigua, exigiendo mamar de su madre.