—Bueno, hija, ¿has pensado en lo del coche? Ayer vi un *Seat* blanco, con asientos de piel. Una preciosidad. Solo cuesta treinta y cinco mil euros —la voz de Carmen Ruiz sonaba distendida, pero dejaba entrever esa presión sutil que solo las madres saben ejercer.
—Mamá… —Sofía cerró el portátil con un suspiro.— Ya hablamos de esto. Tenemos una hipoteca, y Marta se pone mala cada dos por tres. ¿De dónde voy a sacar treinta y cinco mil euros? Busca algo más modesto.
Desde el dormitorio llegaban risas y protestas. Álvaro intentaba ponerle los calcetines a Marta, que se resistía como un gato bañado. Eran las ocho menos veinte, y en diez minutos Sofía tenía que salir hacia el trabajo. Justo ahora, el tema del coche resucitaba en el peor momento.
—Pues pedid un préstamo —dijo Carmen con tranquilidad, acercando el plato de magdalenas—. Sois jóvenes, tenéis buenos sueldos. No os pido dinero para un capricho, sino para algo útil.
Sofía se giró hacia su madre con los puños apretados.
—¿Y con qué lo pagamos, mamá? ¿Con el aire? ¿Me estás escuchando? Ya tenemos una hipoteca.
Carmen resopló, cruzó los brazos y miró hacia otro lado.
—Ajá. Los padres de Álvaro tienen coche, pero yo, como siempre, me quedo en un segundo plano.
Ahí, a Sofía se le cruzaron los cables.
—Los padres de Álvaro tienen coche porque lo compraron ellos. Vendieron el viejo, ahorraron. No le pidieron nada a nadie. Y tú, que acabas de sacarte el carné, ya quieres un *Seat* de lujo.
—¡¿Y por qué crees que me lo he sacado ahora?! —explotó Carmen—. ¡Porque te crié a ti, gasté hasta el último céntimo en tu educación, ahorré para tu primer piso! Y ahora, cuando por fin puedo permitírmelo, me dais largas.
Sofía miró a Álvaro, que ayudaba a Marta con los zapatos, cansado y incómodo. Como siempre, se mantenía al margen, esperando que ellas solucionaran el asunto. Pero por el gesto tenso de su boca, estaba claro que ya estaba harto.
—Mamá, tú misma me dijiste que tenías miedo de conducir. Mira, no somos unos monstruos. Pero no tenemos una tarjeta black —la indignación en la voz de Sofía dio paso al agotamiento—. Ya te ayudamos con todo: el piso, las medicinas, los regalos…
Carmen se llevó una mano al corazón, dramática, como si acabara de recordar su hipertensión.
—Ah, ya entiendo. Ahora me vas a echar en cara cada euro que me das, ¿no?
Sofía exhaló ruidosamente, como si soltara vapor. La boca seca, las palmas sudorosas. No era la primera vez que hablaban del coche, pero hoy la conversación era más dura que nunca. Todo se mezclaba: el cansancio, las bajas por enfermedad de Marta, el trabajo, las facturas sin pagar en el buzón.
Y entonces, Carmen soltó la bomba definitiva:
—¿Y si me quedo con Marta cuando esté enferma? Así podrás trabajar más y ganar más. Entre todos podríamos pagar el préstamo.
Sofía se quedó paralizada unos segundos.
—Espera. ¿O sea que solo cuidas de tu nieta si te compramos un coche? ¿Antes no podías por salud, pero ahora que hay un *Seat* de por medio, se te cura la tensión?
—No exageres —refunfuñó Carmen—. Solo busco un acuerdo donde todos ganemos.
—Un acuerdo es cuando ambas partes ceden. Tú solo pones condiciones.
Carmen se giró y se dirigió hacia la puerta.
—Vale. Todo claro. Seguid sin mí. Y no me llaméis cuando necesitéis abuela. Arreglaos solos.
Sofía no salió corriendo tras ella. Se sentó junto a la ventana y cerró los ojos, intentando digerir lo ocurrido.
Álvaro se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Lo has hecho bien —dijo en voz baja—. Lástima que haya acabado así.
En el piso se hizo un silencio extraño. Hasta Marta dejó de quejarse y miró preocupada hacia la puerta.
—¿La abuela se ha ido para siempre? ¿Ya no vamos a verla?
Sofía no supo qué responder. En su corazón hervían el cansancio, la rabia y el rencor infantil. Habían ayudado a su madre tantas veces, sin pedir nada a cambio. Y ahora, esta les retiraba su cariño por no comprarle un coche.
Pasaron dos meses desde la discusión. Por dentro, la familia parecía haberse recompuesto. O al menos, mantenerse estable. Marta iba al cole, Sofía cumplía con su horario, y Álvaro se buscaba horas extras y apenas estaba en casa. Nadie mencionaba a Carmen en voz alta, pero su presencia seguía ahí: en los peluches que le traía a Marta, en los calcetines de lana tejidos por ella, en la receta de su tarta familiar.
Y Marta la echaba de menos. Primero, en silencio, con esa tristeza confusa de los niños. Luego, con preguntas.
—Mamá, ¿la abuela se ha ido lejos?
—No, es que… está ocupada.
—Antes me llamaba cuando estaba mala. ¿Ya no le importo?
Sofía intentaba sonreír, suavizar el golpe, inventar excusas sobre obras en casa o móviles rotos. Pero su voz no convencía, y en el corazón de Marta crecía la angustia.
La cosa estalló una tarde cualquiera. Marta estaba en el sofá con la tablet, Sofía fregando los platos. Un día normal: Álvaro llegaría tarde, la cena humeaba en la cocina, y el buzón seguía lleno de facturas pendientes.
—Quiero llamar a la abuela. ¿Puedo? —preguntó Marta de pronto, quieta en el marco de la puerta.
Sofía suspiró. Sabía cómo acabaría, pero asintió. Quizá esta vez contestara. Quizá, al ver el número de su nieta, se ablandaría.
El tono de llamada sonó hasta cortarse. Marta lo intentó de nuevo. Y otra. A la cuarta vez, sin respuesta, rompió a llorar.
No con rabieta, sino con ese llanto callado de los niños que no entienden qué hicieron mal.
Sofía se acercó y la abrazó. Ya se arrepentía de haber accedido.
—Cariño, quizá… no ha oído el teléfono. O está durmiendo.
—No duerme —dijo Marta entre lágrimas—. Ya no me quiere. Porque no le compramos el coche. La abuela está enfadada…
A Sofía se le nubló la vista. Como si alguien le clavara un cuchillo en el pecho. Apretó a su hija, como si fuera un ancla, y balbuceó algo sobre que la abuela la quería, pero… ¿pero qué? No encontraba palabras.
Aquello no podía seguir así. Podías enfadarte con tu hija, con tu yerno, con el mundo. ¿Pero arrastrar a una niña a ese juego sucio? ¿Castigar a una criatura de cinco años por no tener un *Seat*? Eso ya era el colmo.
Esa noche, con Marta ya dormida, Sofía se sentó en la cocina con una copa de vino barato. Su vecina Lucía, habitual de sus desahogos, cortaba fruta en la mesa.
—¿Qué te pasa? Parece que te han robado el alma —preguntó, mordisqueando una uva.
—Lo de mi madre. O más bien, lo que sigue sin solucionarse. Marta lloró hoy. Intentó llamarla, y ni siquiera cogió el teléfono.
Lucía suspAl día siguiente, Sofía tomó su teléfono, respiró hondo y marcó el número de Carmen, decidida a romper el silencio que tanto daño había hecho.