Se negó a costear la operación de su esposa, eligió un terreno en el cementerio para ella y se marchó a la playa con su amante.

Recuerdo que, en los años de la República, una joven llamada Leocadia yacía en silencio en una de las salas de una lujosa clínica privada de Madrid. Los médicos, como si temieran despertar a la propia Muerte, se movían con delicadeza alrededor de la cama, lanzando miradas de sobresalto a los monitores que mostraban parpadeantes signos vitales. Todos sabían que ni todo el oro de la Corona española podía devolver a una persona del más allá.

En la oficina del director de la clínica, mientras la luz caía tenue sobre la mesa de roble, se desenvolvía un tenso consejo. Sentados en sus impecables batas, los doctores escuchaban al marido de Leocadia, un adinerado empresario llamado Diego Álvarez, con su traje de lana, su corte de pelo a la última moda y sus relojes de oro. El joven cirujano, Constancio, estaba encendido de entusiasmo: insistía con vehemencia en operar.

¡Aún no está todo perdido! ¡Podemos salvarla! exclamó, golpeando el escritorio con su bolígrafo.

Entonces tomó la palabra el esposo: Yo no soy médico, pero soy el hombre más cercano a Leocadia empezó con una teatralidad triste. Por eso me opongo categóricamente a la intervención. ¿Para qué infligirle más sufrimientos? Solo prolongaría su agonía dijo con tal pasión que hasta los presentes más cínicos dejaron caer una lágrima.

El director murmuró incierto: Quizá no tenga razón

Constancio se levantó de su asiento, la voz temblorosa de ira: ¿Acaso no ven que le están quitando la última oportunidad?

Diego, firme como una colina, no cedía. Con métodos propios para influir en decisiones, respondió sin titubeos: No se realizará la operación. Firmaré cualquier negativa.

Y firmó. Un solo trazo de pluma selló el destino de la mujer.

Sólo unos pocos conocían la crueldad de aquella elección, pero, al observar con atención, todo resultaba evidente. Diego había llegado a su fortuna gracias a Leocadia: sus contactos, su dinero y su inteligencia. Cuando ella pendía entre la vida y la muerte, él ya anticipaba el momento en que podría disponer sin obstáculos de su imperio. La muerte de su esposa le resultaba ventajosa y no ocultaba sus intenciones a quien pudiera desenmascararlo.

Al director, Diego le ofreció un soborno imposible de rechazar: la promesa de no presionar por la operación. Luego, sin más, eligió un lote en el cementerio de Alcalá para la mujer viva.

Excelente ubicación comentaba mientras paseaba entre tumbas como quien conoce el mercado inmobiliario. Terreno seco, elevación. Desde allí el espíritu de Leocadia podrá observar la ciudad.

El guardián del cementerio, un anciano de mirada profunda, le preguntó desconcertado: ¿Cuándo planea traer el cuerpo?

Aún no lo sé respondió Diego con indiferencia. Sigue en el hospital. Está muriendo.

El anciano, sorprendido, replicó: ¿Ha escogido un sitio para una persona viva?

No pienso enterrarla con vida refunfuñó el hombre. Solo estoy seguro de que pronto se cansará de luchar.

Era inútil discutir. Diego debía marcharse; le aguardaban el extranjero y su amante de largas piernas. Soñaba con volver justo a tiempo para el funeral.

Un cálculo perfecto pensó, al subirse a su Mercedes. Llegaré, todo preparado, el funeral y la libertad.

El guardián no objetó. Todos los documentos estaban en regla, el dinero pagado; no hubo preguntas ni reclamos.

Mientras tanto, en la sala, Leocadia seguía batallando por su vida. Sentía que sus fuerzas flaqueaban, pero no quería rendirse. Joven, bella y hambrienta de vivir, ¿cómo podía simplemente abandonar? Los médicos, sin embargo, mantenían la mirada baja; para ellos ella ya era una hoja muerta.

El único que permanecía a su lado hasta el final era Constancio, el cirujano obstinado que, pese a los roces constantes con el jefe del servicio, seguía defendiendo la operación. El director, para no romper lazos, siempre apoyaba al jefe, quien, según comentaban, era como un hijo para él.

De pronto, surgió otro protector: el guardián del cementerio, Iván Vázquez. Algo le había llamado la atención del pedido de tumba. Al revisar los papeles, se detuvo: el apellido de la falleciente le resultaba familiar.

Resultó ser su antigua alumna, la mejor de su clase, inteligente y prometedora. Recordó cómo, años atrás, habían fallecido sus padres y cómo ella se había convertido en una empresaria de éxito. Ahora su nombre aparecía en los documentos para la sepultura

Y ahora está enferma, y este parásito quiere enterrarla viva murmuró el viejo maestro, recordando la sonrisa engreída de Diego. Algo allí no cuadraba. El marido de Leocadia, según él, no había sido el artífice de su fortuna; todo lo había obtenido gracias a ella.

Sin pensarlo dos veces, Iván se dirigió a la clínica. Quería al menos despedirse o intentar cambiar algo. Pero la enfermera, agotada, le dio la espalda:

¿Hablar con ella? se encogió de hombros. Está en coma medicado. Mejor así, no sufre.

¿Le están proporcionando una atención completa? preguntó el maestro, preocupado. Es muy joven

Los responsables, ya fuera el jefe de servicio o el director, sólo repetían: «Paciente sin esperanzas, hacemos todo lo posible». Con la convicción de que no obtendría la verdad, Iván salió de la clínica, conteniendo las lágrimas al evocar el rostro pálido de su exalumna.

En la salida, el joven Constancio lo abordó:

¡No puedo creer que la condenen! ¡Su marido parece querer su muerte!

