Me acuerdo, como si fuera hace siglos, del día que entré al café de la Plaza Mayor con el aire de un vagabundo, aunque mi presencia más bien despertó murmullos. Llevaba la ropa de un día de tormenta, el chaleco rasgado por el cuello, el rostro cubierto de polvo como si acabara de salir de los escombros de un edificio derrumbado. Nadie me detuvo, pero tampoco me saludó.
Los comensales me miraban y susurraban. Dos mujeres en la mesa contigua se retiraron un poco, como si mi aparición pudiera contagiarles algo. Me senté solo, sin pedir nada. Saqué una servilleta del cajón y la acomodé cuidadosa delante de mí, como si fuese un objeto sagrado, y comencé a observar mi propia mano.
El camarero se acercó, vacilante, y preguntó:
—Señor, ¿necesita ayuda?
Negué con la cabeza en silencio.
—Solo tengo hambre —respondí—. Vengo del incendio de la Calle Sexta.
El local quedó en un silencio sepulcral. Esa misma mañana, los periódicos hablaban del incendio en la Calle Sexta, donde un edificio de tres plantas se había consumido en llamas. No hubo víctimas, pues alguien había sacado a dos personas por la salida trasera antes de que llegaran los bomberos, y nadie reveló quién fue.
En ese momento se levantó una joven de falda de cuero. Cinco minutos antes aún había parpadeado al verme; ahora se acercó y, como si me conociera de toda la vida, se sentó frente a mí.
—Buenos días —dijo, sacando su monedero—. Permítame invitarle a un desayuno.
Yo parpadeé, como si no hubiera escuchado bien, y luego asentí lentamente. El camarero, inseguro, tomó la orden: tostada, huevo frito y café, todo lo que yo no había pedido. La joven preguntó:
—¿Cómo se llama?
Yo titubeé.
—Arturo —contesté, con una voz tan cansada que parecía un susurro.
Podía haber sido un nombre inventado, pero el tono mío no mentía. Ella sonrió y respondió:
—Yo soy Lidia.
Yo solo asentí, sin devolver la sonrisa, y seguí mirando mi mano como si recordara algo terrible.
—Hoy vi en las noticias —dijo Lidia—. Decían que alguien salvó a dos personas por una escalera lateral que estaba cerrada.
—Así es —dije, sin apartar la vista de mi palma—. No estaba cerrada del todo, había mucho humo. La gente se vuelve loca en esas nubes negras.
—¿Usted fue el que los salvó? —preguntó ella.
Yo me encogí de hombros.
—Yo estaba allí.
—¿Vivía usted allí? —insistió.
Miré a Lidia sin ira, solo con agotamiento.
—No del todo. Ocupé una vivienda vacía. No debía estar allí.
Entonces llegaron los platos. Lidia dejó de preguntar y simplemente puso el plato frente a mí:
—Coma.
Yo tomé la comida con las manos, sin cubiertos, como si el propio protocolo hubiera desaparecido. La gente seguía observando, susurrando más bajo ahora.
Cuando terminé la mitad del huevo, levanté la vista y dije:
—Gritaron. La mujer no podía moverse. El chico debía tener unos seis años. No pensé mucho, solo los agarré.
—Usted los salvó —afirmó Lidia.
—Tal vez.
—Usted es un héroe.
Yo me reí seco.
—No, solo soy un tipo que sintió el olor del humo y no tenía nada que perder.
La frase resonó con peso. Lidia no supo qué decir y me dejó terminar la comida.
Al acabar, usé la misma servilleta que había colocado al principio, la doblé y la metí en el bolsillo. Lidia notó que mis manos temblaban.
—¿Todo bien? —preguntó.
Yo asentí.
—He estado de pie toda la noche.
—¿Tiene a dónde ir?
No respondí.
—¿Necesita ayuda?
Le di un leve movimiento de hombro.
—No la que la gente suele ofrecer.
Nos quedamos en silencio un momento. Finalmente Lidia preguntó:
—¿Por qué vivía en una vivienda vacía? ¿Era usted un sin techo?
No pareció ofenderse. Sólo respondió:
—Algo así. Antes vivía allí antes de que todo esto sucediera.
—¿Qué pasó?
Yo clavé la mirada en la mesa, como si la respuesta estuviera tallada en la veta de la madera.
—El año pasado murió mi esposa en un accidente de coche. Perdí el piso y no supe cómo seguir.
Lidia tragó saliva, sorprendida por tanta franqueza.
—Lo siento mucho —dijo.
Yo asenté una vez más y me levanté.
—Gracias por la comida.
—¿Seguro que no quiere quedarse un rato más?
—No debería estar aquí.
Ya me disponía a irme cuando Lidia se puso de pie.
—Espere.
Me miró con una expresión pálida pero atenta.
—No puede marcharse así. Ha salvado a gente. Eso cuenta.
Yo sonreí tristemente.
—No cambiará dónde dormiré esta noche.
Lidia se mordió el labio, observó el café y vio que todos seguían mirándonos sin importarle.
—Venga conmigo —propuso.
Yo fruncí el ceño.
—¿A dónde?
—La casa de su hermano, que lleva un albergue. No es grande, ni perfecto, pero es tibio y seguro.
Ella me miró como si le ofreciera la luna.
—¿Por qué lo hace?
Lidia se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez porque me recuerda a mi padre. Él reparaba las bicicletas de los niños del barrio sin pedir nada, solo dando.
Un temblor sutil recorrió mi mandíbula. Sin decir palabra, seguí a Lidia.
