Ella se había resignado a una vida sin amor. Pero el destino le tenía guardada una sorpresa…
Javier entró en el piso tarde por la noche. El cansancio se reflejaba en su rostro, y en sus ojos, una batalla interna. Sin decir nada, se quitó los zapatos, pasó a la cocina y se sentó.
—Javi, ¿quieres cenar? —revoloteaba Ana María a su alrededor—. He hecho pato al horno, como te gusta, con manzanas… ¿Por qué pones esa cara?
Él la miró directamente, sin su sonrisa de siempre:
—Ana, necesitamos hablar en serio. No puedo seguir viviendo a dos aguas. ¿Cuándo vamos a estar juntos de verdad? Yo tengo mi propio piso.
Ana María se quedó pálida. Todo lo que había evitado durante años la alcanzaba de golpe.
—Vale —murmuró—. Pero primero tienes que conocer a mis hijos.
Se encontraron en una cafetería. Álvaro y Pablo ocupaban un lado de la mesa, mientras Laura se sentaba junto a su madre. Cuando apareció Javier, los chicos se quedaron petrificados, con la boca abierta. Ana María tardó un instante en entender, pero cuando sus hijos intercambiaron miradas cargadas de indignación, todo quedó claro.
—¿Estás de broma, mamá? —saltó Álvaro—. ¡¿A tu edad montando una segunda parte?! ¿Qué vergüenza es esta?
—Mamá, pensábamos que tenías más cabeza… —añadió Pablo—. Las mujeres de tu edad ya son abuelas, no ligues de veinteañeras.
—Solo tengo cuarenta y cuatro —respondió Ana María con voz temblorosa.
—Pues vive tranquila y sola. Álvaro y yo nos buscamos un piso. No vamos a compartir techo contigo y tu novio.
Laura ni siquiera la miró. Y durante un mes entero, no le dirigió la palabra.
Ana María no lloró. Simplemente se quedó sentada por la noche, en silencio, recordando su vida. Cómo había empezado todo.
…Antes fue una alumna brillante. Una chica tranquila y sensata, con una buena familia, unos padres que la adoraban y soñaban con que estudiara en una universidad prestigiosa. Pero a los diecisiete, se enamoró. De Marcos.
Él tenía veinticuatro. Alto, voz ronca, brazos fuertes y una mirada arrogante. A sus padres no les cayó bien desde el principio. Su padre lo echó de casa cuando fue a pedir su mano. Pero Ana María no escuchó a nadie y, al cabo de unos meses, se fue con Marcos a otra ciudad.
Al principio fue un cuento de hadas. Nació su primer hijo, Álvaro. Sus padres les ayudaron y les compraron un piso. Luego llegó Pablo, y como premio, les dieron un tríplex. Pero ahí, el cuento se convirtió en pesadilla.
La familia de Marcos resultó ser de esas que viven de botellón. Hermano sin oficio, padres vividores. Marcos empezó a quedarse con ellos cada vez más, desapareciendo semanas enteras. ¿Trabajo? Ja. ¿Quién iba a contratar a alguien que se emborrachaba hasta perder el conocimiento cada mes?
Ana María lo llevó todo sola. Trabajó en dos empleos, estudió a distancia. Y por las noches, limpieza. Le daba vergüenza pedir ayuda a sus padres. Mientras, su marido se tumbaba en el sofá exigiendo «una cerveza bien fría».
Cuando volvió de una revisión médica —embarazada del tercero— y escuchó un «¿No hay gaseosa? Pues ve a comprarla», se acabó. Puso fin al matrimonio. Le llamó un taxi, lo pagó. Él se rio, incrédulo. Error.
No regresó. Las cerraduras eran nuevas. La vecina del quinto vigilaba para que no armara escándalo. El divorcio fue rápido. Ni siquiera supo que había tenido una hija.
Tres meses después, Marcos murió. Un incendio por una placa de cocina olvidada en la casa familiar. Sus padres estaban en el huerto, su hermano sobrevivió, pero él no. Ana María se sintió culpable… pero sabía que no estaba obligada a cuidar de un hombre que nunca la cuidó a ella.
Nació Laurita. Tres hijos. Trabajo. Casa. Dormir tres horas.
Olvidó lo que era sentirse mujer. Olvidó que podía ser deseada. Crió a sus hijos. Todas las pensiones por viudedad las ahorró para ellos.
La vida sentimental, tachada. Creía que no tenía derecho a ella.
Hasta aquella noche lluviosa. La fiesta del cumpleaños de una compañera, el parada del autobús, el aguacero. El transporte no llegaba. Y de repente, un coche se detuvo.
—¿Te llevo?
Un tipo normal. Mirada cálida. Amable. Se llamaba Javier. Resultó que vivían cerca. Luego empezó a esperarla cada mañana, la llevaba al trabajo, la recogía. Hacía café en el coche. Le decía que era guapa.
Ana María ya no sabía recibir piropos. Pero con él, todo fluía. Él se había divorciado tras pillar a su esposa con otro. No tenían hijos.
Y de pronto… él le propuso vivir juntos. Y ella… no supo qué hacer.
Sus hijos le dieron la espalda. La llamaron frívola, dijeron que se buscaran sus propios pisos.
Ana María lo pasó mal. Pero un día, algo hizo clic dentro de ella.
—Si es así —les dijo a sus hijos—, partimos el piso en tres estudios. Yo pongo la diferencia. Sois adultos. Y yo… no tengo por qué ser infeliz solo porque os convenga.
Y se mudó con Javier.
Entonces ocurrió el milagro: Ana María volvió a ser madre. Un embarazo complicado. Los médicos le advirtieron. Pero ella decidió seguir adelante.
Javier no se separó de ella. La llevó a mil consultas, se turnó en el hospital. Fue padre desde el primer latido.
Sus hijos… desaparecieron. Ni llamadas, ni mensajes.
Pero el día del alta, aparecieron los tres. Con flores. Con globos. Con disculpas.
Ahora el piso vuelve a resonar con risas infantiles. La pequeña Daniela corre por el salón mientras sus hermanos mayores la siguen. Laura viene a ayudar. Álvaro trae a su novia. Pablo organiza cenas familiares.
Ana María mira a Javier y el corazón le da un vuelco.
Pudo renunciar. Pudo quedarse sola. Pero eligió vivir.
Y ahora lo sabe: nunca es tarde para ser feliz. Si al lado tienes a alguien que te quiere de verdad.