¡Yo lo apoyo totalmente! exclamó el cirujano. ¡Podemos salvarla, pero hace falta decisión!

¡Por Leocadia haría cualquier cosa! respondió Iván.

Entonces, Iván recordó a un antiguo alumno que había llegado a ser alto funcionario del Ministerio de Sanidad. Lo contactó y le narró con detalle la historia de Leocadia.

Comprenda, señor Vázquez, la vida de esta mujer depende de usted. ¡Debe vivir!

¿Por qué me llama usted «señor Vázquez»? sonrió el funcionario. Gracias a sus clases estoy aquí. y marcó al director.

La llamada dio sus frutos. En corto, la decisión sobre la operación se revirtió y Leocadia fue arrancada del borde del abismo.

Mientras tanto, Diego disfrutaba en la Costa del Sol, bajo el sol abrasador, celebrando su astucia. Pensaba: He enganchado a una heredera mientras sus padres ya no estaban, le he ofrecido ayuda en los funerales y ahora vivo de su dinero. Pero su desconfianza crecía; sospechaba mis aventuras y, ahora, la enfermedad le daba la excusa perfecta para quedar viudo.

Ya no me casaré con mujeres listas musitaba, acariciando a su amante. Prefiero a una bella tonta a la que pueda manipular.

En ese instante sonó el teléfono. Era la enfermera de la clínica.

Diego Álvarez, su esposa ha sido operada y ha sobrevivido. Dicen que está fuera de peligro.

¿Fuera de peligro? rugió, provocando miradas perplejas entre los veraneantes.

Al comprender que él mismo estaba en peligro, Diego empacó de prisa, dejando a su amante sin comprender:

El descanso se acabó. ¡Hay que arreglarlo!

De regreso a casa, confrontó al director. Había pagado por la muerte de Leocadia y había conseguido lo contrario. El director, encogido de hombros, respondió: No actuamos solos. Hay quien manda desde arriba.

¿Quién? gritó Diego, furioso.

El director apuntó a Constancio, culpándolo. Para Diego eso bastó; el joven cirujano fue despedido, arruinado su nombre y sin posibilidad de volver a la medicina.

Constancio, al borde del abismo, encontró en Iván Vázquez una salida: Trabaja en el cementerio. Mejor que caer en la ruina. Has salvado una vida; eso vale mucho.

Aceptó el puesto y, aunque el trabajo era humilde, le daba una razón para seguir adelante.

Leocadia, poco a poco, fue recuperándose. Cada día volvía la fuerza. La muerte se había retirado y ella debía retomar su vida. Empezó a investigar; su esposo la trataba con frialdad, casi sin visitarla, y sus colegas en la empresa se mostraban extrañamente evasivos. Entonces, la contable del despacho, cansada, rompió el silencio:

Leocadia, los asuntos están mal. Diego ha tomado el control de todo; sus hombres dominan la compañía. Sólo tú puedes revertirlo. Si no lo haces ni me imagino qué pasará.

Leocadia, aún débil, intentó calmarla:

No se preocupen, pronto estaré bien y todo volverá a la normalidad. Por ahora, manténganse firmes y no le den al marido motivos para sospechar.

El consuelo a los demás resultó más fácil que el propio. Sólo dos personas la apoyaban: Iván Vázquez, el viejo maestro ahora guardián del cementerio, y Constancio, el cirujano que había luchado por ella. Esperaba su visita, necesitaba su presencia.

Sin embargo, Diego volvió a arremeter: sobornó a los médicos para que limitaran las visitas y prohibiera la entrada a Iván y a Constancio. Sentía que eran amenazas a sus planes.

Cuando Iván y Constancio comprendieron que ya no eran bienvenidos en la clínica, Iván recordó al influyente exalumno. Lo descartó, diciendo:

Sería incómodo volver a pedir ayuda. Esperemos; estoy seguro de que todo cambiará cuando Leocadia se recupere.

¿Y si es demasiado tarde? murmuró Constancio con tono sombrío. Ella está rodeada de enemigos. Es peligroso.

Leocadia, acostada en su cama, percibía que su marido tramaba documentos para declararla incapaz. Si lo lograba, todo acabaría.

Poco a poco, la situación tomó un giro inesperado. En un funeral de un antiguo empresario, Constancio, de pronto, tomó la mano del fallecido y sintió un pulso débil pero vivo.

¡Retiren al enfermo! gritó una joven viuda, pero él, con voz autoritaria, ordenó que llamaran a la ambulancia.

El hombre resultó ser el principal accionista de la compañía de Leocadia. Al saber que Constancio le había salvado la vida, contactó de inmediato al cirujano y escuchó la historia de Leocadia.

¡No puede ser! exclamó, al oír su nombre. ¡Es mi mejor socia!

El empresario tomó el control, devolvió la empresa a Leocadia y expulsó a Diego y a su amante, que desaparecieron como si nunca hubieran existido.

El director y el jefe del servicio fueron despedidos y despojados de sus licencias. Constancio recibió la oportunidad de volver a la medicina; Leocadia, agradecida, fundó un centro privado y lo nombró director.

Con el tiempo, entre ellos surgió un cariño auténtico. Se casaron medio año después, con Iván Vázquez como padrino, el antiguo maestro convertido en guardián del cementerio.

Meses después, la pareja anunció la llegada de un bebé.

Esperemos que el nieto no tenga que aguantar al abuelo bromeó Iván, mirando a los recién casados con una sonrisa.

Así, la historia que comenzó con traición, codicia y muerte, terminó bajo el sol de la España de antaño, recordada como muestra de que la justicia, aunque tardía, siempre encuentra su camino.

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Se negó a costear la operación de su esposa, eligió un terreno en el cementerio para ella y se marchó a la playa con su amante.