El albergue estaba en el sótano de una vieja iglesia, a tres bloques de distancia. La calefacción fallaba, las camas eran duras y el café parecía de cartón, pero el personal era amable y nadie me miraba como si no tuviera lugar allí.
Lidia permaneció un rato más, ayudando a registrar a los recién llegados. De vez en cuando me lanzaba una mirada mientras yo me sentaba en la esquina, mirando al vacío.
—Denle tiempo —susurró su hermano, Misa—. Los tipos como usted han estado invisibles demasiado tiempo. Necesitan tiempo para volver a sentirse humanos.
Lidia asintió. No lo dijo en voz alta, pero decidió que iría cada día hasta que yo me devolviera una sonrisa.
Las noticias se esparcieron rápidamente. Los supervivientes del incendio aparecieron: una madre joven, María, y su hijo, Javier. Contaron a los periodistas que un hombre los sacó del denso humo, le metió al niño en su abrigo y le dijo: «Aguanta la respiración. Te tengo».
Un furgón de una agencia de noticias llegó al albergue. Misa los hizo entrar.
—Aún no está listo —les dijo.
Lidia buscó a María en internet y la contactó. Cuando se reunieron, fue un momento silencioso y cargado de emoción. María lloró; Javier entregó a Arturo un dibujo de dos figuras de palitos tomados de la mano, bajo la frase grande y torpe: «ME SALVASTE».
Arturo no lloró, pero sus manos temblaron otra vez. Pegó el dibujo a la pared con cinta adhesiva.
Una semana después entró al albergue un hombre de traje elegante, presentándose como Iván Serrano, propietario del edificio incendiado.
—Quiero encontrar al hombre que los salvó —dijo—. Soy su acreedor.
Lidia señaló al rincón.
—Allí está.
Iván se acercó a Arturo, que se levantó torpemente.
—He oído lo que hizo —comentó—. Oficialmente nadie se ha adjudicado ese acto. Usted tampoco pidió nada. Por eso creo en usted.
Arturo sólo asintió.
—Le propongo algo —continuó Iván—. Tengo un inmueble que necesita a alguien que lo vigile, lo mantenga limpio y repare lo que haga falta. Le daría una vivienda, sin pago.
Arturo parpadeó.
—¿Por qué yo?
—Porque demostró que no todos buscan ayuda en mis casas. Me recordó que la gente cuenta.
Arturo dudó.
—No tengo herramientas.
—Yo se las proporcionaré.
—No tengo teléfono.
—Yo le compraré uno.
—Ya no sé cómo tratar con la gente.
—No hace falta. Solo sea fiable.
No aceptó de inmediato, pero tres días después salió del albergue con una pequeña mochila y el dibujo aún arrugado en el bolsillo. Lidia lo abrazó fuertemente.
—No desaparezcas otra vez, ¿de acuerdo?
Él sonrió, esta vez auténtico.
—No.
Pasaron los meses. El nuevo lugar no era lujoso, pero era suyo. Pintó las paredes, reparó tuberías y arregló el jardín abandonado del patio.
Lidia lo visitaba los fines de semana; a veces María y Javier también aparecían, trayendo pasteles y colores para una vida “normal”. Arturo comenzó a reparar bicicletas viejas, luego cortacéspedes, después radios. Los vecinos dejaban objetos con notas: «Si puedes arreglarlo, quedalo».
Un día llegó un hombre con una guitarra polvorienta.
—Le faltan cuerdas —dijo—. Quizá le sirva.
Arturo la tomó como si fuera de cristal.
—¿Toca? —preguntó.
—Antes sí —respondió en voz baja.
Esa noche Lidia lo vio en el patio, afinando la guitarra con manos temblorosas pero seguras.
—Sabes —dijo—, ahora eres una especie de leyenda.
Él sacudió la cabeza.
—Solo hice lo que cualquiera habría hecho.
—No, Arturo —susurró Lidia—. Lo que hiciste es algo que la mayoría nunca se atreve.
Un amanecer llegó una carta del ayuntamiento el correo. Lo invitaban a recibir una medalla de la ciudad. Inicialmente la rechazó, diciendo que no necesitaba aplausos.
Lidia lo convenció.
— No es por ti, sino por Javier, por todos los que se sienten invisibles.
Él tomó el abrigo prestado, subió al estrado y leyó un discurso que Lidia le ayudó a redactar. Su voz tembló, pero acabó.
Al bajar, la audiencia se puso en pie y aplaudió con fervor. En la segunda fila estaba su hermano, Nicolás, a quien no había vuelto a ver en años.
Nicolás, con lágrimas, se acercó:
—Vi su nombre en los periódicos. Perdí la esperanza. Perdóname por no estar allí cuando… cuando lo perdiste.
Arturo no dijo nada, solo lo abrazó.
No fue perfecto. Nada lo fue, pero fue curación.
Esa noche, Arturo y Lidia se sentaron en el balcón, mirando las estrellas.
—¿Crees que fue casualidad? —preguntó él—. Que estuviera allí, que escuchara sus gritos.
Lidia reflexionó un instante.
—A veces el universo nos da una segunda oportunidad para ser lo que debemos ser.
Arturo asintió.
—Quizá sí… quizá pueda lograrlo.
Lidia apoyó su cabeza en su hombro.
—Lo lograrás.
Y por primera vez en mucho tiempo, Arturo creyó en esas palabras.
La vida es curiosa; siempre vuelve al punto de partida. Los momentos más oscuros a veces permiten el mejor crecimiento, y a menudo son esas personas que pasan desapercibidas las que sostienen el mundo sobre sus hombros.