Él se llevó a su hijo con él… y solo fue un sueño.
Marina conoció a Esteban en un baile del pueblo. Él la miró al instante: alta, esbelta, con una risa contagiosa y unos ojos llenos de vida. No se separó de ella en toda la noche y, al final, le ofreció acompañarla a casa.
—¿Mañana vengo al atardecer, ¿te parece? —preguntó él al despedirse.
—Ven —susurró ella, sintiendo el corazón latir con fuerza.
Así comenzó su historia. En pueblos pequeños, los rumores vuelan, y pronto todos supieron: Marina tenía un pretendiente. Los vecinos murmuraban:
—Pronto habrá boda. Se le ve perdido por ella, y la verdad, hacen buena pareja, los dos son serios.
No tardó en pedirle matrimonio. Celebraron una fiesta que duró hasta el amanecer. Se instalaron en una casa que Esteban había construido con sus propias manos, pues desde niño había aprendido el oficio junto a su padre. Con el tiempo, nació su hijo. Todo era perfecto. Al menos, al principio.
Pero Esteban empezó a quedarse hasta tarde con los vecinos: ayudando aquí, arreglando allá. Y siempre, siempre, le brindaban algo. Al principio, parecía inofensivo, pero se convirtió en costumbre.
—Esteban, basta ya de andar por ahí —le decía Marina—. Cada noche llegas con el aliento a vino.
—No exageres, solo comparto un rato con la gente. Además, aquí no falto a mis obligaciones.
El niño creció, Marina volvió a trabajar y lo dejaba al cuidado de su abuela. Pero Esteban seguía con sus “ayudas”. Y cada tarde, regresaba peor. Las discusiones eran constantes. Una vez, incluso, se separaron una semana, pero por el niño, ella lo perdonó. Él juró cambiar. Y por un tiempo, todo mejoró… hasta que volvió a ser lo mismo.
Marina pensó en irse mil veces, pero su hijo adoraba a su padre. Cuando Esteban estaba sobrio, eran inseparables: le enseñaba, jugaban, construían cosas juntos. Por él, Marina aguantó. Y siguió esperando, soñando con que volvería a ser aquel hombre cariñoso del que se enamoró.
Pero los años pasaron y el agotamiento hizo mella. Esteban empezó a enfermar, a debilitarse.
—Vamos al médico —rogaba Marina.
—No es nada. Con descanso, se me pasará.
Solo fue cuando ya no pudo levantarse de la cama. El diagnóstico fue desolador. El médico negó con la cabeza.
—¿Por qué dejaron pasar tanto tiempo? Temo que ya no hay mucho que hacer…
Marina lo cuidó hasta el final. Dolor, impotencia, lágrimas. Hasta que un día, Esteban no despertó. Todo el pueblo lo despidió, incluso quienes criticaban sus excesos, porque, al fin y al cabo, todos respetaban al hombre y al maestro que había sido.
A los cuarenta días, Marina soñó con él. Su marido apareció entre sombras y le dijo:
—¿Qué tal se vive sin mí? Disfruta mientras puedas… Pero no lo olvides: me llevaré a nuestro hijo conmigo.
Despertó sobresaltada, empapada en sudor frío. Corrió al cuarto del niño. Adrián, de doce años, dormía plácidamente. No le contó el sueño a nadie, pero desde entonces, lo vigilaba como un halcón, protegiéndolo de todo, obsesionada con cada detalle. Su marido no volvió a aparecer en sus sueños, pero el miedo nunca se fue.
Seis meses después, Adrián no regresó del colegio. Un coche, un despiste, un accidente. Se fue en un instante.
Marina se desmoronó. El dolor la ahogaba, le robaba el aliento y el sueño. Tras el funeral, apenas hablaba. Tardó meses en volver a respirar, años en reconstruirse.
Conoció a un viudo con dos hijas y formaron una nueva familia. Tuvieron un hijo juntos. Intentó ser una buena madre, vivir de nuevo. Pero su corazón nunca sanó del todo. Adrián seguía allí, en cada recuerdo, en cada silencio. Su primer hijo. Arrebatado por su padre. Por el hombre que una vez fue su todo.
Ahora Marina tiene nietos. Ríe cuando juegan en el patio. Pero cuando en sus sueños aparece Adrián, llora. Porque ahora sabe: los sueños pueden ser presagios. Y a veces, aunque nos avisen… no hay nada que podamos hacer. Solo queda aceptarlo. Y seguir viviendo… a pesar de todo.