Ella había renunciado a todo. Y entonces, la vida le regaló una nueva oportunidad…
Javier entró en el piso tarde en la noche. El cansancio pintaba su rostro, y en sus ojos había una lucha interna. Sin decir nada, se quitó los zapatos, caminó hacia la cocina y se sentó a la mesa.
—Javiercito, ¿cenarás? —se apresuró a preguntar Marta mientras revolvía una cazuela—. Hice cochinillo, como te gusta, ¿ves? Con manzanas… ¿Por qué estás tan serio?
Él la miró directamente, sin su habitual sonrisa:
—Marta, necesitamos hablar en serio. No puedo seguir viviendo entre dos casas. ¿Cuándo estaremos juntos de verdad? Tengo mi propio piso…
Marta se oscureció de golpe. Todo lo que había evitado durante tanto tiempo la alcanzaba al fin.
—Está bien —dijo en voz baja—. Pero primero tienes que conocer a mis hijos.
Se encontraron en una cafetería. Alejandro y Pablo se sentaron de un lado de la mesa, mientras que Lucía ocupó el lugar a lado de Marta. Cuando Javier apareció, los tres hijos quedaron petrificados. Las bocas abiertas por la sorpresa. Marta no entendió al principio, pero cuando sus hijos intercambiaron miradas llenas de rabia, todo quedó claro…
—¿Estás de broma, mamá? —estalló Alejandro—. ¿A tu edad buscando amor? ¡Qué vergüenza!
—Mamá, pensábamos que eras sensata —añadió Pablo—. A tu edad, las mujeres ya son abuelas, no andan trayendo hombres a casa.
—Solo tengo cuarenta y cuatro —respondió Marta en voz baja.
—Pues entonces vive tranquila, sola. Alejandro y yo nos buscaremos un piso. No vamos a compartir techo contigo y tu novio.
Lucía apartó la mirada. Y durante un mes entero no dirigió ni una palabra a su madre.
Marta no lloró. Simplemente se quedó sentada en silencio por las noches, recordando su vida. Cómo todo había empezado.
…Hubo un tiempo en que fue una estudiante brillante. Una chica tranquila y sensata, de buena familia, con unos padres que la adoraban y soñaban con verla entrar en una universidad prestigiosa. Pero a los diecisiete años se enamoró. De Adrián.
Él tenía veinticuatro. Alto, con una voz rasposa, manos fuertes y una mirada orgullosa. A sus padres no les cayó bien desde el primer momento. Su padre lo echó de casa cuando fue a pedir su mano. Pero Marta no escuchó a nadie, y a los pocos meses se fue con Adrián a otra ciudad.
Al principio fue como un cuento. Nació su primer hijo, Alejandro. Sus padres les ayudaron, comprándoles un piso. Luego llegó Pablo, y con esa felicidad, les dieron hasta un ático. Pero ahí empezó el cuento a convertirse en pesadilla.
La familia de Adrián era dada a la bebida. Su hermano, un vago; sus padres, juerguistas. Adrián comenzó a pasar más y más tiempo con ellos, desapareciendo semanas enteras. ¿Trabajo? Ja. ¿Quién iba a contratar a alguien que se emborrachaba sin control cada mes?
Marta lo cargó todo sola. Trabajó en dos empleos, estudió a distancia. Por las noches, limpiaba. Le daba vergüenza pedir ayuda a sus padres. Mientras, su marido se tiraba en el sofá, pidiendo “una cerveza bien fría”.
Cuando volvió de una consulta médica —embarazada del tercero— y escuchó: “¿No hay sidra? Pues ve a comprarla”, no pudo más. Presentó los papeles del divorcio. Le llamó un taxi, lo pagó. Él se rió y no lo creyó. Error.
No volvió jamás. Las cerraduras eran nuevas. La vecina vigilaba para que no armase escándalos. Se divorciaron rápido. Él ni siquiera supo que había tenido una hija.
Tres meses después, Adrián murió. Un incendio en su casa de campo por una cocina dejada encendida. Sus padres estaban en el huerto, su hermano sobrevivió, él no. Marta sintió culpa… pero sabía que no estaba obligada a ser su niñera toda la vida.
Nació Lucía. Tres hijos. Trabajo. Casa. Dormir tres horas.
Olvidó lo que era sentirse femenina. Y deseada. Crió a sus hijos sola. Todas las pensiones por viudedad fueron a su educación.
Su vida amorosa… la tachó. Pensó que no tenía derecho.
Hasta aquella noche de lluvia. El cumpleaños de una compañera, una parada, el aguacero. El autobús no llegaba. Y entonces frenó un coche.
—¿Te llevo?
Un hombre normal. Mirada cálida. Amable. Se llamaba Javier. Resultó que vivían cerca. Después la esperaba cada mañana, la llevaba al trabajo, la recogía. Le preparaba café en el coche. Le decía que era hermosa.
Marta no estaba acostumbrada a los cumplidos. Pero con él era fácil. Él se había divorciado —pilló a su mujer con un amante. No tenían hijos.
Y de pronto… le dijo que vivieran juntos. Y ella… no supo qué hacer.
Sus hijos le dieron la espalda. La llamaron frívola, le dijeron que se buscaran su propia casa.
Marta sufrió. Pero en algún momento algo hizo clic dentro de ella.
—Si es así —les dijo a sus hijos—, partiremos el piso en tres. Yo pondré la diferencia. Sois adultos. Y yo… no tengo por qué estar sola solo porque os convenga a vosotros.
Y se mudó con Javier.
Entonces ocurrió el milagro: Marta volvió a ser madre. Su embarazo fue complicado. Los médicos le aconsejaron no seguir. Pero ella decidió dar a luz.
Javier no se separó de ella. La llevó a hospitales, pasó noches enteras a su lado. Fue padre desde el primer latido del corazón.
Sus hijos… desaparecieron. No llamaban, no escribían.
Pero el día del alta hospitalaria llegaron los tres. Con flores. Globos. Disculpas.
Ahora en la casa vuelven a escucharse risas infantiles. La pequeña Claudia corre por los pasillos, y sus hermanos mayores están de vuelta. Lucía viene a ayudar. Alejandro trae a su novia. Pablo organizó una cena familiar.
Marta mira a Javier, y su corazón se detiene.
Pudo rechazarlo. Pudo quedarse sola. Pero eligió vivir.
Y ahora lo sabe: nunca es tarde para ser feliz… si junto a ti está quien de verdad te ama.